lunes, 22 de marzo de 2010

Sonrisas, leves decepciones y un buen sabor de boca (El concierto)

Hay películas que existen únicamente por una escena. Películas en las que el guión es un trámite necesario cuya función es dar verosimilitud y causa suficiente a una sola escena. Películas que se agotan más allá de ese momento central (que probablemente formó parte de la idea que dio origen al filme) cuyo valor justifica el enorme trabajo de dotarlo de un contexto no tan brillante. Es inevitable que películas así parezcan desequilibradas, porque lo están, pero a veces merece la pena. A veces una escena compensa todo lo demás. El concierto (2009) de Radu Mihaileanu es una de ellas.

Radu Mihaileanu apuesta por la misma combinación de elementos que le dieron tan buen resultado en El tren de la vida (1998): un enredo prometedor, unas dosis de humor amable (lo justo para esbozar una sonrisa) y unos personajes entrañables. En El concierto, el arranque de la historia podía dar lugar a una muy buena comedia: el Bolshoi recibe una invitación para dar un concierto en París, pero es interceptada por un ex-director de orquesta que ha sido relegado al servicio de limpieza, el cual decide tomarse la revancha reuniendo a su antigua orquesta y largarse a Francia en su lugar. Sin embargo, Mihaileanu no tiene demasiado interés en desarrollar las posibilidades cómicas de una situación tan prometedora: renuncia a explotar ciertos gags, se desentiende de las tramas secundarias (en ocasiones insuficientemente explicadas o directamente interrumpidas), ni pretende dosificar el interés que supone un engaño de este calibre... Su objetivo no es una comedia clásica, con un argumento incrementalmente complejo, diálogos y situaciones chispeantes, sino un entretenimiento que prepare al espectador para lo verdaderamente importante: el concierto en París.



La planificación de esa escena final demuestra que Mihaileanu era consciente del valor del material que tenía entre manos, y que no le preocupa en absoluto desperdiciar ocasiones para redondear el resultado global. En primer lugar, por supuesto, la música: el Concierto para violín y orquesta en Re Mayor Op. 35 de Tchaikovski, una composición con importantes connotaciones biográfico-sentimentales, parecidas a las que propone la película. En segundo lugar, su habilidad para insertar las claves de la historia en la misma escena del concierto, evitando tener que añadir un epílogo que diluiría el efecto dramático y emotivo previsto. Ante semejante despliegue (yo me rendí cuando Mélanie Laurent --que interpreta con mucha convicción a la solista de violín-- finaliza su interpretación) es difícil no emocionarse, haciendo olvidar de paso algunos descuidos de montaje por el camino. Todo está fiado al efecto que consiga provocar la escena del concierto, en la que los sentimientos deben desbordarse y la música sustituir a las palabras para expresar algo que en un diálogo sonaría demasiado convencional. Ahora bien, si no te gusta la música clásica olvida todo lo que he dicho.

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miércoles, 17 de marzo de 2010

Cuando el cine amenace a la palabra haz lo más sensato: acabar con la crítica elitista

Bernard-Henry Lévy está doblemente preocupado: primero porque --como judío-- determinados estrenos de Hollywood falsean acontecimientos históricos muy serios y muy intocables que deberían estar por encima de toda ficción; y segundo porque quienes se atreven a hacerlo son directores de primerísima fila que hacen muy bien su trabajo, incluido manipular la historia. Antes de lanzarme a su yugular, mencionaré como de pasada que este ilustre filósofo sólo se rebaja a tratar asuntos cinematográficos cuando le mientan el holocausto o a sus antepasados; el resto del año lo reparte cómodamente entre la actualidad política que le afecta más directamente y sesudas novedades literarias de lejano impacto en el lector medio.

Después de leer su texto pienso: ¿Realmente existen motivos de preocupación? ¿Debemos saltar a los botes salvavidas? Pues mire usted, no. Lévy reaviva la radiación de fondo propia de los intelectuales para quienes el libro es el único medio válido para la transmisión de verdades históricas. La indignación nace de su temor a que filmes como Shutter Island de Scorsese y Malditos bastardos de Tarantino transmitan a los espectadores más jóvenes una visión equivocada --o peor aún: frívola-- del pasado reciente, incluso tomar por cierta la realidad mostrada en la ficción. Lévy no se ocupa de películas menores o de distribución insignificante que juegan con el pasado, puesto que su escasa repercusión las hace inofensivas, sino de taquillazos de alcance mundial que pueden afectar a millones de personas. Ese, y no otro, es el motivo que ha llevado a Lévy a ponerse ante el teclado.

No nos engañemos: desde que --allá por los años sesenta del siglo XX-- el cine está presente en los temarios de las universidades, los historiadores (y también toda clase de científicos sociales, filósofos, ensayistas y estudiosos) han desmenuzado a conciencia el contexto histórico de innumerables filmes, llegando a dos conclusiones obvias: a) que todos o al menos uno de los acontecimientos narrados no se ajustan a la realidad histórica establecida en los libros y b) que el vestuario, los decorados, el maquillaje, el atrezzo y/o la ambientación no son adecuados en algún mínimo aspecto desde el punto de vista histórico. Los peinados, las túnicas, las espadas, los carruajes, la forma de presentar a los esclavos, el lugar donde transcurre una escena... siempre encuentran algo que no sucedió exactamente como ellos aseguran y lo emplean como arma arrojadiza contra la calidad y el respeto que les merece el filme.

Estoy convencido de que en lo básico tienen razón. Es más, estoy seguro de que sus argumentos son coherentes y ponderados; ahora bien, ¿qué puñetas importa si la película cumple su objetivo, ya sea ganar dinero, entretener o recrear --probablemente desde la perspectiva y la ética del presente-- un momento del pasado? Estos funcionarios de la historia olvidan que en el cine de ficción sus parámetros de verdad no se aplican de la misma manera ni con la misma intensidad que para la argumentación escrita; no tienen en cuenta que están manejando en sus análisis criterios textuales inútiles para el estudio de la imagen audiovisual.

Lévy no es una excepción: pertenece --por generación, estudios, actividad, ingresos y convicciones-- al complejo editorial-universitario, actividad que se autoconsidera en la cumbre de la pirámide de la certeza y del prestigio social, mientras que el cine no pasa de entretenimiento popular. Todo lo que amenace con subvertir este orden --nunca reconocido ni verbalizado-- está mal, es motivo de indignación, supone una amenaza o puede tener efectos perversos o imprevisibles para su statu quo. De ahí proviene su temor al cambio, a quedar obsoletos, rezagados, arrinconados, en su papel de unidad de medida de la corrección cultural. Sin embargo, ¿a la gente que disfruta con Scorsese o Tarantino le preocupa la visión del pasado que puedan transmitir sus películas? ¿Acaso estos filmes provocarán que alguno se interese de pronto por el holocausto o la Segunda Guerra Mundial? No digo que nadie lo haga, pero lo normal es que, cuando eso sucede, haya alguna lectura o un interés personal o académico por medio. Son pocos los que saltan directamente a la literatura especializada por culpa de un filme; es deseable que suceda, pero no es habitual.

Detrás de tanto énfasis en la corrección histórica y de tanta indignación sobrevenida se esconde el verdadero terror de esta elite intelectual: la amenaza evidente que supone la imagen (en prestigio, que no en ubicuidad, esa es ya una batalla perdida) frente a la palabra. Pero también --como es el caso de Lévy, a quien preocupa que los filmes objeto de crítica sean estrenos planetarios-- el problema adicional es su temor a que llegue un momento en que la imagen lo llene todo y no quede espacio para la escritura. Al señor Lévy no le preocupan las peligrosas o nefastas consecuencias que podamos extraer de lecturas erróneas o distorsionadas de las películas, sino la ausencia de alternativas, que la gente no sienta la necesidad de abandonar el complejo audiovisual para satisfacer su ocio, su información, su cultura y su conocimiento. ¿De dónde procede esa obsesión de que la imagen cala más que la letra? ¿Qué ganan inventando límites a la supremacía de la imagen? ¿No comprenden que la imagen enseña poco --más bien nada-- más allá de los efectos narrativos de la ficción? El cine, como mucho, muestra caminos que se suelen recorrer en los libros, así que sus prejuicios no pueden estar basados en el temor a la desaparición, la razón tiene que ser ajena a la creatividad, en el temor a perder sus privilegios mediáticos. Basta echar un vistazo a la blogosfera cinéfila: la mayoría de sus autores son ávidos lectores. ¿Dónde está el problema?

Debates sobre el apocalipsis de la cultura literaria, la pérdida de valores, la degradación de todos los ámbitos creativos... estos temas han merecido ilustres plañideras desde los tiempos de Platón; así que no debemos preocuparnos, es más bien algo casi genético en nuestra especie. Lo que sí me preocupa es esa crítica que ensalza a Adam Curtis porque es un funcionario de la BBC y pone a bajar de un burro a Michael Moore porque es un autodidacta nacido en un suburbio, cuando en realidad ambos hacen lo mismo: documentales en los que a los hechos añaden su propio punto de vista, es decir, opinión, la misma que derrochan columnistas, intelectuales y críticos en foros mediáticos. Curtis admite que se inspira y utiliza los resúmenes trimestrales de noticias que edita la propia BBC (a los que por supuesto tiene fácil acceso) en sus filmes; Moore, en cambio, va los centros comerciales, persigue a senadores, trata de acceder a los empresarios de elite, recurre al humor y al sarcasmo, y resulta que es un populista demagogo.

Me revienta esa crítica que únicamente ensalza obras en las que puede establecer conexiones con títulos y autores que sólo a ella se le ocurre establecer, o que se sirve de una obra para refrendar un inexistente criterio estético-formal --nunca antes formulado en ninguna parte-- que lleva años defendiendo. Creen que es una manera indirecta (y elegante) de exhibir su dispositivo citacional, cuando en realidad lo único que queda en evidencia es su elitismo y su pedantería al renunciar o negarse a dar pistas al lector no iniciado, pensando que si lo hacen ofenderán a su público experto o diluirán la calidad del texto. Me agotan las constantes reivindicaciones, descubrimientos, redescubrimientos, lecturas, relecturas, matizaciones, homenajes, panegíricos y demás defensas de nombres y títulos no suficientemente valorados en su momento. Estoy cansado de los críticos-descubridores, de los críticos-faro, de los críticos-exegetas, de los críticos-profetas; cansado, en fin, de los que escriben pensando únicamente en las elites a las que creen pertenecer. Es necesario hacer añicos sus pedestales, obligarles a tratarnos como espectadores y no como posgraduados de vuelta de todo.

Quiero una crítica que no abandone nunca, NUNCA, el punto de vista del no iniciado, que no renuncie a captar nuevos lectores, que no olvide que su reto es retenerlos e interesarlos. Y si es necesario subir a las cimas de la abstracción teórica que lo haga por la escalera, para que el lector pueda superar los conceptos peldaño a peldaño; que no le suban en ascensor y se encuentre de pronto en el piso 128 sin ninguna pista o asidero. Quiero una crítica cuyo análisis no renuncie a los golpes de efecto, a ciertas trampas o licencias que acrecienten el interés y la amenidad, algo así como una especie de argumentación narrada que nos traiga, que nos lleve y que nos deje en el lugar más inesperado. Quiero una crítica que me provoque ganas de conocer más sobre nuevos libros, películas, tendencias o teorías, porque así se transmite el conocimiento y, pasado el tiempo, se contribuye a que surjan nuevos críticos, incluso nuevos creadores. Quiero orientación antes que especialización, intensidad antes que inspiración.

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lunes, 8 de marzo de 2010

Drama bien afinado (Corazón rebelde)

Escribo sabiendo que Jeff Bridges se ha llevado el Oscar por su interpretación en Corazón rebelde (2009), aunque esta información es poco relevante, pues todo indicaba que se cumplían las premisas bajo las que Hollywood suele conceder estos premios: actor de amplia y dilatada filmografía (tres nominaciones como actor de reparto más otra protagonista), película de tema popular y muy estadounidense, protagonista que vive con lucidez su propio proceso de decadencia artística y de deterioro físico, película menor que únicamente se lleva un premio grande (el de interpretación) y otro menor (canción original)... Sin embargo, eso no desmerece en absoluto el trabajo de Bridges, capaz de transmitir lo suficiente sin tener que sobreactuar ni abusar de los silencios. Premio merecido el suyo.



Decidí ir a ver Corazón rebelde porque era la primera película de su director (Scott Cooper). Últimamente estoy en una fase en que, a la hora de decantarme por un título u otro, valoro por encima de lo normal ciertos criterios extracinematográficos: que sea de bajo presupuesto, que suponga un debut en uno u otro sentido, que tenga un argumento novedoso (o por lo menos que esté redactado de una forma amena allá donde lo lea)... Es verdad: convierto en subjetivo un proceso ya de por sí lo bastante subjetivo, pero creo que es una consecuencia de la acumulación y la sobreoferta de estrenos.

La película tiene dos méritos indudables: el primero la narración ligera y poco dada a excesos dramáticos. Todos los personajes se expresan con franqueza, sin necesidad de que tengan que ser sus actos o sus negaciones --como es habitual en estas películas de balance vital-- los que transmitan sus sentimientos, saben lo que quieren y lo dicen a la primera (la única excepción es Colin Farrell, imposible en su papel de cantante). El segundo es la banda sonora --otro gran trabajo de T Bone Burnett, responsable de la multipremiada banda sonora de O brother (1999) de los hermanos Coen-- perfectamente puesta al servicio del argumento, sin diferenciar entre números musicales y escenas habladas (recurso propio del musical), con una buena selección de temas, el uso de las canciones como contrapunto dramático, el minucioso descuido al rodar las actuaciones en directo... Me pregunto cómo se las apañó el autor de la novela en que se basa la película para contar su historia sin el apoyo de la música.

Cosas malas: que se acaban demasiado pronto las cosas buenas que contar. Tanto el desarrollo como el desenlace resultan previsibles, aunque es de agradecer que su director renuncie al tono trascendental y crepuscular, tan habitual en estas historias: el anhelo de una vida más simple, de enmendar en la medida de lo posible los errores del pasado, asumir las limitaciones, final abierto y agridulce... No resulta conmovedor, pero sí sincero y verosímil. Sin el apoyo de la banda sonora (y ahora el Oscar a Jeff Bridges) el filme habría pasado mucho más desapercibido. Puede que incluya la mejor interpretación masculina protagonista del año, pero el drama que la contiene no está a la altura.

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Resacas de los Oscar 2010

Corto (09/02/2010): Nominados a los Oscar 2010 o imprevista secuela de La guerra de los Rose

Cameron no se ha llevado el gato al agua y Avatar se va a casa con tres raquíticos premios técnicos más que cantados (dirección artística, fotografía y efectos especiales), sin conseguir redondear la jugada con una doble bendición de público (filme más taquillero de la historia) y crítica. Sin ser una película especialmente política, En tierra hostil ha hecho valer la carta de la eficacia narrativa y el espectáculo cinematográfico (aparte del indudable atractivo de estar ambientada en el avispero iraquí) para alzarse con el triunfo: no sólo película, dirección y guión original, sino también en categorías que más de uno pensaba que irían a parar a su ex-maridito (montaje, sonido, efectos de sonido).

Las mayores sorpresas: el premio para El secreto de sus ojos, que todo el mundo adjudicaba a La cinta blanca; la banda sonora (para Up contra casi todos los pronósticos) y la canción, que más de uno pensaba que caería cerca de un musical como Nine o del éxito Disney de turno (Tiana y el sapo), al final ha sido para «The weary kind» de Ryan Bingham y el increíble T Bone Burnett de la película Corazón rebelde.

En cuanto a la quiniela, felicitar --ex-aequo-- a Agus y Anónimo-que-me-imagino-quién-es por sus 14 aciertos: el primero película, dirección, actor, actriz, actor y actriz de reparto, guión original, película de animación, dirección artística, fotografía, diseño de vestuario, montaje, maquillaje y efectos especiales; y el segundo incluyendo actor, actriz, actor y actriz de reparto, guión original y adaptado, película de animación, dirección artística, fotografía, diseño de vestuario, montaje, maquillaje, banda sonora y efectos especiales. Ambos destacan por su perfecta sincronización con los criterios de la Academia, sobre todo en lo que a premios artísticos se refiere (en los técnicos todavía les queda algo de camino por recorrer).

Montse se ha quedado a las puertas del triunfo: ha conseguido 13 (un empate en cabeza habría sido muy bonito), lo cual revela también su gran sentido de la intuición práctica (dirección, actriz, actor y actriz de reparto, guión original, película de animación, dirección artística, fotografía, diseño de vestuario, montaje, maquillaje, efectos visuales y cortometraje documental).

Honroso tercer puesto para el organizador del evento: 12 aciertos (dirección, actriz, actor y actriz de reparto, guión original y adaptado, película de animación, dirección artística, fotografía, montaje, maquillaje y efectos especiales), mucho más meritorio teniendo en cuenta la triple presión que supone para mí la información previa, las preferencias personales y el deseo de acertar por encima de todo.

Toni-Yoda mantiene su nivel de las últimas participaciones con 11 (dirección, actor, actor y actriz de reparto, actriz, dirección artística, fotografía, diseño de vestuario, montaje, maquillaje y efectos especiales), a medio camino entre la realidad y el deseo.

Juamna ha logrado 9 (actriz de reparto, guión adaptado, película de animación, dirección artística, fotografía, maquillaje, banda sonora, efectos especiales y cortometraje), todo un mérito teniendo en cuenta su ausencia casi total de información previa.

Mesé se ha quedado en 7 (guión original y adaptado, película de animación, dirección artística, maquillaje, banda sonora y efectos especiales), un buen resultado teniendo en cuenta que se encontraba en la misma situación que Juamna.

Eduard no ha pasado de 6 (dirección, actor de reparto, película de animación, dirección artística, fotografía y maquillaje), un resultado que supone un claro retroceso, ya que siempre se ha caracterizado por su gran sentido práctico como espectador.

Hombre Perplejo también ha llegado hasta los 6 (dirección, actor y actriz de reparto, dirección artística, efectos visuales y banda sonora).

Noemí sólo se mojó en 6 categorías por pereza, así que relativizaremos al máximo sus 3 aciertos (actor y actriz de reparto y dirección).

Y finalmente Babel, dado que votó con el corazón, se ha quedado en 2 (efectos especiales y cortometraje de animación), lo que hace más increíble su resultado.

Si alguno quiere contrastar o impugnar los resultados que consulte todos los ganadores aquí.

En el apartado de anécdotas varias, señalar que el mayor consenso ha recaído en los efectos especiales, la fotografía y el actor y la actriz de reparto, mientras que Up in the air en guión adaptado y Malditos bastardos en guión original se han revelado como los deseos no confirmados más habituales.

Y un último mensaje para perezosos/as y tímidos/as: otro año aprovechemos las ventajas del cortapega en toooodas las categorías, y no temamos identificarnos, ni hacernos responsables de nuestros votos, ni mojarnos en categorías en las que no tenemos ni idea, porque --ya se sabe; sí, ya se sabe-- aquí jugamos por jugar.

Gracias a todos!!!!!

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lunes, 1 de marzo de 2010

Eficacia y contundencia (Un profeta)

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) fue la sensación del verano en EE UU aquel año: era una comedia original, firmemente anclada en su género pero sin renunciar a los tics creativos de su autor, y con su puntito de reivindicación sentimental. Se habría alzado con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa si no se hubiera cruzado en su camino Pelle el conquistador (1987) de Bille August, que era un drama muy solvente. Ya se sabe que en caso de empate los dramas ganan a las comedias. Creo que lo mismo le sucederá este año a Un profeta (2009) de Jacques Audiard, con la diferencia de que cuando compiten dos dramas se prefiere al que toca temas más políticos o considerados intocables: se le cruzará La cinta blanca (2009), un filme con un inmenso calado histórico y social que trasciende la anécdota narrada. La acción trepidante y la convincente ambientación carcelaria que propone Audiard se alzarían con el premio sin problemas --ya se ha llevado unos cuantos: el Gran premio del Jurado en Cannes, 1 BAFTA, 2 premios del cine europeo y 9 César-- de no mediar el filme de Haneke.


Un profeta es, antes que una crónica social de ese universo paralelo que son las cárceles, una inmejorable alternativa europea al cine de acción centrado en mafias que suele rodar Hollywood. Los primeros 45 minutos exhiben una dosificación narrativa impecable, manteniendo un ritmo ligeramente acelerado que no resta concisión ni eficacia al retrato de los personajes. El conjunto me recordó muchísimo al bloque final de Uno de los nuestros (1990), donde Scorsese cerraba magistralmente un argumento poliédrico a base de montajes alternados y narrador bajo los efectos de la cocaína. En la segunda parte desciende el ritmo, pero no el interés de la historia, para remontar definitivamente con la escena del asesinato en París, que volvió a recordarme al mejor Scorsese, incluso a Coppola. La planificación sonora de esta escena es sin duda responsable parcial de los dos premios al diseño de sonido que ha ganado.

Igual que Haneke, Audiard ha renunciado a enfatizar o añadir elementos típicos del cine de género: polémica social, romanticismo, final éticamente esperanzador... No hay nada de eso en Un profeta: la fuerza del argumento ocupa sin problemas ni malas conciencias los espacios que otro filme más convencional reservaría para una historia de amor, un final abierto al arrepentimiento o a la reinserción. Hay momentos en los que el contexto social, la crudeza oculta del mundo carcelario o la emigración pasan inevitablemente al primer plano, pero nunca llegan a eclipsar al argumento principal; todo eso cae por su propio peso y es el espectador quien decide --o no-- recogerlo para hacer lo que quiera. Es más, incluso el posicionamiento de la narración respecto al imparable auge de Malik --multipremiado Tahar Rahim-- queda diluido por un constante alud de acontecimientos, hasta el punto de que el título no es suficiente para expresar la peripecia vital y psicológica del filme. Una vez superadas las tentaciones de encasillar y moralizar el relato, uno se deja seducir y llevar por la tensión narrativa, la verdadera prioridad de Audiard, a la que sin duda dedica sus mayores esfuerzos.

No es casualidad que Un profeta sea un producto francés: su legislación, su proteccionismo cultural y financiero y el énfasis en el tejido industrial pueden resultar polémicos en determinados aspectos, pero en lo estrictamente cinematográfico están dando lugar a una nueva pequeña edad de plata del cine francés.