jueves, 23 de noviembre de 2006

El viento que se nos lleva

"Televisión, vídeo y ordenador: un cóctel explosivo". Tal que este era el título de un típico artículo de dominical de prensa en los años ochenta. Lo leí en La Vanguardia y no sé por qué pero su título y también buena parte de su contenido han quedado grabados en mi recuerdo: reflexionaba su autor acerca de la iniciativa de unos grandes almacenes (italianos, creo) que habían montado una cámara en la que el cliente podía grabarse, y luego en un ordenador con un software específico probarse virtualmente todos los trajes que quisiera para, finalmente, contemplar en la televisión el resultado. Ciertamente, era una iniciativa audaz, y merecía un apunte editorial como signo de unos tiempos nuevos que se prometían tecnológicamente agitados.

Pues bien, dos de los ingredientes de aquel cóctel, la televisión y el vídeo, han sido devorados por el tercero: el ordenador. Pero no precisamente por las capacidades intrínsecas de este último, sino por otro invento que ha potenciado hasta lo impensable sus posibilidades: Internet. Y es que sin ella, el ordenador sería hoy poco más que la evolución de la máquina recreativa del bar del barrio, o la calculadora avanzada con la que hacemos los deberes y nuestros trabajos, o el sustituto de la enciclopedia temática en sopotocientos tomos accesible a golpe de ratón. Ni siquiera la aparición de Internet como red mundial es el elemento revolucionario, sino el uso social que se hace de ella, el cual permite vislumbrar ya el panorama que se nos viene encima: igual que las discográficas y las distribuidoras cinematográficas deben digitalizar su negocio (y lo hacen a regañadientes y arrastradas por el vendaval que ha provocado el asalto a la tecnología que monopolizaban), las cadenas de televisión tendrán que mudarse a la red y ofrecer algo más que una parrilla "equilibrada" en contenidos y formatos; tendrán que dejar oír la voz del espectador, como ya tienen que hacer los diarios digitales (que han renunciado a los contenidos de pago ante el estrepitoso fracaso de calcar en la web sus ediciones impresas) y permitirle que tome el mando real de la programación. Luego vendrán los editores y el libro electrónico (apuesto a que Jobs ya tiene algo en mente), justo después de que culmine la reconversión del mercado de la fotografía y el revelado digitales. Y también están en lista de espera los libros de texto cuyo oligopolio, ejercido ahora con mano dictatorial por la editoriales, será barrido por los contenidos digitales descargables a petición por los profesores y actualizados por la comisión interministerial al uso. El usuario/consumidor ha encontrado una grieta por la que colarse y hacer tambalear un modelo basado en el servicio al cliente que curiosamente lo único que deja ver es un espectacular auge en la promoción de las ventas (Galbraith dixit). Este viento que barre con lo que parecía firmemente establecido es un nuevo cóctel a dos bandas: ordenador e Internet. Como en todo cóctel clásico, los ingredientes son complementarios y de ellos surge una explosión de sabores llena de matices que cada cual debe explorar. Vete a saber lo que vendrá después de esta dictadura del usuario que se avecina.

Sin embargo, hay cosas que permanecen inmóviles, indiferentes al paso del tiempo y a los cambios externos, cuando no ignorándolos directamente. Todavía en 2001 un sesudo analista cinematográfico escribe: "la película es menos una resta de sus imágenes reales que la suma de las imágenes ausentes" (Marcel Hanoun, Cinéma cinéaste. Notes sur l'image écrite); y en 2006 una no menos sesuda profesora universitaria de la Sorbona transcribe esta afirmación como una revelación crucial para entender el cine. Es como si el pasado brotara de pronto, lo mismo que el petróleo de las entrañas de la tierra, y nos salpicara con una verborrea y una trascendencia de la constante paradoja que creíamos extinguida junto con los discos de vinilo. Pues no, igual que en los ochenta era el propio filme el que no permitía acceder a su significado, ahora las películas son lo que no aparece en ellas. Por eso cuando salimos del cine comentando tal o cual estreno con nuestros acompañantes hablamos de lo que no hemos visto, y de cómo lo que hemos visto nos remitía sin duda a aquello que no aparecía. Es casi seguro que la inmensa mayoría de espectadores no deja de percibir estas sutilezas, que quedan tan bien por escrito y elevan a su autor hasta las mismísimas puertas del ensayo poético. Por eso la crítica y el ensayo cinematográficos son un género vital para la comprensión del mundo, y las obras que produce auténticos superventas debido a la importancia de las cosas que en ellas se desmenuzan.

Las películas se hacen más complejas, la televisión ensaya nuevos formatos con éxito de público, los cineastas surgen a la par que las cámaras digitales, la narración se comprime hasta lo impensable, la gente expresa sus opiniones en blogs y libros editados por cuenta propia. Pero los escritores cinematográficos que forman parte del complejo editorial-universitario siguen empeñados en retorcer las películas hasta que expresen lo que a ellos les pasa por la cabeza, aunque para ello tengan que expulsar del texto a los curiosos y a los no iniciados. Después de esto uno duda de que soplen vientos de cambio en el mundillo del ensayo cinematográfico. Es necesario cavar más hondo, hasta que aparezcan los cimientos y podamos dinamitarlos con garantías.

martes, 14 de noviembre de 2006

El laberinto del fraude (El laberinto del fauno)

No es que esté de moda la mezcla de géneros, es que ésta forma parte del constante esfuerzo de actualización llevado a cabo por el cine más reciente y experimental: se retuercen tanto en su fusión que uno puede pensar que están a punto de brotar nuevas categorías mejoradas y hasta inéditas. Pero no, resulta que cada aportación desde un género dado permanece inalterada, incapaz de dejar vislumbrar algo medianamente nuevo. Ahí tenemos esas historias entre góticas y gore de guerras de vampiros, o esas sagas siderales con toque de comedia popular, o esos cómics juveniles que rozan temas trascendentes. El laberinto del fauno (2006) es una víctima más de esta labor: bajo la excusa de recrear un universo de ensoñaciones infantiles nos proporciona un recital de casquería banal en versión usuario semiavanzado, y de paso una incursión en los primeros tiempos del franquismo sin que realmente uno salga con la sensación de que de ahí se podía sacar algo original.

Para empezar, diré que el asesinato a sangre fría, al final de la película, de la niña protagonista me parece gratuito y excesivo por la violencia directa y sin tapujos que entraña, un intento patético de sacudir a una audiencia que --desde luego ese es mi caso-- asiste con frialdad al desarrollo de la historia. No me importa revelar aspectos cruciales del argumento porque sé que los auténticos fans de Guillermo del Toro han pasado ya por taquilla, así que mi advertencia quizá sirva a los indecisos de última hora: es perfectamente posible ahorrársela.

Admiro la meteórica carrera del director mexicano, que con un par de títulos interesantes ha sido capaz de colocarse como un valor estable en la difícil industria del Hollywood más comercial --se encargó de Blade 2 (2002), que dicen los expertos es la mejor de todas--, pero a la vez me desconcierta la carga de matices que sin duda quiere introducir en una trama que alterna realidad histórica con fantasía infantil. Si al final ambas líneas coincidieran, o se complementaran más explícitamente, o revelaran ciertas paradojas al uso, pues entendería ciertas elecciones y giros del guión; pero no es así. Cada personaje va por su lado, ceñido al arquetipo que representa (la madre débil, el militar fascista y sádico, la niña sensible, el ama amable, el rebelde íntegro); y luego los fragmentos ambientados en el mundo del fauno por el suyo. Para eso bastaba con situar el argumento en la típica urbanización de adosados y que la niña descubriera la puerta mágica en el descampado de una nueva fase aún por construir, y que resultara que antes había un cementerio (ah no, que eso ya lo vimos en otra película); y así nos ahorramos esa incursión en la guerra civil que (voy a ser pedante) contiene importantes fallos de ambientación.

Si El laberinto del fauno pretende mostrar las capacidades de su director para un cine personal, yo me quedo con el ritmo de Cronos (1993), Mimic (1997) y hasta con Blade 2.

jueves, 9 de noviembre de 2006

Triste, triste, triste (Optimistas)

Cierre de lo que a toro pasado su autor considera una trilogía --compuesta por El polvorín (1998) y Sueño de una noche de invierno (2005)-- Optimistas (2006) rezuma tristeza por todos lados; y su título es una más de todas las ironías que desgranan las cinco historias que componen el filme. Paskaljevic está convencido que Serbia --su país-- vive inmersa en una era de falso optimismo, algo así como un adormecimiento ético y cívico respecto a su pasado reciente. Pero como él mismo comprobó tras su estreno en el Festival de Toronto, ese falso optimismo es muy probablemente uno de los signos de los tiempos de la sociedad occidental. Adormecida definitivamente nuestra iniciativa crítica y política, atrincherados en el mantenimiento del poder adquisitivo, nuestra identidad y principal actividad es el consumo, que confortablemente nos insensibiliza del entorno. Quizá Paskaljevic crea que lo que pasa en Serbia sea consecuencia de la nefasta última década llena de guerra, genocidio, fascismo y una transición a la democracia que acaba con el asesinato de su primer ministro. En el caso de Occidente, donde el paralelismo es imposible, ¿dónde está la causa? ¿en la burbuja que ha construido alrededor de todos los problemas que amenazan su statu quo? Yo empezaría, en el caso de Europa, revisando los conflictos armados más o menos cercanos geográficamente que han estallado en los últimos años, constatando la doble moral diplomática y la mirada hacia otro lado practicada por los países con alto nivel de vida y tradición de estabilidad política. Creo que por aquí podríamos empezar a enhebrar la aguja.

Este deprimente panorama, sin embargo, se reviste de un falso optimismo, que es lo que denuncia la película: todos lo exhibimos de puertas afuera porque tememos ser acusados de derrotistas, tabú imperdonable donde los haya. Paskaljevic dice haberse inspirado en Cándido, la novela de Voltaire que escandalizó a Europa en el siglo XVIII, puesto que decía exactamente lo mismo que él ahora. Lo que yo no tengo tan claro es que lo que al final se desprenda de cada uno de los episodios sea "falso optimismo", en todo caso veo seres miserables, egoístas y patéticos (salvo en el primero y en el último, donde los protagonistas son pobres ingenuos que caen en la trampa de su propia ignorancia) que no tratan de disimular o tergiversar sus miserias, sino que las aceptan resignados y se preparan para sobrevivir con ellas.

La película arrecia el tono crítico a medida que transcurren las historias, hasta llegar a ese final tristísimo en el que las víctimas de un timo se empeñan en encontrar el manantial que les aliviará de todos sus males. La escena es larga y contiene momentos en los que parece que todo va a acabar en parodia, y que la risa hará olvidar el patetismo; pero no, Paskaljevic sortea la amenaza con maestría porque está empeñado en demostrar que todo va muy mal, y sólo por fastidiar algunos insisten en afirmar lo contrario. Sin duda, el humor negro que se abre paso a partir de la tercera historia hace más llevadera la película, puesto que las situaciones y las lecturas que se desprenden son más y más deprimentes. Aun así, prefiero la lucidez desencantada de Optimistas que un sermón-denuncia de estilo apocalíptico. Eso sí, hay que ir a verla preparado.

miércoles, 1 de noviembre de 2006

Distorsionador centro de gravedad Johansson (Scoop)

La teoría de la relatividad afirma que la masa distorsiona el espacio y el tiempo, aunque es incapaz de explicar por qué. Pues de la misma manera, Woody Allen ha quedado atrapado en una masa estelar que distorsiona los guiones y los fotogramas; aunque en este caso quizá sí sabríamos decir por qué. Y es que, si tuviera la oportunidad, ¿quién no haría lo que fuera, incluso improvisar un guión, para coprotagonizar una película con Scarlett Johansson? Suena fatal, pero si encima el guión es digno y está a la altura de las expectativas de una buena parte del público, ¿qué más se puede pedir? ¿Se nota que adoro a Scarlett Johansson?

Es cierto, hay elementos del argumento de Scoop (2006) que ya hemos visto en anteriores películas de Allen, algunas de ellas muy recientes, otros van camino de convertirse en una constante de sus temas; pero lo importante es poder disfrutar de sus archirrepetidos chistes sobre la cultura, el judaísmo y todas esas cosas que odiamos porque en realidad no las disfrutamos. Scoop mantiene un nivel de entretenimiento muy digno; a pesar de ser claramente una película de transición. ¿Transición hacia qué? Ahora viene cuando expongo mi teoría, que creo ya apunté cuando escribí sobre Match point (2005): Allen ha quedado fascinado por Scarlett Johansson. Cuando dice que le recuerda al sano optimismo y la energía que irradiaba Diane Keaton, cuando alaba su sencillez y su aura en el plató, cuando destaca su capacidad tanto para el drama --Match point-- como para la comedia --ésta de ahora--, yo creo que se trata de circunloquios para expresar lo que todos sabemos: Johansson exuda sensualidad, es joven, inteligente, bella, tiene ganas de aprender... ¿quién no aparcaría otros proyectos para rescatar un guión a medio escribir y pasar un veranito en Londres con Johansson al lado? Por lo visto Barcelona tendrá que esperar otro año, porque la siguiente película también la rodará allí...

Ahora imaginemos Scoop sin Johansson: es una buena historia, pero no brillaría tanto si no fuera porque ella la protagoniza; y lo mejor de todo es que Allen sabe perfectamente cuál es su lugar en ella y se limita al papel que ya hizo en Todo lo demás (2003), cediendo el terreno a los jóvenes actores que tiran del argumento a base de romance, sabiendo salir además con toda dignidad. Hay que reconocer que Scoop es una obra maestra en el género de las películas de transición protagonizadas y distorsionadas por fetiches cinematográficos.