lunes, 30 de mayo de 2011

Nueva exhibición de atrocidades (Vamos a hacer dinero)

No merece la pena recomendar Vamos a hacer dinero (2008) a los que ya han visto Inside job (2010): a la mayoría nos basta con un cabreo a la salida del cine; pero el caso es que son dos filmes que se complementan para producir un único y mayor cabreo documentado. El de Charles Ferguson escarba en la intencionada y consciente cadena de decisiones que acabaron en el Big Crunch financiero del que apenas hemos terminado de calibrar su onda expansiva; el del austriaco Erwin Wagenhofer, en cambio, trata de exponer sin populismos no sólo contradicciones, sino explicar que tras los desastres económicos actuales hay elecciones racionales de personas que conocían perfectamente las consecuencias de sus decisiones, lo cual no impidió que las tomaran ni que ahora nieguen sus efectos y traten de minimizar sus nefastas consecuencias.

Vamos a hacer dinero comienza estableciendo contrastes globales a base de un montaje de atracciones (sin voz en off y sin banda sonora) que recuerda mucho el estilo de clásicos como Koyaanisqatsi (1982) o Baraka (1992), pero poco a poco va desvelando una estructura propia, hecha de encuentros (que no entrevistas) a los dos bandos que ha ido polarizando el capitalismo, con un claro predominio de los (in)conscientemente incompetentes que están destrozando el sistema desde dentro. El conjunto resultante, a pesar de la exposición ordenada y de las argumentaciones clarividentes, está más cerca de la Exhibición de atrocidades (1970) de J. G. Ballard que de un pulcro y desapasionado análisis sociológico. Describir la herida no hace que duela menos (Maalouf dixit), y aunque se haga con precisión es una labor que, desgraciadamente, no soluciona nada. Sin embargo, si estuviéramos ante un documental de Michael Moore la banda sonora incluiría canciones del Closer (1980) de Joy Division; Wagenhofer, en cambio, ha preferido reunir hechos y agravios que propicien una movilización del espectador, un poco al estilo Hessel.



El filme explora, una vez más, las flagrantes contradicciones del capitalismo, incrementadas por las consecuencias de la tremenda e irresponsable desregulación legislativa del sector financiero, una dinámica en la que los políticos se embarcaron tan felices allá por los años ochenta: al principio pensando en una racionalizaciñón y agilización del Sistema, más tarde, ya en el siglo XXI, atrapados en el bucle letal que les lleva a malvender o malfinanciar activos públicos para compensar los ingresos que se pierden al ofrecer rebajas de impuestos en cada reelección. Inmersos en esta obsesión imparable, la legislación, en lugar de proteger al mercado contra sí mismo, resultaba un estorbo para hacer mayores malabarismos contables. Romper esta dinámica es ahora lo más urgente, porque es un proceso que está descapitalizando el sector público de Occidente y llevando al límite la supervivencia de los países pobres (el ejemplo de la producción algodonera en Burkina Faso es suficientemente demoledor).

La parte dedicada a la burbuja inmobiliaria, cómo no, está rodada en España, concretamente en Andalucía, donde la inversión con el simple objetivo de introducir capital en el circuito financiero (y no de ofrecer viviendas, aunque fuera en forma de segundas residencias) se ha llevado a cabo con la complicidad del gobierno: Aznar abonó el terreno con una ley del suelo que básicamente decía que todo era urbanizable; y a partir de ahí los inversores hicieron el resto. El resultado: toneladas de cemento depositadas en espacios protegidos (como el hotel del Algarrobico en Almería), urbanizaciones fantasma, campos de golf que consumen hectólitros de agua para que nadie juegue...

Lo mejor del filme es que los propios depredadores se avienen (no sé si porque se la trae floja o porque no saben realmente para quién están hablando) a expresar sus cínicas opiniones ante la cámara: sobre los sindicatos como lastre, la inevitabilidad de la pobreza, la ausencia de responsabilidad ética y otras lindezas por el estilo. Son momentos grotescos y patéticos (mención especial para el agente inmobiliario andaluz y el primer ministro adjunto de Jersey) que resultarían risibles si no fuera por las imágenes de contraste que ofrece Wagenhofer a continuación. Viéndolos y oyéndolos, uno acaba de convencerse de que no estamos en buenas manos.

Sin embargo, el principal obstáculo que deben desafiar estos documentales de denuncia argumentada es el problema de la legitimidad: estamos demasiado acostumbrados al reportaje televisivo, en el que un narrador nos lleva, nos trae y nos ilustra sobre un asunto dado; casi nos parece natural esa alternancia de planos generales, imágenes de archivo y entrevistas a testimonios. Pero sobre todo estamos demasiado acostumbrados a escuchar a los expertos cómo desmenuzan cualquier suceso, en sus despachos, en sus confortables casas, siempre rodeados de libros (una imagen ya esclerotizada que significa «mírame bien, soy un intelectual porque tengo muchos libros, así que lo que digo es inapelable»), ofreciéndonos causas, consecuencias y análisis listos para consumir. Son consejeros, directores, políticos, profesores universitarios, asesores, con o sin prefijo ex. Su presencia en estos documentales pretende aportar credibilidad al mensaje, hacerlo creíble, certificarlo como integrado (al más puro estilo de Umberto Eco); y si esto no se cumple en cada documental, si un cineasta trata de soslayar este esquema o pretende innovar sin recurrir a «los expertos», le espera el desprestigio oficial, el ninguneo, la desconfianza, el desprecio y la burla. Exactamente las reacciones que provoca Michael Moore con su estilo populista que no renuncia al espectáculo, al humor, a la farsa y a incomodar al poder.

La clarividencia expositiva, la indignación racionalizada, incluso la modélica organización en la ocupación de plazas, todo esto --lo sabemos quienes compartimos alguna de estas cosas-- no es suficiente para provocar cambios profundos en la sociedad, y mucho menos en la economía. Aun así, la política, a pesar del desprestigio alarmante que arrastra en la actualidad, es imprescindible porque la legislación es la única cosa que puede obligar a los depredadores del lado de la oferta a ceñirse a unos límites; y si lo hacen es sólo porque puede derivarlos hacia la vía judicial. Está bien que siga habiendo documentales como Vamos a hacer dinero, como Inside job, porque eso mantiene activa la capacidad crítica y la esperanza de una movilización reactiva. Otra cosa es que sea capaz de estructurarse y de convertirse en una alternativa política real. De momento, gracias a Hessel y a movimientos como el 15-M, sabemos que hay capacidades (y películas) que no se pueden desaprovechar.


http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2011/05/nueva-exhibicion-de-atrocidades-vamos.html

jueves, 12 de mayo de 2011

Experimento fallido (Código fuente)

Tras el interesante debut que supuso Moon (2009), Duncan Jones se ha lanzado de lleno a un producto comercial, al que sin duda se vinculó por los elementos de acción y tecnología que incluye el guión y por las enormes posibilidades narrativas que eso suponía. Desde ese punto de vista Código fuente (2011) es una película que ahonda en algunos temas y rasgos de estilo que ya estaban presentes en Moon. Ya sé que suena a teoría de autor barata pero sé lo que me digo.

El planteamiento inicial no puede ser más atractivo y lleno de posibilidades: un militar especialista es trasplantado en el tiempo hasta un tren de pasajeros en el que ocho minutos después estallará una bomba; su misión es descubrir al terrorista que viaja en él para abortar una nueva explosión aún más devastadora, anunciada para unas horas más tarde. Perfecto, nada que objetar: hay filmes con puntos de partida más estrambóticos y el resultado final no desmerece en absoluto: Cube (1997), Memento (2000), Primer (2004) o Serenity (2005). Otra cosa es que con estos materiales Jones haya sabido componer un auténtico thriller de tensión impecablemente incremental. Pues mire usted, no.

Vaivenes argumentales más o menos coherentes y verosímiles aparte, cuando una película aborda los viajes cuánticos en el tiempo eso significa casi con toda seguridad que tendrá un formato cercano a lo que yo denomino la narración recursiva, que es aquella en la que asistimos una y otra vez a un mismo suceso y, tras cada visionado, accedemos una nueva información, que completa o anula a las anteriores. Es una variante de la narración fractal, como la que proponía Origen (2010), basada en el anidamiento de historias. En ambos casos se trata de filmes que explotan uno de los recursos más vanguardistas de que dispone el cine para equipararse con la literatura. Desde El hombre que mató a Liberty Valance (1962) y, sobre todo, hasta El sexto sentido (1999), el espectador sabe que si una misma escena se repite en un filme es porque hay un dato oculto o posee significados acumulados, contradictorios y/o sorprendentes. Se trata sin duda de una labor arriesgada, y ese mérito es de lo poco que aporta Duncan Jones: las tres primeras repeticiones comienzan con el mismo plano --quizá para asegurar la comprensión del espectador-- para luego atreverse con transiciones cada vez más arriesgadas. A partir de la cuarta se despacha con algunos toques de humor y algo de tensión descafeinada. Una vez disuelto el efecto de desorientación que atenaza al protagonista y al espectador, la historia se desparrama en tramas impensables por anodinas.



Lo peor de Código fuente es la sensación final de una película que ha malbaratado una idea muy prometedora, especialmente en los diez minutos finales, cuando la blandenguería a tiempo completo --además de unos reveses narrativos imposibles y absurdos-- sustituye a la tensión y al suspense que, más o menos, ha sabido mantener el resto del tiempo. Si apuestas por un thriller más vale que empiece y acabe como tal, que eso no impide que puedas intercalar toda la blandenguería previsible que quieras. Lo que no cuela es sustituir uno por otra sin esconder en la manga un golpe de efecto final.


http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2011/05/experimento-fallido-codigo-fuente.html