martes, 23 de diciembre de 2008

El Dr. Hope y Mr. Bergman (Conversaciones con Woody Allen)

He tardado mucho en leer las Conversaciones con Woody Allen de Eric Lax, pero ha valido la pena conocer a fondo al que considero uno de los cineastas vivos más importantes que nos quedan. Eso no quiere decir que los cineastas realmente importantes se estén extinguiendo, sino que todavía aún no se han revelado otros más jóvenes que merezcan semejante etiqueta.

El libro es el resultado de una serie de entrevistas que el autor mantuvo con el director en 1973, 1988, 1989, 2005 y 2006, y en las que repasa multitud de aspectos sobre su forma de trabajar, valoraciones sobre el cine, sus propias películas, sus ídolos, sus comienzos... Después, Lax --para que se note su trabajo-- ha reorganizado temáticamente las entrevistas, adaptándolas al proceso de creación de un filme (la idea, el guión, el rodaje, la música...) para terminar con una valoración general de su oficio como cineasta y su filmografía, y también de sus inicios teatrales. Francamente, esperaba un testamento artístico al estilo de El cine según Hitchcock de Truffaut, pero Allen no tiene tanto sentido de la inmortalidad ni es tan sistemático como «el gordo».

Una vez superada esa decepción menor, uno empieza a disfrutar con los entresijos de una carrera que, ciertamente, permanece oculta para los seguidores de Allen debido a su personalidad introvertida: en las entrevistas accedemos de la mano de Lax a las diferentes fases de producción de los filmes en los que Allen se encontraba inmerso en aquellos momentos, especialmente Otra mujer (1988), las secuelas del exitazo mundial que supuso Match point (2006) y El dormilón (1973), incluyendo numerosas anécdotas, datos desconocidos y opiniones varias sobre el oficio de cineasta. Y de paso nos enteramos de que sus tres películas preferidas son La rosa púrpura de El Cairo (1985), Maridos y mujeres (1992) y Match point, a la que considera una obra casi perfecta, quizá porque es su película dramática con mayor repercusión entre el público (incluso aquellos que no son sus rendidos seguidores); o que el descuidado montaje de Maridos y mujeres --que tanta admiración despertó-- fue una decisión improvisada fruto, al parecer, de un estado de ánimo muy especial de Allen.

Lo que sí sorprende es que aquello que críticos, expertos y fans de Allen consideramos su «genio» artístico en realidad --según se encarga de repetir él mismo una y otra vez-- consiste en su capacidad innata para inventar argumentos, unida a una forma de trabajar muy poco sistemática (increíblemente adaptable a toda circunstancia y presupuesto) y unas importantes dosis de pereza. En realidad Allen trabaja como lo que siempre quiso ser, un escritor que necesita tener las escenas rodadas para darse cuenta --durante el montaje-- del material que tiene entre manos: el tono, el estilo, el ritmo, las lagunas y las reiteraciones, detalles que por lo visto sólo se le aparecen claramente cuando ve las escenas una detrás de otra. De modo que algunos (no todos) de los hallazgos de sus filmes son consecuencia de la casualidad, la inspiración, sabios consejos de su equipo de colaboradores o imponderables externos. Mencionaré los que más me han llamado la atención: Ralph Rosenblum le hizo ver que poner música de fondo y estructurar los gags dentro de una supuesta entrevista mejoraba mucho su primer filme, razón por la que se convirtió en el montador de sus películas hasta 1978; la escena final de Delitos y faltas (1989) estaba previsto que fuera interpretada por los dos hermanos protagonistas (Martin Landau y Sam Waterston), pero como el segundo estaba en un rodaje en Rusia tuvo que interpretarla Allen (cuando su papel en el filme era de mero contrapunto cómico); Vanessa Redgrave aparecía en una versión inicial de Celebrity (1998) pero el montaje final hizo desaparecer su personaje, y lo mismo sucedió con Sean Young en Maridos y mujeres. Suele afirmarse que sólo se rueda un 10% de los filmes que se escriben, pero se olvida mencionar que el argumento definitivo de los que se estrenan deja fuera el 90% de lo previsto inicialmente. El cine realmente existente es tan sólo la punta de un enorme iceberg oculto bajo las aguas.

Lo peor del libro sin duda es la reiteración con que aparecen determinadas afirmaciones y conceptos, los cuales el autor ha preferido mantener; y lo mejor la lucidez y la capacidad de síntesis de Allen para explicar o valorar detalles de sus películas o sus impresiones acerca de otros artistas. Precisamente a los que más admira son dos personalidades opuestas: Bob Hope e Ingmar Bergman y, como él mismo admite, de esa mezcla tan dispar ha surgido inevitablemente una personalidad artística (la suya) única, nueva e irrepetible. Y como es lógico, le encanta el cine clásico, especialmente el musical: Cita en San Louis (1944) o My fair lady (1964); y prefiere, por encima del hermetismo de Bergman, un cine directo y sencillo que hable de personas cotidianas enfrentadas a problemas domésticos.

Respecto a su evolución como cineasta, quizá fuera el fracaso estrepitoso de Interiores (1978) --curiosamente después de ganar el Oscar en las categorías más importantes con Annie Hall (1977)-- lo que le hizo comprender que semejante tratamiento del drama (que tanto admiraba en Bergman) no gustaba al público, con el agravante de que sus anteriores filmes fueran comedias desternillantes. Fue un intento de giro hacia la seriedad que, ya fuera porque esperaran de él otra cosa o porque los temas y el tratamiento no fueran los adecuados, el caso es que se apartó del drama tal y como le hubiera gustado hacerlo. Aunque esa decisión no impidió que volviera a intentarlo en otras ocasiones por la vía de lo que él mismo denomina «dramas poéticos»: Hannah y sus hermanas (1986), Otra mujer (1988) o Alice (1990), y que culminó magistralmente en Match point. Desde entonces, los temas y los géneros han perdido toda relevancia para explicar la filmografía de Woody Allen, puesto que hace tiempo que únicamente le interesa dar con una idea que sirva para hacer una película, sea del tipo que sea.

jueves, 11 de diciembre de 2008

¡Lo sabía, lo sabía y lo sabía!

No pretendo ir de sobrado pero estaba seguro de que mi argumento para el nuevo filme de James Bond iba a estar entre los vencedores del concurso organizado por El País, porque mi propuesta era original, apocalíptica, emocionante y completamente «jamesbondesca». Por eso he sido uno de los 5 afortunados ganadores del juego de la película para PS3 y tres entradas para ver Quantum of solace (2008) «de-gratis-por-la-cara».

Y como lo prometido es deuda, ahí va mi argumento premiado:

«Bond lucharía otra vez contra Quantum, que está empeñada en realizar experimentos militares en el nuevo acelerador de partículas de Ginebra (LHC), y para eso se hace con el control de las instalaciones. Pero no en plan secuestro, sino de hacer unas modificaciones en su estructura para que sirva a sus fines. Un experimento programado sin que nadie sepa nada de semejantes cambios amenaza con hacer desaparecer el planeta entero en una explosión incontrolada de consecuencias desconocidas. La película sería una carrera contra el reloj mientras Bond (y la guapa física de partículas de turno que le ayuda a conseguir su objetivo), como debe ser, lo desactiva todo cuando el acelerador está a punto de provocar una catástrofe».

Me sobran dos entradas, ¿alguien se apunta?

viernes, 5 de diciembre de 2008

Acerca del sentimiento de lo sublime, lo pedante, lo bello, lo exagerado, lo exquisito, lo risible y lo inefable (2001: una odisea del espacio)

No es nada nuevo que en apenas 36 segundos se pueda componer un mensaje divertido, refrescante y que además sirva eficazmente para promocionar y dar a conocer algo; todo eso lleva décadas haciéndolo la publicidad. Lo realmente sorprendente es que en ese mismo tiempo --y cumpliendo todos los requisitos mencionados-- se pueda condensar no sólo una definición exacta de lo que ha significado un filme muy especial para la historia del cine, sino además sintetizar con precisión todo el espectro de sensaciones que han experimentado expertos y aficionados al enfrentarse --por primera o décima vez-- a 2001: una odisea del espacio (1968). ¿Se nota mucho que estoy fascinado por la cuña publicitaria (creo que es de Leo-Burnett) que anunciaba la celebración del 40 aniversario de su estreno dentro de los actos del Festival de Sitges 2008? Un prodigio de síntesis, profundidad y humor que consigue todos sus objetivos. Brillante, brillantísima.



Cuando recuperes la vista tras semejante fogonazo de ingenio intentaré explicar por qué --curiosamente-- al poner por las nubes este filme uno se sitúa inmediatamente en el bando de los espesos, los raros o, más específicamente, los pedantes. Aun así, estoy persuadido de que es posible encontrar un punto de vista intermedio que haga compatible una lectura superficial de 2001: una odisea del espacio que no impida a otros disfrutar admirando y desmenuzando sus aciertos fotográficos, de montaje, de narración, incluso sus posibles implicaciones filosóficas.

[Sáltate este párrafo si no has visto la película y aún piensas hacerlo]

La película está inspirada en un relato breve de Arthur C. Clarke --El centinela (1951)--, y luego el mismo autor escribió el libro de la película (que fue el que yo leí mucho antes de verla). El filme --explicado y resumido de forma clara y directa-- narra cómo el desembarco de un objeto extraterrestre en plena prehistoria humana (simbolizado por un monolito negro) es el inesperado desencadenante de la evolución del mono al hombre, descrito a través de un prólogo sin diálogos en el que vemos cómo los simios adquieren el pensamiento abstracto, se hacen carnívoros y extienden la violencia cazadora al sometimiento de sus semejantes en la lucha por la supervivencia. 10.000 años después, de forma casual, en una excavación rutinaria en la superficie lunar aparece una réplica (¿quizá el mismo?) del monolito que apareció en pleno desierto africano. El monolito, cuando es alcanzado por la luz solar (en plena visita de unos estupefactos científicos), emite una misteriosa señal en dirección a Júpiter. Dieciocho meses después, una misión interestelar (compuesta por los astronautas Bowman y Poole y otros científicos en hibernación) que se dirige hacia el lugar de destino de la señal emitida por el monolito, sufre un inesperado percance causado --al parecer-- por la hipersofisticada computadora HAL 9000, que por lo visto decide hacerse cargo de la misión desconectando a los miembros de la tripulación hibernados y prediciendo el fallo de un dispositivo cuya reparación le servirá de excusa para asesinar a Poole. Bowman, en un arranque de puro instinto, se lanza a recuperar el cadáver de su compañero para luego comprobar que HAL no le permite entrar en la nave. Con riesgo de su vida consigue entrar y desactivar las funciones superiores de la supercomputadora. Cuando eso sucede, se libera una grabación ultrasecreta que revela a Bowman la verdadera naturaleza de su misión: descubrir el misterioso destino de la señal del monolito. Tras una deliberadamente ambigüa y lisérgica transición hacia lo desconocido, Bowman aparece en una aséptica habitación en la que sufre (y se ve a sí mismo sufrir) un acelerado proceso de envejecimiento, para acabar convertido --aparentemente-- en el embrión de una nueva especie, el primer miembro de una nueva raza humana; aunque quizá es posible que se haya convertido en uno de los extraterrestres que arrancaron a nuestros antepasados de su miserable existencia en la sabana africana. En cualquier caso, un nuevo amanecer.

[Continúa leyendo si todavía sientes curiosidad por saber adónde conduce todo esto]

El esquema argumental que propone el tándem Clarke/Kubrick roza la perfección, desarrollando con maestría la idea brillantísima que lo pone en marcha. De hecho, de los cuatro bloques en que se divide el filme, los dos primeros y el cuarto bastarían para sostener la historia en todos sus aspectos lógicos y causales; pero se cruza entonces el tercero, que plantea algo que no tiene nada que ver con la idea inicial y que por sí solo daría para un género, pero que añade un matiz de imprevisión y potencia aún más las implicaciones científicas del guión. Es más, la primera parte, en una historia de la ciencia, equivale a un auténtico Libro del Génesis, cuya clave no se ofrece de forma explícita hasta el final de la tercera parte. Hasta ese momento, a pesar de las sutiles pistas visuales que nos ofrece Kubrick, sólo podemos intuir las consecuencias que tendría un descubrimiento como el de la Luna. Sólo Blade runner (1982) puede comparársele en vigencia.

Hay cosas que indudablemente han envejecido en 2001: una odisea del espacio: el prólogo con actores escasamente creíbles como simios (aunque sólo sea porque luego vimos Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (1984) de Hugh Hudson y allí no se distinguían los monos de los actores); o el soso encuentro entre soviéticos y estadounidenses en la base lunar, o el retrato de la tecnificada vida cotidiana demasiado lastrado por el contexto pop en el que se hizo la película. Aun así, hay momentos cuya vigencia perdura sin una grieta: en general, el tercer bloque de la película --la aventura más allá de Júpiter-- es el más logrado. La escena que mejor aguanta el tirón, y la más visionaria sin lugar a dudas, es la angustiosa desconexión de HAL, rodada cámara en mano con una parsimonia exasperante, desde unos ángulos increíbles, con la respiración entrecortada de Bowman, las súplicas cada vez más infantiloides de HAL y, especialmente, la operación de extracción de cada uno de los bancos de datos. Bowman desatornilla con precisión unos cristales transparentes que representan tarjetas o chips de memoria ultra-avanzada, los cuales asoman en la pared con total lentitud dentro de la cámara acorazada del ordenador (más bien un sarcófago). Mientras Bowman parece conocer perfectamente qué módulos debe desactivar, saltando de un lado a otro, HAL va perdiendo impostación hasta convertirse en un molesto sonido grave y ramplón. Para mí, de largo, la mejor escena de la película.

Luego están los aciertos puramente cinematográficos, impecablemente resueltos por Kubrick: el viaje a la luna del Dr. Floyd en un transbordador comercial, cuando Bowman hace footing por la nave; o los meramente ornamentales: la llegada a la estación espacial al ritmo de El Danubio azul, los fascinantes planos iniciales del desierto africano y, por supuesto, el famosísimo raccord del hueso-nave que abarca la mayor elipsis narrativa de la historia del cine. La selección de bandas sonoras, por otra parte, es otro de los grandísimos aciertos: excepto las piezas de los Strauss, reunía lo más nuevo de la música contemporánea del momento: las obras de Ligeti eran de 1961, 1965 y 1966, y la suite de Khachaturian de 1943. Datos que demuestran no sólo los amplios conocimientos de Kubrick en lo que a música contemporánea se refiere, sino su capacidad para asociar esas cadencias sonoras innovadoras en un contexto que --inicialmente-- nadie hubiera dicho que encajaran tan bien. El adagio que acompaña el viaje en lanzadera hasta el yacimiento del segundo monolito convierte la escena en espectacular por púmblea y machacona, pero (no sé por qué) resulta idóneo para llenar un momento anodino como ese.

Como dice Larry en el spot, el principal problema de la película es su ritmo narrativo desesperadamente lento, la insistente prolongación de escenas en las que ya está dicho todo, aunque el tiempo ha demostrado que ese era --a pesar de todo-- el estilo más adecuado para un argumento que bascula constantemente entre lo bello, lo trascendente, lo pedante y lo fascinante. Kubrick aceptó a regañadientes que un rótulo explicativo se insertara al comienzo de cada uno de los bloques de la película, porque, fiel a su espíritu perfeccionista, se negaba a dar pistas más allá de las imágenes; mientras que los productores le convencieron de que arrojaría algo de luz sobre una historia ciertamente enrocada en sí misma. El debate sobre la existencia o no de vida extraterrestre, el más candente quizá en el momento de su estreno, hizo que sobre su escena final y su significado se vertieran ríos de tinta: el tránsito por el espacio y el tiempo (presentado como una psicodelia pop inacabable) hasta desembarcar en la extraña habitación hizo que la gente alucinara o se partiese de risa (sin contar con quienes la rechazaron sin más por absurda). Con el paso del tiempo, sin embargo, la figura de HAL y los enigmas y retos que se plantean sobre la inteligencia artificial han acabado por monopolizar los análisis y las polémicas más recientes sobre la película. Ya no es tan importante saber si hay vida más allá de las estrellas como determinar si somos capaces de crear máquinas tan inteligentes que puedan quebrantar la primera de las tres Leyes de la Robótica enunciadas por Asimov en 1942.

En plena guerra fría era inevitable que Solaris (1972), basada en la novela de Stanislaw Lem, fuera recibida como la "respuesta soviética" a la película de Kubrick; como si eso en sí mismo significara algo. Lo único que comparten ambos títulos es su trasfondo nihilista, y eso porque la dirigió Andrei Tarkovsky. En cualquier caso, desde 2001: una odisea del espacio la ciencia-ficción con mensaje (y no de simples aventuras) se hizo un pequeño hueco en el género, aunque a veces sólo fuera para ironizar --a veces sin demasiada fortuna-- sobre la tecnología, el sexo o la inteligencia emocional: desde la coetánea El planeta de los simios (1968), pasando por La fuga de Logan (1976), Alien (1979), Saturno 3 (1980), Blade runner (1982), Androide (1982)... hasta la fallida Matrix (1999), cuya única aportación ha quedado en esos planos de 360º para potenciar la espectacularidad de la acción. Títulos que, en definitiva, demuestran que 2001: una odisea del espacio sigue siendo una rareza única en su género, un filme al que --nos guste o no-- será necesario regresar una y otra vez para comprender el cine que le sucedió.

Kant, en un extraño arrebato de lirismo racional, estableció aquello de que «dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí». En otras palabras: el cielo estrellado es lo más cercano a la belleza absoluta a la que podemos aspirar desde nuestra temporalidad infinitesimal de seres humanos; una conclusión a la que por lo visto llegó tras haber diseccionado metódicamente todos los ámbitos imaginables de la actividad humana. Está claro que 2001: una odisea del espacio no puede compararse ni de lejos con semejante espectáculo natural, pero como obra hecha por el hombre bien podríamos considerarla la capilla Sixtina del arte cinematográfico, que tampoco está nada mal. Igual de irrepetible, igual de inefable.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Bond recalibrado y cabreado (Quantum of solace)

No soy un seguidor demasiado entusiasta de las aventuras del agente 007 al servicio de Su Majestad, pero por fortuna entre Daniel Craig --el más convincente de los intérpretes y creo que el más adecuado para los tiempos que corren-- y Paul Haggis le están dando un repaso para bien a uno de los mitos cinematográficos por excelencia. Quantum of solace (2008) se perfila como la primera de una nueva etapa marcada por cambios radicales (que ya venían haciendo falta).

Desde que quedó atrás la etapa de Sean Connery, la serialización fue haciendo estragos en los guiones, que se rodaban sin apenas variaciones: créditos iniciales amerados de siluetas femeninas presentando la canción de la película, prólogo más o menos trepidante y sorprendente, visita al cuartel general para ponerse al día de las últimas novedades tecnológicas (después convenientemente utilizadas) y recibir instrucciones, interludio humorístico con Miss Moneypenny, desbaratamiento de los malvados planes de Spectra (ahora Quantum) y el Dr. No y, finalmente, "embarazosa" felicitación a Bond por parte del primer ministro o el jerifalte de turno mientras --qué casualidad-- se pasa por la piedra a la coprotagonista, que se ha resistido durante todo el filme. Un formato acartonado y aquejado de esclerosis múltiple que requería una serie de transplantes urgentes y radicales.



La esencia misma del personaje (un gentleman culto y refinado que sabe comportarse en ambientes selectos entre personas importantes y que además es capaz de manejarse con toda soltura entre asesinos, espías y delincuentes comunes; eso sin olvidar su irresistible encanto entre las mujeres sin hacer prácticamente nada) estaba francamente anticuada, y a acelerar esta sensación de desfase ha contribuido sin duda el enfoque --aparentemente más realista y verosímil-- hecho de violencia física y perfil humano que propuso en su momento la saga Bourne (2002, 2004, 2007). Finalmente, si a todo esto le añadimos una serie poco afortunada de actores para interpretar el papel --el inexpresivo Moore y el histriónico Dalton; exceptuando a Connery, que le daba otro aire y además eran otros tiempos-- la cosa no mejora en absoluto. Incluso Brosnan parece un vestigio del pasado en comparación con Craig.

Hay que reconocer que los productores han acertado de pleno, aunque el primer acierto consistió en confiar los diálogos de Casino Royale (2006) a Paul Haggis, el cual se lo pasó tan bien que ahora repite en Quantum of solace, esta vez formando equipo con los mismos guionistas de la predecesora. Este nuevo Bond, aparte de estar cabreado, muy cabreado, aparece renovado en la mayoría de sus tics: para empezar sufre por la pérdida de la mujer amada (el filme retoma la acción en el punto donde la dejó Casino Royale) y no sucumbe a las que se le insinúan descaradamente (bueno, a alguna sí), y aunque el anunciado lado humano que venden los productores no asoma por ninguna parte (la acción no lo permite) al menos sus motivaciones sí que son más personales. Y para terminar de adobarlo, un poco de desafío a la autoridad, que eso nunca viene mal; de manera que esta vez M deberá confiar más en la persona que en el agente. Bond hace su trabajo sin concesiones, sin cebarse en el picoteo social, sin cócteles agitados en lugar de mezclados ni exhibición de conocimientos avanzados de sigilografía y sin flirteo irreal. En Quantum of solace hay acción a raudales hecha a base de brevísimos planos y efectos de sonido atronadores (increíble escena inicial, aunque sin superar el prólogo de Casino Royale), efectos digitales, peleas cuerpo a cuerpo y mucho mobiliario destrozado, como exigen los tiempos y el público... Incluso hay unos inéditos planos a cámara lenta y sin sonido ambiente, estilo Peckinpah y su violencia distante. En medio de todo esto se intercalan esas escenas necesarias para hacer avanzar el argumento (algunas un tanto enrevesadas debido a unos diálogos excesivamente veloces) sin permitir que decaiga el ritmo, lo contrario de lo que ocurría con Casino Royale, donde a una primera parte percutante le sucedía una segunda que perdía buena parte del interés inicial. Esta vez los momentos cruciales están mucho mejor repartidos --atentos al montaje creativo de la escena en la ópera--, y el epílogo ofrece una imagen de un James Bond, esta vez sí, más humano, no el acartonado icono ofrecido por sus predecesores (y con esto me refiero a los productores, los guionistas y los directores, no sólo a los intérpretes). En definitiva, visto lo visto yo voto porque haya Daniel Craig y Paul Haggis para rato.

La recomiendo a todos los que les gustó la trilogía de Bourne, sean o no fans del personaje de Ian Fleming; el entretenimiento está garantizado. La buena noticia es que Craig ya ha firmado para otros dos filmes, de uno de los cuales me he permitido sugerir un argumento, gracias al concurso que patrocina el diario El País. Si gano prometo revelarlo.

domingo, 16 de noviembre de 2008

«Time is on my side»: introducción crítica al cine generacional

El tema del cine generacional me sigue rondando la cabeza por culpa de lo que escribí a propósito de High School Musical 3. Fin de curso (2008). Y es que no me conformo con etiquetar algún que otro filme, mi mente funciona así y necesito ir más allá porque siento que tengo más cosas para decir.

1. El cine generacional --por definición-- se experimenta como un acontecimiento, un hito asociado al comienzo o el final de una etapa vital, y por tanto frente a él no cabe ironía ni distanciamiento. Transmite por su contenido, por su punto de vista, por su forma, una sensación de pertenencia a un grupo, generalmente de la misma edad, que refuerza la socialización del individuo.

2. Es frecuente que a lo largo de su vida una persona pertenezca a más de una generación (en el sentido cultural y social), aunque por imperativo biológico forma parte una única vez de la más importante de todas: la que va asociada a su juventud, etapa en la que además se experimenta por primera vez ese sentimiento de tiempo irrepetible (uno está convencido de que su generación es la que culmina y supera a todas las demás). Esta conjunción de factores hace que durante la juventud otorguemos al tema de la generación un significado que explique y determine nuestra existencia y luego, con el paso del tiempo, nos convencemos de que aquellas experiencias nos hicieron diferentes (y mejores) de quienes nos suceden. En mi caso, me guste o no, estoy indisolublemente ligado a la década de los ochenta del siglo XX, lo que me convierte inevitablemente en un "pureta ochentero", etiqueta que, por descontado, exhibo con orgullo.

3. Una vez expulsados de la juventud (en general cuando volvemos la mirada atrás en el balance intermedio de los cuarenta) comenzamos a explicarnos las cosas en función de un renovado espíritu generacional; atribuimos significados trascendentes a determinados hitos del pasado que en su momento no vivimos como tales, con plena consciencia de su importancia: fracasos, obsesiones, sueños, conciertos, libros de influencia crucial, programas y series de TV y, especialmente, películas, las cuales fuimos a ver acompañados de nuestro grupo de referencia. A toro pasado y con la ventaja que supone que nadie pueda rebatir nuestros recuerdos, reconstruimos la amalgama de relaciones que establecimos entonces (ex-novias, mujeres que en un momento u otro nos rechazaron, a las que no hicimos ni caso consciente o inconscientemente y las que nunca sospecharon lo que sentíamos por ellas) a partir de los nuevos rasgos que atribuimos por consenso a nuestra generación. Al fin y al cabo, por simple crecimiento vegetativo, todas las generaciones acaban por imponer su propia visión del pasado --en la literatura, el cine, la prensa, la política, el ocio-- y poco a poco se va fraguando una mitología que refuerza aún más el espíritu de pertenencia. Cuando esto sucede se puede decir que esa generación se convierte en un lugar común para el recuerdo y, para los que vienen detrás, un punto del que alejarse como sea. Los puretas ochenteros acabamos de estrenar sala en el museo de la historia.

4. Quizá para otras sea un elemento a la baja, pero en mi generación el cine ocupa un lugar destacado, y en nuestra lista de películas-fetiche (me lanzo sin complejos a establecer una lista) no pueden faltar los siguientes títulos:

Aventuras: En busca del arca perdida (1982), Tras el corazón verde (1984).
Catastrofismo y naturaleza: El coloso en llamas (1974), Aeropuerto 1975 (1974), Tiburón (1975).
Comedia clásica: Tootsie (1982), Victor o Victoria (1982).
Comedia decente y familiar: E.T. El extraterrestre (1982), Gremlins (1984).
Comedia irreverente: La vida de Brian (1979), Aterriza como puedas (1980), ¡Jo, qué noche! (1985), Casada con todos (1988).
Comedia garrula: Porky's (1981), Risky business (1983), La mujer de rojo (1984), Despedida de soltero (1984).
Dramas exagerados: Rocky (1976), Kramer contra Kramer (1979), La fuerza del cariño (1983), Atracción fatal (1987).
Ficción alienígena y preadolescente: Encuentros en la tercera fase (1977), La guerra de las galaxias (1977), Alien, el octavo pasajero (1979).
Ídolos locales y ultralocales: L'orgia (1978), Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).
Militancia incortrovertible: El padrino (1972), El expreso de medianoche (1978), Platoon (1986).
Morbo hormonal: El último tango en París (1972), El cartero siempre llama dos veces (1981), Nueve semanas y media (1985).
Musicales: Fiebre del sábado noche (1977), Grease (1978), Hair (1978), Fama (1980), Flashdance (1983).
Ñoñerías pastelosas: Oficial y caballero (1982), Top gun (1986), Dirty dancing (1987).
Terror irreprochable: El exorcista (1973), El resplandor (1980), Viernes 13 (1980), Pesadilla en Elm street (1984), Re-animator (1985).


Como hito final de juventud, inicio de madurez desencantada e inmersión en un universo digital que se intuía omnímodo destaco Blade runner (1982). A pesar de estrenarse al comienzo de la década proyectó una alargada sombra sobre el cine posterior y nuestra manera de verlo, convirtiéndose, tras sucesivas versiones cual aplicación informática, en el referente que mejor nos define: una generación de infancia completamente analógica que salió de la juventud exhibiendo la fe del converso en lo que se refiere a las bondades del universo tecnólógico. Hemos digitalizado nuestra música y nuestro cine, las gestiones y los recibos, la compra del super, el trabajo, las relaciones... y aun así seguimos enamorados de nuestra infancia analógica. Somos la última generación de nativos analógicos y la primera (por no decir la única) de inmigrantes digitales. Lástima que Hijos de Blade runner (1991) ya esté cogido como título, porque es perfecto como etiqueta filosófico-nostálgica para mi generación (mucho mejor que pureta ochentero).

Dos comentarios para terminar este arriesgado repaso: está claro que Spielberg y Lucas son los principales responsables de nuestro imaginario cinematográfico juvenil; y que 1982 fue un año privilegiado para el cine mundial.

5. El universo ético y sentimental que late detrás del cine de mi generación es el de unos pringados que se lanzaron a descubrir un mundo que al final nos convirtió en unos integrados/acomodados que reniegan o maquillan su pasado. Algo muy parecido a lo que sucedió con los hippys de los sesenta que en los ochenta gobernaron el mundo con neoconservadora mano de hierro, en las antípodas de sus reivindicaciones juveniles (paz, haz el amor y no la guerra, libertad, sexo, drogas, rock & roll...). Y aunque a más de uno/a le sorprenda, el cine negro y el personaje del detective privado al estilo Marlowe/Rockford constituían el referente del héroe solitario e independiente hacia el que tendían nuestras fantasías. Así que pringados, eclécticos, ingenuos, románticos sin saberlo o sin admitirlo, acomodaticios en lo social, convencionales en el trato, pasotas en lo político, sobrinos de la represión en lo sexual.

6. La generación que nos sucedió, sin embargo, parte de una situación radicalmente diferente: la realidad de un mundo competitivo en el que será necesario ir a por todas y el blindaje ante esa perspectiva constituyen su horizonte. Crecen con el convencimiento de que no lograrán superar en bienestar a la generación de sus padres. Y mientras nosotros vivimos angustiados por el paro, ellos lo hacen por la continuidad de su ocio, ya que el trabajo precario y discontinuo es la pauta insalvable. Su ética es la del francotirador, la de aprovechar el momento, la del pesimismo realista ante la imposibilidad de cambiar o reformar el mundo. No estoy en condiciones de ofrecer la lista de sus títulos de cabecera; aunque algunos ya lo están haciendo.

7. La generación HSM, por último, está viviendo su momento de esplendor. De momento somos nosotros quienes les hemos etiquetado, a pesar de que no saben siquiera qué es una generación. No podemos evitar ese sentimiento cuando escuchamos sus canciones; no son más que palabras pero nos parece que hablan de una juventud que se prepara desde muy pronto para tomar el timón, dispuesta al relevo porque el tiempo está de su parte. Es el mismo latido generacional que para nosotros tenía Don't you (forget about me) de Simple Minds. No encontrarás ni un solo pureta ochentero que reniegue de ella.

viernes, 7 de noviembre de 2008

El último año que vivimos con los sueños intactos (High School Musical 3. Fin de curso)

Debido a su incontestable éxito planetario, la última entrega de la trilogía High School Musical (2006, 2007, 2008) ha merecido ser estrenada en salas de cine, realizando el camino inverso de otras series de éxito decreciente, cuyas secuelas pasan directamente al videoclub o a los canales temáticos de la televisión de pago. En el caso de High School Musical 3. Fin de curso (2008), el estreno se hacía de forma sincronizada en un buen número de países occidentales, en parte para otorgar al evento un carácter globalizador (y provocando que más de uno lo confunda con algo realmente importante), y de paso sortear el inevitable tráfico en las redes P2P de los screeners durante las sianas que tarda en llegar la película desde su estreno mundial en EE UU.



Aviso: no es posible valorar el fenómeno High School Musical desde nuestra perspectiva de adultos ni basándose exclusivamente en criterios de calidad cinematográfica. Reto a cualquiera que lea esto a que señale un solo ejemplo de película generacional cuyo éxito tenga una base racional y/o no haya perdido casi todo su brillo con el paso de los años. Y cuando digo "película generacional" me refiero a aquellas cuyos estrenos se viven como auténticos fenómenos sociales; y tampoco vale colar como "generacionales" esos éxitos de taquilla de la juventud que luego asociamos a nuestro propio crecimiento personal (de manera que La guerra de las galaxias (1977) no es un filme generacional, sino un clásico cinematográfico). El caso que más se acerca es Grease (1978), aunque si hoy día se considera un clásico es debido a la indudable calidad de su banda sonora y al acierto de homenajear una época con treinta años de retraso, pero no por ser una buena película (en este sentido resulta infumable). El revuelo que levantó entre la juventud en el momento de su estreno --recuerdo a la mitad de chicos de mi clase con cazadora de cuero negro-- se debió, en primer lugar, a la incomprensible lectura en clave de musical que se hizo de un título precedente --Fiebre del sábado noche (1977)-- y que convirtió a Travolta en un ídolo adolescente, cuando en realidad se trataba de un filme de afilada crítica social que anecdóticamente usaba el baile discotequero con fines argumentales; y, por otro lado, la coincidencia --en España-- con un momento sociológico crucial (recién estrenada la democracia adoptábamos sin complejos cualquier moda, pues carecíamos de antecedentes para comparar o éstos eran tan cutres que nos avergonzábamos de ellos).

High School Musical 3. Fin de curso tiene sentido si se juzga desde el fenómeno fan adolescente, sabiendo que la generación que ahora la adora --incluida mi hija-- necesitará en apenas dos años estímulos cinematográficos más fuertes para encandilarles: cuestionamiento del poder, tríada sexo-juventud-belleza física, éxito y reconocimiento social, transgresión de las normas, incorrección política y, en ocasiones, nuevas formas de narración. Como todo filme Disney, High School Musical (2006) nació como telefilme para consumo en el propio canal de televisión, con un claro y nada desdeñable trasfondo pedagógico (como corresponde al género), reivindicando que los jóvenes tengan libertad de elección en sus aficiones, sin presiones paternas y sin dejarse encasillar por etiquetas (atletas, empollones, pijos, tirados...). Un tipo de cine, en definitiva, en las antípodas de Grease, el título que más se aproximaría --sin serlo realmente-- a la etiqueta de "película generacional" de mi generación de puretas ochenteros, puesto que carece por completo de intención pedagógica, al contrario: para los chicos sublima el comportamiento antisocial, la apoteosis del gamberrismo garrulo y la apología del gregarismo como forma de supervivencia; mientras que para ellas reserva el consabido recato sensiblero y el recurso excepcional a las armas de mujer con el único propósito de atrapar al chico. Estoy convencido de que ambos títulos encierran los puntos de vista que, como padres, nos enfrentarán con nuestros hijos llegado el momento.

La continuación de la saga --High School Musical 2 (2007)-- dejó de lado el paternalismo buenista para centrarse en el ideal adolescente por excelencia: el verano y su eterna promesa de amores y diversión. La película es una concesión directa y explícita a la audiencia juvenil que esperaba ver a sus ídolos relajados y dedicados a lo que se supone que deben hacer los adolescentes: tontear, flirtear, divertirse, actuar, cantar, bailar... Y de paso reconozcamos de una vez que son las dos últimas (y no otras) las razones fundamentales del éxito de la serie: canciones pegadizas y unos cada vez más trabajados números musicales. Tanta mercadotecnia, tanto análisis de audiencias y tanta zarandaja para acabar en el modelo de cine comercial más clásico del mundo: película + banda sonora.

Finalmente, High School Musical 3. Fin de curso es una sucesión de números cantados y bailados (algunos ciertamente espectaculares en cuanto a decorado y coreografía, al más puro estilo del musical clásico de Hollywood), sin apenas argumento ni escenas que desarrollen una trama. A este guión hecho de mínimos se le añade --con gran sentido comercial y guiño a los adultos acompañantes-- considerables dosis de conciencia generacional: el último año en el instituto, el salto a la universidad, la dispersión del grupo, el final de una época, la llegada de las responsabilidades ineludibles, el compromiso con el futuro... En fin, todas esas cosas que ni por asomo se nos plantean cuando nos toca vivirlas, pero que sin duda estaban ahí sin que supiéramos ponerles nombre, y que echamos de menos cuando llegamos a la crisis de los cuarenta. Es como si los guionistas hubieran pensado que, por una vez, valdría la pena que una generación fuera consciente de que es posible que sus sueños acaben --tarde o temprano-- saltando en pedazos, y que para contrarrestar esa nefasta posibilidad deberíamos disfrutar al máximo de los años de instituto, una época ideal para coleccionar buenos momentos que sirvan de futuro contrapeso a todo tipo de sinsabores. En otras palabras: disfruta porque el tiempo de la diversión sin responsabilidades se acaba, aprovecha para hacer lo que en verdad te gusta porque luego nadie te garantiza que puedas hacerlo.

Como en todo filme generacional que ejerce como tal es imposible que sus fans experimenten distanciamiento, ironía o sentimiento generacional, se limitan a disfrutar viendo en la pantalla a sus ídolos en las situaciones que les gustaría protagonizar a ellos. Todas esas capas de significación las añadirán más adelante, cuando --padres cuarentones ellos también-- comprendan que todo aquel fenómeno les marcó como la generación en que sin duda se habrán convertido. Pero eso ya es problema suyo, no mío. A mí lo que de verdad me preocupa ahora es saber cuál es la verdadera película generacional de mi generación. Se admiten sugerencias...

domingo, 2 de noviembre de 2008

Milimétricos Coen (Quemar después de leer)

Sigue intacta la capacidad de estos hermanos para levantar argumentos planificados hasta en el más mínimo detalle, como lo demuestra la endiablada trama de Quemar después de leer (2008). Partiendo de los habituales personajes incompletos y zumbados marca de la casa y una serie de imprevisibles y divertidísimos equívocos, la cosa desemboca en un maldito embrollo en el que hay quien cree ver una conspiración internacional, otros la prueba definitiva de su estúpida vanidad y otras, simplemente, la oportunidad de costearse una operación de tetas a cuenta de los fondos reservados del Estado.



Aun así, para ser el clásico argumento en formato bola de nieve, no recurren a la acción trepidante, sino a complicar la historia a base de encajar todos los malentendidos de forma progresiva, enredándola de tal manera que los protagonistas puedan revelar sus auténticas carencias, paranoias y estupideces. Es el mismo esquema que emplearon --aunque entonces apenas era un embrión que precisaba numerosos ajustes-- en Sangre fácil (1984), mejoraron sensiblemente en Fargo (1996) y rozó la perfección en El gran Lebowski (1998). En Quemar después de leer el conjunto puede que descienda un tanto en lo que a producto redondo se refiere, pero culmina en el único elemento que les faltaba por mejorar: un reparto de lujo.

Por fortuna para Ethan y Joel, sus amigos George Clooney y Brad Pitt se mueren por interpretar este tipo de comedias (imagino que se relajan en personajes radicalmente opuestos a los que Hollywood les suele reservar), y si además consiguen convencer a John Malkovich para que interprete al paranoico en el que todos le tenemos etiquetado desde Cómo ser John Malkovich (1999) y cuentan con Frances McNormand --un valor seguro en su filmografía--, pues no se puede pedir más en el capítulo interpretativo.

Habrá quien opine que los Coen han decidido volver a la comedia alocada al estilo Arizona baby (1987), añadiendo sus habituales tintes negros y sarcásticos, debido a la incomprensión y frialdad de sus no-fans tras No es país para viejos (2007). Sin embargo, yo creo --como rendido fan que soy-- que se trata de una nueva demostración de su poderío como guionistas: se defienden igual de bien con el suspense intimista, el humor surreal, la violencia desbocada o la locura cuidadosamente programada.

La recomiendo a quienes disfruten con argumentos bien trabados llevados a la pantalla con auténtico sentido del ritmo, y también --por qué no-- a las fans de Clooney y Pitt, que sólo se acercan a los Coen porque los contratan para sus películas (igual que quienes lo hicieron gracias al binomio Bardem/Oscar en su anterior filme). A los verdaderos forofos de los Coen, esos que (como un servidor) no se pierden ninguno de sus estrenos y aun así están dispuestos a conceder que tienen sus altibajos (a diferencia de, por ejemplo, los adoradores de Kubrick), aparte de catalogarla como título mayor, les recomiendo la increíble escena final, construida con unos diálogos ciertamente brillantes, en la que no pude evitar la carcajada. Un momento cenital más para mi colección.

jueves, 16 de octubre de 2008

Apuntes de buen cine (Cuatro vidas)

Jieho Lee estudió Humanidades en la Wesleyan University y se licenció con doble especialidad (cine y literatura). Después, por imperativo paterno, cursó un posgrado sobre Administración de empresas en la Harvard Business School. Sólo entonces pudo dedicarse a lo que le gustaba en el mundo de la publicidad y de la televisión. Digo todo esto para dejar claro que este hombre no es el típico caso de cinefilia y dotes instintivas para la narración al estilo --por poner un ejemplo canónico y bien conocido-- de Quentin Tarantino y el famoso videoclub, sino de alguien que llega al audiovisual por elección y convicción propia (aunque sus padres no lo vieran nada claro y le hicieran estudiar algo que, según ellos, sí era de provecho). Igual que hubo una Generación de la televisión pronto dará que hablar la Generación de la MTV.

Cuatro vidas (2008) supone el debut de Lee en el largometraje y por tanto hay que destacar varias cosas: en primer lugar su experiencia previa en otros formatos (televisión, video, publicidad) se detecta desde el minuto cero gracias a sus montajes acelerados y la predilección por el desorden temporal (al fin y al cabo su creatividad está casi intacta y llena de ideas, tendencias e influencias); en segundo lugar una narración no-lineal y compleja en la que predomina el deseo de experimentar y de obligar al espectador a estar atento. Hasta aquí todo muy bien.



El argumento gira en torno a cuatro personajes --Felicidad, Placer, Tristeza y Amor-- que representan las cuatro emociones de la vida según un proverbio oriental, cuyas vidas entran en contacto de forma inesperada y nunca gratuita, formando un mosaico poliédrico que habla de la fragilidad de la vida, de sus vueltas inesperadas y, por supuesto, de cómo situaciones y sentimientos extremos la modifican para bien o para mal. Si a esto le unimos un reparto bastante completo --el atormentado Kevin Bacon, Forest Whitaker, Sarah Michelle Gellar (más conocida como Buffy la Cazavampiros), Andy García y la vaporosa Julie Delphy-- en el que todos tienen ocasiones para el lucimiento, pues la cosa promete un buen rato de entretenimiento aderezado con experimentación narrativa.

No te equivocas: tal y como sugiere la última frase del párrafo anterior, hay un problema. Resulta que las costuras que deben unir las cuatro historias, los engranajes argumentales y las motivaciones son demasiado leves, y lo que es peor: francamente previsibles (sobre todo el último episodio, cogido casi con pinzas). Los personajes principales apenas sobrepasan el esbozo de un argumento de cómic (mafiosos, estrellas del pop, secundarios-satétile puramente funcionales); se nota que Lee tiene muchas cosas que decir, pero todavía debe pulir sus temas, y sobre todo adaptarlos a su estilo narrativo, ciertamente consolidado gracias a sus trabajos publicitarios y televisivos.

Otro de los problemas que le veo a Cuatro vidas, aunque no tiene nada que ver con lo anterior, es que han confiado uno de los papeles protagonistas a Brendan Fraser (actor inexpresivo donde los haya que no soporto). A pesar de eso, no permitas que --como a mí-- esta manía personal rebaje aún más tu impresión final de la película.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Ecología inversa (Un tipo genial)

Esta es una película ecologista en la que los efectos no son consecuencia de las causas habituales, uno de esos filmes menores en los que todos los acontecimientos del guión están delicadamente entrelazados, despidiendo un encanto cotidiano que resulta nuevo sin dejar de parecer algo artificial, fruto de una necesidad argumental. A pesar de todas estas virtudes no ha conseguido hacerse un hueco en ninguna antología de películas que se precie. Además, el hecho de que su director --Bill Forsyth-- se haya diluido con la misma facilidad (no hay nada más destacable en su filmografía) que su obra permite intuir que nos hallamos (una vez más) ante una de esas "pequeñas joyas" que todos guardamos en nuestra filmoteca (senti)mental. Eso implica que los detalles en los que estoy a punto de recrearme lo son todo para mí y nada para los demás.

Un tipo genial describe, en situaciones en las que parece muy necesaria una activa militancia conservacionista, y en aparente ausencia de motivaciones directas y explícitas, cómo la suma de los egoísmos parciales produce el efecto más improbable y, sin embargo, más deseable desde el punto de vista ecológico. Su protagonista es Mac, el típico comercial tecnócrata de una multinacional tejana del petróleo (la Knox Oil), al que envían a un minúsculo pueblo de Escocia con el objetivo de cerrar una gigantesca operación de compra de terrenos. Por lo visto en aquel lugar hay una bahía que reúne las condiciones óptimas para albergar una gigantesca refinería capaz de procesar todo el crudo del Atlántico Norte. A Mac su designación no le hace ninguna gracia, pues no se considera el hombre adecuado para semejante proyecto; él prefiere cerrar sus acuerdos mediante teléfonos y faxes en lugar de tratar cara a cara; sin embargo, Mac es el elegido porque creen que sus (falsos) ancestros escoceses resultarán una ventaja competitiva durante la negociación. Al menos esto es lo que cree el señor Happer (Burt Lancaster), el presidente de la Knox Oil, un anciano solitario y solterón, cuya verdadera afición es la astronomía (posee un increíble planetario en su despacho). A su edad el trabajo ya no le importa demasiado, pues tiene debajo una legión de ejecutivos que se ocupa de administrar sus negocios. Antes de partir, Happer ofrece unos consejos a Mac, pero no sobre la forma de abordar una operación tan delicada, sino sobre cómo observar el cielo ya que, en aquellas latitudes, por lo visto es espectacularmente inesperado.



A Mac se le une Danny, un políglota de aspecto y carácter aniñados, miembro de la delegación escocesa de la Knox, para ayudarle en su labor sobre el terreno, y (sin él saberlo) Marina, una escultural bióloga que aparece y desaparece por la playa como una sirena. La última parte de su viaje en coche hasta el pueblo tiene todos los elementos del rito de paso: durante el trayecto Mac y Danny apenas hablan, aparte de no tener nada en común tampoco tienen gran cosa que decirse, excepto determinados tópicos conversacionales entre desconocidos masculinos (sexo y sexo). Entonces atropellan a un conejo (al que deciden adoptar aunque tenga una pata rota), lo que les obliga a detenerse, y para cuando deciden reemprender la marcha la niebla es tan espesa se resignan a pasar la noche en el coche (parado en medio de la calzada, ni siquiera ven necesario apartarlo). El día siguiente amanece completamente despejado, lo que les permite descubrir un paisaje nuevo e increíble; a partir de ese instante es como si hubieran dejado atrás su inútil modo de vida corporativo, lleno de detalles que allí no tienen la menor importancia. Los restos de sus antiguas personalidades urbanitas se irán perdiendo poco a poco con el paso indolente de los días.

Y es que, en contra de lo esperado, la negociación no presenta ninguna dificultad: todos en el pueblo quieren vender y la Knox quiere comprar, así que todo se reduce a una silenciosa batalla por ver quien verbaliza primero una cifra a partir de la cual negociar. Mac sabe que el dinero no será un problema, así que no se preocupa lo más mínimo; lo más curioso --y aquí es donde Un tipo genial le da la vuelta a todos los argumentos del estilo "salvemos la bahía y bla, bla, bla..."-- es que ningún habitante del pueblo piensa mover un dedo para evitar que toda la zona se convierta en una refinería, que se arruine la playa, la fauna desaparezca o la contaminación se convierta en el nuevo paisaje... Todo eso les importa un bledo, únicamente piensan en lo que harán con el dinero, en cómo esa fortuna sobrevenida les permitirá comprar el derecho a empezar una nueva vida. Eso no impide que esos mismos habitantes estén encarnados por una galería de arquetipos cinematográficos entrañables, de los que suele echar mano el cine cuando decide cantar las bondades de las pequeñas comunidades rurales. No falta ni uno (quizá únicamente el maestro): el contable-dueño del hotel-chófer-barman-encargado de negociar la compraventa (Urquhart), la punkie inofensiva, el motorista zumbado, el anciano pintor de barcas, el pesao bienintencionado, el bebé que nadie sabe de quién es pero todos crían, el marinero ruso que cada tanto recala en el puerto y está liado con la telefonista-tendera.. Lo único que están deseando saber es cuánto, cuándo y cómo. A la bahía y al entorno que les den.

El mundo empresarial no combina bien con el cine, a no ser para ilustrar despiadadas y archisabidas luchas por el poder al más alto nivel; las relaciones laborales y los conflictos sindicales dan poco juego en la ficción y además provocan cierto rechazo inicial porque pensamos que producirán filmes de una militancia trasnochada y caduca (todavía hay mucho que avanzar en este terreno). Un tipo genial sortea ambos escollos con la excusa del viaje a Escocia: una vez fuera del contexto oficinil, en compañía de Danny, Mac se verá inconsciente y progresivamente despojado de todas las rutinas que le convertían en un tecnócrata. Primero el reloj (que le avisa cada tanto de las horas de reunión en Houston), que olvida en el agua tras una tarde en la playa; luego le da por recoger conchas por la arena, después cambia su acartonado traje --que abandona en la habitación del hotel-- por un pantalón y un jersey más deportivos, más tarde se deja crecer la barba... Y así hasta que olvida el propósito inicial de su viaje y se dedica a dejar pasar los días, a observar el cielo --como le recomendó Happer-- sin saber bien qué es lo que busca, y a encariñarse de las personas que le rodean (especialmente de Stella, la mujer de Urquhart). Y aunque la película deja muy claro cómo se produce esa transformación, nada indica que Mac sea consciente de los cambios; ni siquiera verbaliza su sorpresa, o los motivos que le llevan a experimentarlos, simplemente se adapta y se acostumbra a un estilo de vida que desconocía y que le resulta agradable. Otro de los aciertos del filme es que, una vez retiradas todas esas capas de sociabilidad impuesta, no aparece el típico hombre con un sueño de juventud aparcado, ni el sentimental reprimido que redescubre el valor de las cosas sencillas; nada de eso: Mac es un tipo corriente, no especialmente hablador ni perspicaz (quizá eso le haga parecer genial), simplemente intuye que el cambio le sentará bien y se adapta a él como se adaptó a su trabajo en Houston. Mac es un superviviente al que, como todo el mundo, si le dejan escoger, prefiere una vida tranquila. Todas estas cosas las expresa la película a base de escenas muy bien planificadas, sin necesidad de entrar en diálogos obvios, y demuestra hasta qué punto nos hemos obligado a encajar en un entorno artifical (el urbano) por el cual --a pesar de sus indudables ventajas-- hemos pagado un alto precio.

Sin que veamos cómo, Urquhart y Mac alcanzan un acuerdo y los flecos se van cortando; así que llega el momento de celebrarlo. Se organiza una fiesta en el pueblo en la que todos felicitan a Mac porque es "un tipo genial" (al fin y al cabo les ha convertido en millonarios), donde finalmente Mac revela --gracias al alcohol-- sus sentimientos hacia Stella (aunque se los confiesa a su marido). Justo cuando comenzaba a sentirse a gusto llega, cierra el trato, y lo echa todo a perder. De pronto, una aurora boreal provoca que llame entusiasmado a Happer, el cual (poco después) decide presentarse allí de improviso, movido --igual que Mac-- por un indescriptible deseo personal, y no porque al final se descubra que uno de los habitantes del pueblo, Ben, que vive en una cabaña en la playa, sea el único propietario que se niega a vender.

La escena final de esta película es, al menos para mí, la expresión cinematográfica definitiva de la nostalgia, pues reúne en ella una conjunción perfecta de elementos argumentales y cinematográficos, y además su director los maneja y los potencia de tal manera que prácticamente roza la perfección. No se trata de un final sensiblero y lacrimógeno, todo lo contrario, está narrado con una contención muy verosímil, lo cual hace que cada vez que la vuelvo a ver me resulte aún más conmovedora. Cuando Happer aterriza con su helicóptero en el pueblo todos dan por supuesto que viene a negociar con Ben, y como él tampoco lo desmiente pues se pone a ello, así que se encierra con Ben en su cabaña para hablar. Se oyen risas, piden comida y bebida, mientras todo el pueblo espera fuera, expectante ante la incertidumbre de ver confirmados o definitivamente esfumados sus sueños. Por fin Happer sale de la cabaña, todos se le acercan para conocer el resultado. Efectivamente, han llegado a un acuerdo: van a construir un complejo astronómico, pues el cielo --como todo el mundo sabe a estas alturas-- es espectacular en esa zona. En ese momento --consciente de que es el único de que dispondrá-- Danny aprovecha para colar todas las ideas que Marina (durante sus encuentros en la playa) le ha sugerido: sería mejor un instituto que llevara su nombre (Happer), dedicado también a la investigación biomarina. Happer queda encantado con la idea, de manera que así se hará; porque, afortunadamente para la bahía, él es el único con poder suficiente para detener toda la operación. Cuántas veces hemos asistido en nuestro trabajo a escenas similares: sugerencias --inconvenientes o acertadas, tanto da-- son aceptadas por los jefazos de turno porque se hacen en el instante oportuno, durante esos segundos de silencio que se abren tras la formulación de un problema sin que todavía nadie sepa exactamente su solución.



Danny, a partir de ese instante, sustituye a Mac como "hombre sobre el terreno" y se convierte en el asesor personal de Happer. Entonces éste se vuelve a Mac y le ordena que regrese a Houston para informar de las novedades en el proyecto. Happer --y esto es lo que me parece más conmovedor-- no es ni remotamente consciente de lo que esas palabras suponen para Mac; se trata simplemente de una de tantas órdenes que Happer está acostumbrado a dar, y Mac, en cambio, siente que (ahora sí) necesita tiempo para alejarse de todo aquello. Se da cuenta de que no se había dado cuenta de que todo aquello tendría un final. Y de remate, un detalle que aporta la dosis justa de realidad y hace creíble tanta nostalgia: Happer recomienda a Mac que se afeite (que se vuelva a poner la primera capa de su antigua personalidad urbanita) y que salga inmediatamente en su helicóptero. Sólo tiene tiempo de liquidar la cuenta del hotel con Urquhart (el cual no piensa cobrar el cheque que le ofrece) y salir sin poder decir ni media palabra de despedida al resto del pueblo. Mac camina por la playa hacia el helicóptero que le llevará a Edimburgo, con su traje y el acartonado aspecto del primer día, mientras los habitantes del pueblo, aún sin comprender lo sucedido, le observan en silencio; cuando está a punto de despegar, el pesao bienintencionado se acerca para pedirle un autógrafo. En esos momentos la banda sonora de Mark Knopfler --uno de los elementos de la película que potencia las sensaciones del espectador-- resulta especialmente triste y evocadora; puede que no importe qué planos haya escogido el director para ilustrar la desolación interna de Mac: para mí, no sé por qué, esa combinación de música e imágenes (especialmente la panorámica en que el helicóptero abandona la playa) se ha convertido en mi ilustración mental e insuperable de la nostalgia.

Calabuch es el el primer título que me viene a la mente cuando trato de pensar en filmes semejantes a Un tipo genial: pequeña comunidad urbana, personajes entrañables, objetivo de lucha común, consenso unánime e improvisado ante las dificultades, descubrimiento del valor de la solidaridad, resolución de conflictos y enfrentamientos internos, final feliz... Aparte de las que cada cual guarda en su filmoteca íntima, hay muchas películas que transpiran buen rollo por consenso intersubjetivo: Vive como quieras de Frank Capra es un filme emblemático en el cine estadounidense (mucho más que ¡Qué bello es vivir!, frecuentemente homenajeado y por tanto más citado entre los expertos), el cual, independientemente del hecho de que la vi por primera vez cuando era un crío, me permitió descubrir que ahí afuera había gente que se conformaba --tal y como yo pensaba ingenuamente que debía ser-- con una vida sencilla en la que la ayuda desinteresada al prójimo y la generosidad se ofrecían sin esperar nada a cambio, únicamente con el deseo de prolongar un bienestar espiritual hecho a base de sinceridad. Un planteamiento que, visto desde la perspectiva actual, lo admito, roza la ciencia ficción. Hoy me cuesta creer que fuera verbalizada y puesta en imágenes una historia que parece la fantasía de un hombre-niño, al estilo de El principito (1943), en ocasiones condenadas a no existir por simple pudor. El buen rollo contemporáneo, por fortuna, adquiere formas más complejas sin perder encanto: ¿A quién ama Gilbert Grape?, donde la tristeza se convierte en admiración ante el retrato de la complicada existencia del protagonista (Johnny Deep), un cúmulo de circunstancias adversas frente a las que Gilbert, sin embargo, trata de hacer frente con coherencia, humildad y un poco de comprensible ira. También destaco Charlie y la fábrica de chocolate de Tim Burton, una deliciosa fábula acerca de los males que acortan o matan la infancia antes de tiempo (casi siempre con la nefasta complicidad de los adultos), la importancia de mantener la integridad y la necesidad de reconciliarse con el pasado. Por último, no es necesario abandonar el género infantil para toparse de bruces con la película más tierna y sensible hecha para niños de toda edad: Mi vecino Totoro de Hayao Miyazaki. Si te deja indiferente es que estás muerto por dentro.

martes, 30 de septiembre de 2008

Estimable Allen sepultado en tópicos (Vicky Cristina Barcelona)

A los que les sorprende o no les gusta la imagen turística y/o tópica de Barcelona en Vicky Cristina Barcelona (2008) únicamente les diré dos cosas: la primera es que a los neoyorquinos nos les gustó su ciudad tal y como la retrató Allen en Manhattan (1979), por razones muy parecidas a las que ahora argumentan los barceloneses, lo cual no ha impedido que a quienes no somos de Nueva York nos parezca una película fantástica (incluso romántica). La segunda es que ya va siendo hora de abandonar toda esperanza en lo que se refiere a la capacidad del cine de ficción para retratar con rigor y autenticidad lugares, culturas y sociedades ajenas, pasadas o presentes. Es una causa perdida a la que no vale la pena dedicar ni la mitad de las líneas de este párrafo.

Una vez matado el tema de la autenticidad diré que me parece sorprendente lo poco que ha evolucionado el tema de España en la cultura estadounidense desde Hemingway. Es como si éste hubiera dejado establecido en sus libros unos temas, unos motivos, unos arquetipos y, lo que es peor, un prurito étnico y clasista insufribles. Hemingway descubrió España cuando era muy joven y enseguida quedó fascinado por su despreocupado modo de vida (por aquel entonces no teníamos nada que envidiar a los Estados Juntitos en cuanto a puritanismo, aunque él sólo viera en nuestras manifestaciones cutre-católicas una intensa expresión del auténtico pueblo español). En realidad, yo creo que estaba encantado con lo barata que, para un escritor joven (sin prestigio, sin ingresos) resultaba la vida aquí. Así que, buena vida, contactos con la aristocracia local, colorismo, tipismo, nuevas costumbres... una infinidad de temas que explican sus constantes viajes a España.



Casi cien años después desembarca Allen en Barcelona y parece que Fiesta (1926) sea su guía de viaje. Pero eso no es lo peor, lo peor es el tufo decimonónico que desprenden los personajes y el planteamiento inicial: dos muchachas llegan a Barcelona y se alojan en casa de unos pastosos amigos (estadounidenses, por supuesto) que las introducen en la variopinta élite local barcelonesa, para que así puedan disfrutar de lo mejor y más étnico de la ciudad. Con esos mimbres no me extraña que Cristina y Vicky hagan el recorrido sentimental que muestra la película; me sorprendería que ningún turista de su mismo nivel de renta deje de hacerlo. Allen retrata el mundo ajeno a los EE UU con la misma fascinación ingenua de Washington Irving en los Cuentos de la Alhambra (1832) o de Merimée en Carmen (1845). Y no sólo eso, también insiste en la tozuda caracterización de los personajes del drama: españoles creativos, temperamentales, neuróticos con tendencia a la violencia, pero tan apasionados...; anglosajones de profesiones liberales, analíticos, contenidos, sosillos, pero tan majos ellos... Pero como detrás hay un gran negocio (para Allen, para Barcelona, para la misma industria del cine), pues todo se puede dejar en segundo plano, porque ha venido a rodar a Catalunya. ¿Quién le iba a decir a Allen que acabaría regalando una de sus puyas más sutiles al nacionalismo catalán: "Estoy haciendo un máster en identidad catalana" "¿Y qué piensas hacer con eso?".

Vicky Cristina Barcelona parte de una situación muy semejante a la de Melinda y Melinda (2004): dos mujeres de caracteres complementarios e ideas opuestas sobre la vida y el amor encaran una serie de situaciones que las llevarán más lejos de lo que ellas hubieran imaginado: hasta la contradicción flagrante. En Melinda y Melinda se trataba de un enfrentamiento maniqueo entre el drama y la comedia; en esta de ahora son los diferentes puntos de vista acerca de lo que haya de ser el amor, la pasión y esas relaciones tan intensas e irreales que incluso nos permiten dejar de interrogarnos por nuestros sentimientos. Y al igual que en Match point (2005) Allen introduce un leitmotiv para puntuar el argumento: la verdadera relación romántica es incompleta por definición. O dicho de forma menos estética: sólo deseamos aquello que no podemos obtener. Yo me pregunto si no habremos esperado demasiado de esta película, precisamente porque la ha rodado en Barcelona y recurriendo a una serie de tópicos trasnochados sobre España, el estilo de vida mediterráneo y el turismo clasista más rancio, tan atractivo como irreal, tan eficaz como falso. Lo primero es propio del cine de Woody Allen, lo segundo no.

Este mismo enredo, ambientado en Manhattan, aderezado con algunas réplicas marca de la casa y una pizca de drama calculado no habría sido la mejor película de Allen (ni siquiera su mejor película europea), pero sí un aceptable "Guardar como..." de Melinda y Melinda, que sin ser nada del otro mundo se dejaba ver. Y apuesto a que al público europeo (y al barcelonés en particular) no le quedaría esa sensación de folclorada (la más chirriante: el "concierto" de un guitarrista flamenco en el jardín de su casa --aquí no hay teatros por lo visto-- frente a un reducidísimo público que escucha arrobado su música sentado en el suelo y meciendo suvemente sus copas de vino. Después de una velada como esa no me extraña que Vicky se entregue como lo hace a Juan Antonio (Bardem). Precisamente son las broncas entre éste y Cruz las que proporcionan los momentos más entretenidos del filme, sin duda por su desparpajo, en las antípodas de la frialdad y corrección de los anglosajones.

De las actrices protagonistas --habían coincidido en El truco final (El prestigio) (2007), de Christopher Nolan-- destaco a Rebecca Hall (Vicky), desbordante de morbo y sensualidad, precisamente porque es involuntario, además de llevar todo el peso del drama. En cambio Johansson (Cristina) ofrece una correcta réplica como mujer voluptuosa (de hecho no tiene que hacer mucho, excepto vestir de manera cuidadosamente informal), lo justo para definir a su personaje. Vicky es el prototipo de mujer protagonista en los filmes de Allen: siempre a vueltas con la belleza, la vida y, sobre todo, la pasión amorosa, hartas de leer sobre ella en libros y nunca experimentándola en carne propia, excepto durante breves y calculados instantes, razón por la cual los mitifican o los malinterpretan. En definitiva, un argumento ambicioso y mejor de lo habitual eclipsado por las toneladas de tópicos que reúne.

Cuando llegué a casa resultó que en la tele estaban dando Todo lo demás (2003), la última aparición del personaje de Woody, con todos sus tics y temas recurrentes, atravesada por seres desequilibrados que presumen de coherencia y planos-secuencia repletos de acción y diálogos mezclados con (aparente) descuido. Me di cuenta de que al verla por primera vez fui incapaz de valorar un filme que al menos ofrece impagables fogonazos del mejor Allen cómico; me quedé entonces con el tema del descenso imparable por la suave pendiente de la decadencia bajo (aparente) control. Al menos me consolé pensando que nunca es tarde para volver a disfrutar de una película de Woody Allen. Hay donde escoger.

martes, 23 de septiembre de 2008

«Que se toque la gente» (Un verano en la Provenza)

Queda claro después de ver Un verano en la Provenza (2007) que hace falta invertir una gran cantidad de energía personal en recuperar humana y socialmente a un auténtico gilipollas que ejerce su papel con total convicción; si a eso añadimos que existe un alto riesgo de que esa energía se dilapide es seguro que casi nadie se molestará en intentarlo. Esta película demuestra (quizá inadvertidamente) que hace falta energía y una improbable conjunción de circunstancias favorables: que tengas una madre que se adaptaría incluso a la vida en Plutón, que la chica que te gusta esté lo bastante zumbada como para acompañarte en un verano sin alicientes, que tu hermano sea una persona aún más incompleta que tú, que tu padre sea un troglodita y un tirano, pero sobre todo que encuentres un mundo --las zonas rurales escasamente pobladas en este caso-- que acabe moldeando tu personalidad con sus rutinas informales y sencillas, y finalmente te convierta en un ser humano aceptable. Demasiados requisitos para ser cierto.



Eric Guirado afirma que ha conseguido con Un verano en la Provenza --su segundo largometraje-- dar salida a una serie de ideas que llevaba madurando hace años, desde sus tiempos como documentalista de oficios rurales al borde de la extinción; en este sentido se nota que conoce perfectamente el terreno que pisa. Donde resbala un poco es en la superposición de la necesaria capa de ficción que sirva de hilo conductor al retrato de ese mundo (Antoine, acompañado de la encantadora Claire, una chica que a sus 26 años aún prepara la selectividad, se hace cargo a regañadientes del colmado ambulante de su padre, víctima de una crisis cardiaca). Un punto de partida tan convencional no es el problema, pues el argumento podría ser muy diferente y la película funcionaría como lo hace; lo que defrauda es que todo el enredo y la evolución de los personajes son demasiado previsibles: sabemos de antemano cuál será el proceso y las fases por las que pasará Antoine (al principio hace su trabajo de mala gana, y eso se refleja en la tirantez con sus clientes; luego Claire le dará un empujoncito creativo (y algo más), y por último --como también era de esperar-- el día a día en el trato con la gente acaba transformándole). El resultado no es ninguna sorpresa: Antoine y, por extensión, su desestructurada familia salen modificados de la experiencia. Todo se ve venir menos el final, un auténtico coitus interruptus, tan radical que los créditos deben asumir la tarea de cerrar mínimamente las diferentes tramas. Aquí Guirado confunde un final abierto para evitar caer en tópicos románticos y buenistas con un final inexistente que despista y deja mal sabor de boca.

Lo mejor de la historia es la forma en que Guirado da cuenta de la transformación interior del protagonista: ésta se hace evidente en cuanto empieza a tocar a la gente. Antoine, a fuerza de tratar con sus clientes, acaba estableciendo vínculos afectivos con ellos, algo para lo que parecía incapacitado. Así, agarra del brazo a una viejecita mientras la acompaña a su casa con la compra; o abraza al viejito solitario después de arreglarle el gallinero y compartir con él una copita de aguardiente. Todos esos momentos provocan que Antoine deje de ser un atontado que resbala por la vida sin más contactos que los estrictamente necesarios (los visuales). «Que se toque la gente» (Sabina dixit) sería la conclusión que uno saca de todo esto, tomada como un imperativo y no como mero deseo bienintencionado; una práctica que no hay que perder ante la amenaza de la profecía Huxley-Houellebecq (el que quiera saber más que lea sus libros).

En definitiva, no se trata de una película especialmente emotiva, aunque tampoco resulta cargante; simplemente se deja ver, y precisamente su previsibilidad permite reflexionar acerca de estos y otros temas mientras se disfruta de ella: las relaciones familiares, el despiste generacional, el deseo inalcanzable viviendo justo al lado, la generosidad como opción por defecto... Una película mejor hecha y más absorbente lo hubiera impedido.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Bonito cine terapéutico (¡Mamma mia!)

Como a estas alturas todo el mundo sabe, el musical Mamma mia! fue escrito por Catherine Johnson tomando como base argumental las canciones más conocidas y exitosas de ABBA, las cuales ya eran --allá por 1999, año de su estreno en Londres-- un indiscutible éxito planetario. Quienes padezcan fobia, alergia, intolerancia, prejuicios (motivados o no) a las canciones del grupo sueco y/o, en términos generales, odian que la gente sea feliz, que se abstengan de ver la versión cinematográfica, incluso que se ahorren esta lectura porque nada de lo que viene a continuación puede interesarles lo más mínimo. Deben ir a verla y continuar leyendo quienes, por encima de todo, esperan pasar un buen --ojo: "buen", no "agradable"-- rato en el cine y salir así de contento [extensión de brazos] después de haber visto una película rodada con ese único propósito.

No pienso adoptar el papel de cinéfilo repelente que reniega de las películas que exhiben sentimientos en estado puro (a pesar de saber que no existen y de que es necesario maquillarlos para una película); ni pienso renegar de los filmes obvios y previsibles que expresan lo que significan (me paso la vida suspirando porque lo hagan), ni de los que hacen de sus carencias virtudes, exhibiéndolas sin complejos. No pienso hacerlo porque todo esto lo hace (y muy bien, por cierto) ¡Mamma mia! (2008).

Desde 1978 --año en que cayó por casa su LP The Album (1977)-- he sido un rendido fan de ABBA, cuyos indiscutibles méritos musicales he acabado reconociendo sin tapujos tras del sarampión de la treintena, cuando la música que te gustó de adolescente es imposible que te gustara entonces y te avergüenzas de confesarlo. Películas como La boda de Muriel (1994) y Las aventuras de Priscilla, reina del desierto (1994) prepararon el terreno al espectáculo musical (cuando no lo inspiraron directamente), aunque lo hicieran a costa de quedar asociada su música al petardeo y al ambiente de "drag-queeneo"; de paso, iniciaron la descongelación de mis prejuicios (y los de muchos otros). Ha sido necesario un cambio de milenio y el imparable éxito de público de la versión teatral para demostrar que --como decía Joaquín Luqui-- "ABBA es, ante todo, un estado de ánimo", y sus canciones un sinónimo de buen rollo contagioso, sin dobleces ni ironías ocultas o interpuestas.



¡Mamma mia! plantea un argumento sencillo con una intriga muy básica, lo desarrolla con auténtico ritmo (narrativo) sin perderse en florituras innecesarias y lo culmina con la dosis justa de sorpresa, emotividad y diversión. En él se integran las canciones de ABBA, aunque no en plan números musicales que suspenden momentáneamente la narración (que es lo que hace el musical clásico), sino como parte integrante de las escenas, de manera que la interpretación de la canción casi siempre las resuelve. Otro gran acierto es que, para la versión cinematográfica, su directora --Phyllida Lloyd-- no ha pretendido hacer experimentos raros, sino aprovechar lo que puede aportar el cine (en este caso unas localizaciones y una fotografía espectaculares) para mejorar lo que ya rozaba la perfección como libreto. Aquí no se trata de enlazar con tradiciones más experimentales al estilo Moulin Rouge! (2001) ni convertir --literalmente-- sus letras en el guión de la película, como sucede en Los paraguas de Cherburgo (1964), el musical más ñoño e insoportable de la historia, sino de soltar sin más a los actores para que, con una mínima coreografía y su propio sentido del ritmo, se lancen a versionar los éxitos de ABBA. A Meryl Streep la experiencia le sienta de maravilla: por una vez, los que a pesar de reconocer su talento como actriz seguimos sin soportarla podemos disfrutar de una interpretación suya; finalmente se la ve relajada actuando. A esta mujer le venía haciendo falta una buena... comedia. Colin Firth y Pierce Brosnan, por su parte, encuentran los límites físicos de su versatilidad actoral: al primero, aunque no se le ve cómodo cantando, no parece importarle si hace el ridículo o no, especialmente en el petardo número final (ojo al modelito que viste y cómo le sienta); a Brosnan, en cambio, se le nota incómodo, tieso, encarcarado. Puede que en una comedia no musical el ex-agente secreto diera la talla, pero aquí el género se le atraganta.

Momentos emotivos: todos los que queráis; yo destacaría la escena entre madre e hija mientras ésta se viste para la boda, momento totalmente femenino en el que las mamás de toda edad y condición se emocionan sin remedio (aunque la canción elegida --Slipping through my fingers-- habla originalmente de una niña pequeña en este caso está bien integrada en la escena). Momentos divertidos: todos los que queráis; me quedo con el hiper-optimista arranque con Honey, honey y la incipiente coreografía de Dancing queen. Momentos sensibles: todos los que queráis; yo me quedo con la interpretación de The winner takes it all de la Streep sin más armas que sus recursos de improvisación escénica, a medio camino de la boda de su hija y frente a un acartonado Brosnan que no sé por qué no lo sacan del plano (se le ve sufrir sin saber qué caras poner). Momentos decepcionantes: alguno hay; como la interpretación de Chiquitita o la de Money, money.

Así que ya sabéis: ineludible para los fans de ABBA, para los fans del espectáculo musical del mismo título, para los fans del cine musical y para los fans del buen cine de entretenimiento que obra milagros terapéuticos sobre nuestros niveles de optimismo vital.