martes, 30 de enero de 2007

Los Goya

Cada año y cada ceremonia, sean los premios que sean, no podemos evitar ciertos tics y dar rienda suelta a nuestra innata tendencia a cuantificar: las películas más nominadas, la novedad, los que repiten, las curiosidades... Y luego esa incertidumbre acerca del desarrollo de la gala. Porque no olvidemos que una ceremonia de entrega de premios de cine no es nada sin la retransmisión televisiva, igualito que el fútbol de la Champions. Así pues, todo se conjura para hacer de ese acto algo ágil, divertido, nuevo y/o reivindicativo. Los Goya no escapan a ninguna de estas consideraciones, no en vano se han labrado a pulso su tradición al más puro estilo de los Oscars. También la elección del presentador y del realizador son motivo de comentario en tertulias, columnas y blogs. Luego, a toro pasado, nuevamente las cuantificaciones: la ganadora de la noche (la película que más premios acumula), la perdedora (la que menos recibe a pesar de las nominaciones), los momentos mágicos, las equivocaciones, las sorpresas, aquel que mejor aprovecha sus dos minutos de gloria televisiva, ese instante en el que todo el dispositivo humano y técnico enmudece expectante ante las famosas palabras que pronunciará el ganador.

No, no hay sorpresas; cada año es el mismo eterno retorno, en este caso el mismo "Volver", que cada semana acumula galardones en su carrera hacia la meta universal de los Oscar (aunque esta vez sólo como actriz comparsa, reconozcámoslo). Corbacho ha sido la sorpresa favorable de este año; Alatriste se ha quedado en el mismo lugar donde la pusieron las frías críticas; Salvador demuestra que el origen y el tema sí pueden resultar un lastre en determinados contextos; Azuloscurocasinegro es la promesa y la constatación de que existe la posibilidad de un relevo generacional, y finalmente el premio a la dirección novel, el más importante y el que otorga una especial identidad a los Goya (junto con la película de habla hispana).



Ya tenemos ganadores, y para los estrenos de este año los publicistas y los expertos podrán situar al espectador diciendo que es una película del ganador de un Goya 2006 a la mejor... lo que sea. Pero no hay que olvidar lo más importante: los premios cinematográficos, igual que los literarios, los teatrales, los de la música y hasta los televisivos son la única manera que tenemos de objetivar el prestigio y el valor de un artista. Igual que los futbolistas valen lo que su último partido, los artistas son lo que su último premio dice que son. Critiquemos la ceremonia, los gestos, las palabras, los resultados, pero nunca su conservadurismo o su excesiva tendencia a dejarse influenciar por los resultados económicos y los presupuestos abultados, porque la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas es un gremio como cualquier otro, con sus miserias y miedos. La grandeza de los premios debe saber encontrarla cada cual. Yo personalmente la busco en los anuarios, en las nominaciones no conseguidas año tras año, en las victorias contra todo pronóstico, pero sobre todo en el saber estar ante lo más parecido a la inmortalidad que podemos encontrar en este mundo: el discursito de agradecimiento. Es mi opción.

jueves, 25 de enero de 2007

Vibrantes fuegos artificiales (El truco final, el prestigio)

Sí, lo admito: la presencia de Scarlett Johansson y el precedente de Memento (2000) eran las razones que tenía para ir a ver lo nuevo de los hermanos Nolan (que puede que acaben alcanzando fama como pareja fraterno-artística, igualito que los Coen): El truco final, el prestigio (2006). Admito también que no había seguido su filmografía desde Memento, y que estaba viviendo de gratificantes pero superadas experiencias cinéfilas. Admito que no está bien esperar que se pueda dar siempre en el clavo y ofrecer una película igual de rompedora y de novedosa en lo narrativo; no es justo.

El truco final, el prestigio (título raro donde los haya) es la historia de la rivalidad de dos magos en el Londres de finales del XIX, enfrentados hasta un nivel que asusta. Hay que decir que como argumento no es que me atrajera de antemano, pero a pesar de todo acaba enganchando. ¿La razón? La habilidad de Nolan para desordenar la trama a base de saltos en el tiempo, estableciendo pequeños enigmas o de determinadas sorpresas parciales. Sólo en el último tercio de película recurre a pasar de nuevo la misma escena pero habiendo cambiado radicalmente su significado. En esos momentos parece que el argumento finalmente va a entrar por los derroteros de la paradoja narrativa, pero no, lo que hay es una aceleración del ritmo muy bien llevada, de manera que aunque el final está excesivamente retorcido en sus detalles no resulta decepcionante porque realmente estamos pendientes de conocer la verdadera naturaleza de ese truco final.

Nada ni nadie es lo que parece en esta película, que me recuerda mucho a Primer (2004), por el aprovechamiento dramático de las implicaciones desconocidas de la ciencia más puntera en la época en que transcurre la acción: en la película de Nolan la electricidad, en la de Carruth la física cuántica. La cosa es que se puede pasar un muy buen rato con esta película, a pesar de que Johansson no sale demasiado...

domingo, 14 de enero de 2007

¡Es la narración, tonto! (Babel)

Considero necesario remontarme hasta 1915 antes de hablar de Babel (2006): ese año el pionero estadounidense David W. Griffith estrenó El nacimiento de una nación, un largometraje en el que cristalizaban todos sus hallazgos técnicos y narrativos aplicados al drama, descubiertos y madurados a lo largo de numerosos cortos y mediometrajes. El éxito fue inmediato, el público demostró estar preparado para asumir un cambio tan importante en la duración de los filmes y en su complejidad argumental. Después Griffith se sintió capaz de ir más allá, y tardó todo un año (cuando su ritmo de trabajo habitual eran seis o siete películas al año) en preparar su siguiente largometraje: Intolerancia (1916). Ese año transcurrido entre El nacimiento de una nación e Intolerancia equivale, sin embargo, en términos de evolución de la narración cinematográfica, a los 59 años que pasan entre Ciudadano Kane (1941), de la que Eric von Stroheim (cineasta de la época muda) dijo no entender nada después de haber visto diez minutos; hasta Memento (2000) de Christopher Nolan, donde el lenguaje cinematográfico topa con uno de sus límites a la significación. Si no todo el mundo pareció deslumbrado como yo por Memento no debe sorprender que la mayoría de espectadores rechazara Intolerancia en 1916. La vuelta de tuerca llegó demasiado pronto: Griffith mezcló cuatro anécdotas pretendidamente aleccionadoras sobre la injusticia a través de la historia (la antigua Babilonia, la muerte de Jesús, dos clanes rivales y París en 1572), acelerando los cambios de una a otra hasta rozar el paroxismo, muy cerca de donde Eisentein recogió el testigo para llevárselo por nuevos derroteros.

El caso es que las películas con historias narrándose simultáneamente no son nuevas; ya sea porque tienen elementos en común de los que surgen respuestas diferentes --Noche en la tierra (1991)-- o porque se mezclan entre sí de forma sutil para acabar revelando conmovedoras paradojas: Vidas cruzadas (1993), Crash (2004). Babel claramente se alinea en esta segunda categoría y durante la primera media hora parece que quiere erigirse en una nueva Intolerancia de corte progresista, reivindicativo y globalizador, ya que los cambios de plano de una historia a otra guardan raccord de movimiento, o establecen creativos contrapuntos de significado. El tema de Babel es la incomunicación, un problema que no es cuestión únicamente de lenguas, sino de lenguajes; pero luego cada una de las anécdotas que lo ilustran (un incidente en Marruecos, una boda en México y una búsqueda desesperada en Japón) cobra interés por sí misma y en la mesa de montaje parece que hace mella el cansancio, y los cambios de una a otra simplemente parecen marcados por el reloj; ya no hay ese deseo creativo del inicio, y eso a mi modo de ver hace perder intensidad a la película.

Babel demuestra que el tándem Iñárritu-Arriaga sigue firme y mantiene el tipo, culminando su trilogía personal sobre existencias inesperadamente cruzadas y vaivenes del tiempo y el espacio en un mundo miniturizado gracias a la globalización. Aunque realmente las historias de Babel no son tan universales como en ciertos momentos uno pudiera creer, sino un poco cogidas por los pelos, meras excusas para determinados excesos interpretativos (Pitt y Blanchett). La ambientada en Japón, a su vez, se recrea en el mismo mundo alienante de Lost in translation (2004), en plan desistimiento ante una tecnología que convierte el mundo en incomprensible y para contrarrestarlo hubiera que aferrarse a lo analógico conocido. Luego todas las historias coinciden en el tiempo, aunque nosotros sólo podemos completar el puzzle al final, como es de recibo; pero lo que parecía un ejercicio de exhuberante manipulación narrativa cede paso sin querer y de puntillas a una sucesión de sutiles paradojas menores que nos llevan a pensar que el mundo puede ser grande físicamente a pesar de Internet y que el catálogo de sentimientos que lo habita es sorprendentemente reducido.