lunes, 27 de abril de 2009

Metafísica doméstica del vampiro (Déjame entrar)

El género literario y cinematográfico vampiril posee una larga tradición en la cultura occidental. Semejante obviedad no explica demasiadas cosas, pero al menos funciona como advertencia de que es complicado encontrar un punto de vista nuevo, interesante, divertido y que encima asuste en toda nueva aportación al género, especialmente al cinematográfico (el éxito de la saga Crepúsculo es un síntoma de su buena salud). Déjame entrar (2008) --avalada por 43 premios en numerosos festivales de ciencia ficción de todo el mundo, incluyendo uno en Sitges el año pasado-- aterriza finalmente en nuestras pantallas y demuestra que ese casi inalcanzable objetivo de sorprender es todavía posible (al menos en parte), aunque para ello sea necesario darle la vuelta a unas claves argumentales y narrativas que, hasta el éxito de Buffy la cazavampiros (1997-2003), parecían inamovibles.



Primer acierto: situar el punto de vista en el solitario mundo de un adolescente con problemas de acoso escolar, de manera que sus propios problemas nos hagan dudar si la historia sucede tal y como se nos cuenta o únicamente en la mente del protagonista. El segundo acierto: la protagonista femenina; un personaje no inédito en el género pero sí ciertamente puesto al día en cuanto a tópicos, usos y costumbres cotidianas. De la combinación de ambos elementos surgen la mayoría de las escenas clave, ya sea la mera tensión narrativa, el humor o la pura violencia sin enfatizar (lo contrario de lo que suele hacer Hollywood). Todo en Déjame entrar está pensado y planificado para dosificar las revelaciones al espectador, incrementando su interés a medida que avanza la película.

Sin embargo, aunque el ritmo altamente pausado beneficia la historia en cuanto producto de género, supone un lastre sobre todo al principio, cuando el espectador todavía se está preguntando si la película trata de lo que parece que trata y de qué va realmente todo aquello. Después, cuando comprende que la distancia irónica que impregna las escenas más macabras es en realidad una pauta, ya es demasiado tarde: a la mayoría --a ti no, Agus-- nos pilla desprevenidos el sorprendente final, de una violencia salvaje y políticamente incorrecta pero cinematográficamente impecable. El plano que cierra el filme justo a continuación, en cambio, resulta totalmente previsible y rebaja un tanto el efecto de la escena anterior, aunque no la impresión global del filme. Que me haya gustado a mí, que no soy nada fan del género vampiril, es todo un mérito.

domingo, 5 de abril de 2009

Frío drama excesivamente autorreferencial (Los abrazos rotos)

Almodóvar sigue fiel a su estilo: tramas levemente policíacas que sustentan los enfrentamientos, los silencios, los sufrimientos y las paradojas de un reducido grupo de personas. Todo ello retratado con una fotografía y unos decorados en colores encendidos y contrastados y, en este caso, unas gotas de humor que alternan con las escenas dramáticas. Los abrazos rotos (2009) me recuerda mucho a La ley del deseo (1987), con la diferencia de que esta vez el drama está contenido a conciencia, eliminando de la ecuación uno de los elementos fundamentales del estilo almodovariano: el exceso. Hace años que el director manchego decidió prescindir del humor petardo que le caracterizó en los ochenta (encarnados por travestís, camellos, gays, pijos acomplejados o marujas posmodernas en personajes antológicos), y potenciar a cambio su verdadera pasión creativa: los sentimientos en estado puro, retratados en primer plano y sin pudor. Si ahora también le quitamos esto obtenemos Los abrazos rotos, un drama sólido, bien trabado, pero frío, sin intensidad. En mi opinión es posible que influyan mis elevadas expectativas, pero lo cierto es que durante toda la película estuve distante, viendo pasar un filme que no aburre pero que tampoco emociona, ni siquiera en los diez minutos finales, cuando Almodóvar aboca toda la carne al incinerador del drama (incluyendo algunos giros argumentales más que previsibles).



Lo bueno de Los abrazos rotos es que reencontramos a buena parte de la trouppe de actrices que le arroparon durante los ochenta (Kiti Manver, Rossy de Palma, Chus Lampreave), acompañando a los nuevos fetiches del director: Lluís Homar, Ángela Molina, Tamar Novas, Mariola Fuentes y, por supuesto, Penélope Cruz (hay que ver lo guapa que es esta mujer). Junto a este entrañable repaso volvemos a encontrar una de las obsesiones temáticas del Almodóvar de los últimos años: la paternidad. Alrededor de este concepto se establecen la mayoría de relaciones dramáticas entre los protagonistas, aunque luego no acaben resultando determinantes para la historia; lo importante es que asoma una y otra vez: el padre que tiraniza, eclipsa o no acepta a su hijo tal como es; el hijo y el padre que desconocen mutuamente su condición; el desempeño del papel de padre realizado por quien no es el progenitor biológico; la relación biológica que cortocircuita con la social... Variaciones que tratan de potenciar la intensidad del drama, aunque esta vez Almodóvar ha preferido rebajarlo insertando un remake excesivamente facilón de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) --probablemente el mejor guión de su carrera-- cuando debería haber explotado el filón de Carmen Machi en su papel de concejala maruja. No es extraño que semejante hallazgo haya dado lugar a un spin off en forma de cortometraje: La concejala antropófaga (2009), donde resucita en plena forma el Almodóvar petardo de mi juventud ochentera. La mezcla entre el drama principal y las escenas de humor del rodaje de Chicas y maletas --especialmente la última-- provoca que el resultado final sea tan desconcertante.

Los abrazos rotos nos devuelve el Almodóvar deslavazado de Kika (1993) o La mala educación (2004) y demuestra lo vinculado que está su estilo cinematográfico al exceso (ya sea dramático o humorístico). La dirección artística, la fotografía, el montaje y la capacidad para dirigir actores son, afortunadamente, cualidades innatas del manchego. Un día tocará analizar más en detalle el curioso giro estilístico que atraviesa la filmografía de este hombre: del humor irreverente y fresco salpicado de drama exagerado hasta llegar al drama sólido y correcto pero frío.