jueves, 29 de diciembre de 2011

Viejos conocidos de la fabulación cinematográfica (Le Havre)


No hay manera de que me entre el cine de Aki Kaurismäki, y no creo que sea porque no valore adecuadamente algunos de sus méritos. Para empezar, su simplicidad narrativa, la forma directa, teatral, incluso irreal, de planificar las escenas, con decorados austeros, dreyerianos, una cámara que anuncia los movimientos internos de la escena, una variante muy edulcorada del montaje de atracciones que recuerda mucho al primer Eisenstein; pero especialmente la interpretación de los actores: afectada, extrañamente directa, a base de diálogos que prescinden de toda verosimilitud para concentrarse en el contenido.

Le Havre (2011) repite galardón en Cannes --el de la crítica-- que Kaurismäki ya ganó con El hombre sin pasado (2002) y que también me dejó con la misma sensación: un cine hecho a base de una realidad conscientemente filtrada (mediante criterios de utilidad narrativa) que permite recrearse en sentimientos y situaciones en estado puro. Un cine que me recuerda mucho al de Ermanno Olmi, especialmente al tono y el estilo de La leyenda del santo bebedor (1988). Narra la historia de Marcel, un limpiabotas de pasado bohemio en París que sobrevive con su esposa en un suburbio de Le Havre, y que, por circunstancias, se hace cargo de un joven inmigrante ilegal, un adolescente que quiere cruzar el estrecho para ir a Londres y reunirse con su madre.



El filme insiste en el principal rasgo narrativo del cineasta finlandés: crónicas urbanas sobre seres sencillos y honrados que viven con modestia pero básicamente felices. Su comportamiento mantiene un punto de excentricidad que, fuera de la pantalla, los convertiría en raros, pero que es lo que les salva de caer en la tristeza o el abandono. Se trata de una estrategia necesaria para convivir con el mundo hostil y egoísta, aunque ese mundo la película sólo lo da por supuesto, ya que no forma parte del relato. Aquí le toca el turno a la emigración ilegal --gran escena en el depósito de contenedores-- aferrándose a la versión más pura del discurso bienintencionado, irreprochable e inaplicable de la Ilustración, sin importar que para eso haya que rebajar drásticamente las dosis de realismo (tanto de las imágenes como de los personajes). Marcel (el protagonista), su mujer, el comisario, la panadera, la dueña del bar, el joven inmigrante.... todos se muestran como seres lúcidos, con un punto de desencanto que no les impide disfrutar de la vida, supuestamente atravesados por un pasado doloroso que han sabido superar. A pesar de las circunstancias personales y externas, se conducen con intachable filantropía, y no se expresan en el tono literario, directo y edulcorado del cine estadounidense. Esa diferencia, probablemente, es uno de los aspectos que más distancia el cine de Kaurismäki de la corriente mayoritaria del cine contemporáneo, y debemos considerarlo un mérito.



Lo que ya no me parece tan bien es el mundo extremadamente maniqueo que presenta, los debates morales --como el del comisario-- de desenlace tan previsiblemente buenista, el final casablanquero (con Marcel y el comisario entrando en el bar a celebrar su recién descubierta amistad), pero sobre todo el remate --que confieso me pilló totalmente desprevenido-- de la escena en el hospital con la esposa. No entiendo por qué recrearse en los sentimientos, obviando las dificultades de una realidad que --en la práctica-- los diluye o los corrompe, acapara tantos elogios. Me parecería mucho más meritorio un filme que transmitiera ese mismo deseo de esperanza en el ser humano sin necesidad de renunciar a la lucidez y las miserias humanas, asumiendo que van mezcladas con los impulsos bondadosos. El problema de la inmigración no se limita al drama de las familias rotas que desean reunirse en un entorno que les hostiga e ilegaliza su existencia (que también lo es); sino que intervienen otros muchos factores, y Kaurismäki los deja de lado casi todos. Fabular así es una cuestión de estética al alcance de cualquier narrador mínimamente dotado.

El cine de Kaurismäki exuda optimismo y esperanza por todos sus píxeles, y esa es la principal razón de su éxito de crítica, un colectivo que aún cree que una de las misiones del cine --además del entretenimiento-- es ofrecer relatos cohesionadores y positivos a la sociedad. El público mayoritario, en cambio, suele ignorar sus películas y apuesta por un cine hecho con los mismos materiales que maneja Kaurismäki (filantropía, esperanza, superación de dificultades, buenos sentimientos), pero protagonizado por gente guapa y con finales que refrenden la necesidad de acabar emparejado para sobrellevar los disgustos que la vida nos reserva. Es una opción que chirría por exceso de azúcar y la repetición resulta igual de cargante e irreal que el finlandés. Por ese lado tampoco avanzamos demasiado.

Mi postura se enfrenta a un numeroso tráfico en contra, armado con argumentos de gran calado, lo sé. Es más, creo que la diferencia fundamental es que ellos defienden --legítimamente-- el valor de un tipo de cine conscientemente artificial que funcione como una fábula moral de nuestro tiempo, cuyo mérito consiste en dar con un estilo que encaje bien con una realidad en la que se han eliminado los elementos que no contribuyen a reforzar el mensaje. Será que me he convertido en un cínico o que me empeño en conseguir los mismos objetivos por la vía complicada, pero el caso es que películas como Le Havre conmigo ya no funcionan.


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domingo, 18 de diciembre de 2011

Rígida denuncia de la rigidez (Nadie sabe nada de gatos persas)

En el cine iraní contemporáneo Asghar Farhadi es el integrado y Bahman Ghobadi el apocalíptico (en el sentido de subversivo, no el que originalmente le daba Umberto Eco en su famoso libro). A los dos les va muy bien, pues de momento cada filme que estrenan obtiene galardón en algún prestigioso festival occidental. La principal diferencia es que el primero aprovecha cinematográficamente las escasas grietas que permite el rígido sistema político-religioso iraquí (sin dejar clara su postura personal, pues a él lo que le interesa es narrar), mientras que Ghobadi --que además es kurdo de nacimiento y eso explica en parte su militancia política-- trata de sacar a la luz, por esas mismas grietas, el mundo que el régimen de Mahmud Ahmadineyad intenta mantener oculto bajo toneladas de obsoleta y quisquillosa jurisprudencia religiosa. En esta batalla por la reivindicación Ghobadi triunfa básicamente fuera de sus fronteras, sin que se aprecien reacciones oficiales a su cine incómodo. Farhadi, por su parte, completa la paradoja de un cine iraní que vive un gran momento creativo e industrial, desmintiendo el tópico que sostiene que, en condiciones de falta de libertad, la creatividad oficial se ve lastrada, mientras que el cine clandestino hierve en hallazgos formales y dramáticos. De momento, en el cine iraní, la noticia es que apocalípticos e integrados gozan de excelente salud.



Nadie sabe nada de gatos persas (2009) es un filme con un sólido esquema narrativo que aprovecha al máximo las ventajas de una mínima trama de ficción, impidiendo que el resultado sea considerado como lo que en realidad es: un documental acerca de los músicos proscritos en el Irán actual: pop, rock, heavy, folk, rap... Pero también sobre las consecuencias prácticas --naturalizadas y asumidas con el tiempo-- que adoptan esos mismos grupos para salvar el día a día de su continuidad artística. De entrada, las mujeres tienen prohibido actuar como solistas --como mucho la legislación permite un coro femenino-- porque su voz podría incitar al pecado, los recursos de estilo se afilan para decir lo que no se puede decir en las letras, las alternativas para actuar en directo cuando no llegan los permisos oficiales, la impotencia ante conciertos interrumpidos por la policía, la posibilidad real de acabar en la cárcel por tocar según que músicas... La música de raíces occidentales, pasada por el filtro de la tradición y la cultura persas, es hoy una importante válvula de escape para la juventud iraní, y quién sabe si el germen de algún cambio de mayor calado.

La película cuenta la historia de Negar y Ashkan, dos jóvenes músicos que además son pareja y que, tras su última estancia en la cárcel por atentado contra la moral pública, tratan de reunir un grupo con el que dar una serie de conciertos en Europa occidental. La práctica totalidad del filme consiste en el repaso que hacen con Nader --la persona que les gestiona sus pasaportes y visados de salida falsos y les organiza un último concierto en Teherán-- de los diferentes intérpretes y estilos musicales del Irán contemporáneo, mostrando su vitalidad y variedad. De paso retrata los obstáculos para ensayar, la incomprensión familiar, sus estrategias de supervivencia y la constante amenaza de la policía. Cada escena es una visita de los protagonistas para escuchar a un grupo, del cual les han recomendado a uno de sus miembros para su propio grupo. Mientras interpretan cada canción, asistimos a un impactante montaje acelerado tomado de escenas de la actualidad urbana iraní: un país que posee todos los signos externos de la modernidad occidental (entorno urbano consolidado, problemas de tráfico, tecnología digital, desigualdad social, pobreza, convivencia de generaciones con una moral práctica opuesta); en definitiva, todo un estilo de vida decadente, si no fuera por las leyes religiosas que tratan de reconducir toda esa modernidad hacia algo (que ni el mismo gobierno sabe) compatible con los dogmas más ortodoxos del islam. También aparecen algunos intérpretes consagrados grabando su música de forma clandestina, siempre desenfocados, como una especie de metonimia que expresa la invisibilidad de su arte (al final sí que aparecen como actores, aunque nunca tocando ni cantando).

Pero sobre todo hay una escena particularmente significativa: cuando Nader debe acudir al juzgado, acusado de poseer películas occidentales con contenidos obscenos (en realidad clásicos de Hollywood), esquiva el castigo a base de apasionados propósitos de enmienda que todos (incluido el juez, cuyo rostro está inteligentemente elidido en la pantalla) sabemos que son falsas. La verborrea imparable de Nader aturde más que convence al juez, y así consigue minimizar su condena, convirtiéndola prácticamente en una regañina sin importancia. Nader sale del interrogatorio apenas preocupado por las consecuencias de la citación y de la multa impuesta, sabiendo que ha interpretado un papel que, cada tanto, debe desplegar ante la justicia oficial. Da la sensación de estar viviendo una mentira, tan grande que alcanza incluso a los funcionarios que se supone deben ejercer la vigilancia de una moral en la que ni ellos mismos creen. Nader actúa (y también Ghobadi) convencido de un inminente derrumbe moral que demostrará que tiene razón. Probablemente es una impresión subjetiva del cineasta, pero estoy seguro de que posee una base, quizá no tan amplia como da a entender el filme, ciertamente real.

En conjunto, el objetivo está más que alcanzado: Ghobadi reivindica ante los suyos y el complaciente público occidental la vitalidad musical de una sociedad atrapada en un corsé religioso que le impide respirar con normalidad (más o menos como España con el franquismo y su obsolescencia costumbrista durante los años sesenta del siglo pasado), en la que ni siquiera falta una apasionada reivindicación de Teherán como laboratorio vanguardista de la música actual por parte de un grupo de rap, cuyo líder renuncia a marcharse con Negar y Ashkan porque prefiere seguir luchando por su arte en su ciudad natal, aunque sea de forma marginal y clandestina. Es la única escena en la que Ghobadi se permite un toque lírico que le asimila, en contraste con su elevado tono crítico, a un integrado defensor de la cultura patria.

Aun así, Ghobadi necesita un golpe de efecto final, un epílogo que impacte al espectador y borre la impresión de buerrollismo ideal/irreal que preside la convivencia diaria de esa juventud clandestina, un gesto dramático que compense el hecho de haber pasado de puntillas ante la imposible asimetría en las relaciones entre los dos protagonistas (que se supone que son una pareja moderna que no está para convencionalismos religiosos y sin embargo cumple estrictamente en lo que se refiere a moral sexual y sentimental), un asunto que Ghobadi renuncia a tratar de forma transgresora. Ese final destaca la generosidad y el sacrificio (a veces inútil) por una idea que se supone dará sus frutos en el futuro. Es el único momento en el que la ficción se adueña de la película, y ciertamente lo hace con convicción, mostrando una parte de la realidad iraní que seguramente muchos negarían o preferirían evitar mirar de frente. Cerrar la historia de un modo más neutro equivaldría a dejar al espectador con la sensación de que le han colado un documental, y sin embargo, gracias a esa clausura (maniquea e ingenua, es cierto, pero también dolorosa y verosímil), comprendemos que Irán es mucho más de lo que dicen los informativos occidentales y bastante menos de lo que asegura Ahmadineyad.

Nadie sabe nada de gatos persas es una película naïf y directa, con un rígido esquema narrativo que sabe lo que quiere contar y se aplica a ello sin demoras ni desvíos. Una mayor dosis de ficción y de drama la habrían convertido en una especie de Salaam Bombay! (1988) del siglo XXI. De momento, debido al estilo más artístico que político de su cine, podríamos considerar a Ghobadi como el Tony Gatlif kurdo; aunque su verdadero objetivo yo diría que es convertirse en el Ang Lee del cine iraní.


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lunes, 12 de diciembre de 2011

Cortocircuitos verbales no representativos (Un dios salvaje)

Los filmes que combinan argumentos basados en el duelo actoral no son nuevos, si acaso son francamente escasos hoy día. Lo habitual era que --allá por los sesenta y setenta del siglo XX-- partieran de un original teatral a los que se le añadía un reparto de indiscutible primera fila. No voy a detenerme en el tema de las adaptaciones teatrales y la conveniencia o no de «airear» los guiones, así que entro directamente a la adaptación que hizo Polanski de la obra de Yasmina Reza durante su detención en Suiza. En primer lugar el texto: los argumentos que reunen a unos personajes en un ambiente cerrado suelen ser una excusa para desmenuzar o reivindicar un tema universal; se trata de textos con un marcado esquema interno: declaraciones dramáticas, revelaciones sorprendentes coincidiendo con pausas formales, monólogos de alta factura literaria... El espectador siempre sabe dónde se encuentra en cada momento gracias a que esos instantes venían formalmente enfatizados por una tradición teatral e interpretativa, convenientemente trasplantada al entorno cinematográfico. No hay nada de esto en la obra de Reza, que consiste básicamente en un desparrame verbal completamente desordenado. No lo digo como un demérito, sino al contrario: es una reacción normal tras demasiados años de dramas universalizantes y profundos perfectamente estructurados. En Un dios salvaje (2011), se trata de enfrentar a dos parejas con estilos de vida e ingresos disímiles que se ven obligadas a tratar un asunto de violencia entre sus respectivos hijos (de apenas once años). Ante la necesidad --sobre todo social-- de arreglar las cosas, de forma imprevista, asistimos a una disección en bruto --sin orden ni pausas ni monólogos ni florituras literarias-- de las contradicciones interiores que atenazan al urbanita occidental contemporáneo, las cuales muy probablemente se encuentran detrás de muchos comportamientos externos aparentemente inexplicables. Si, de paso, se pone de vuelta y media a ciertas tipologías políticas y sociales, pues mucho mejor. Uno sale con la sensación de haber ajustado cuentas con una época que es la nuestra y que, sin embargo, no reconocemos como propia.



El trabajo de Polanski es sencillamente impecable: prólogo y epílogo resueltos con una originalidad y una eficacia pasmosas, una banda sonora (únicamente en esos dos fragmentos) brillante, y un cuarteto protagonista a la altura de tanta expectativa de universalidad. Polanski sitúa a los actores en una situación aparentemente temporal --se despiden tras una breve visita formal de disculpas por la agresión de su hijo; de ahí las referencias a El ángel exterminador (1962) de Buñuel-- que nunca acaba de completarse, acrecentando la sensación de que todo lo que se dice es banal, como las frases que solemos usar en las despedidas comprometidas. Esa demora de casi veinte minutos (el tiempo tras el que deciden quedarse) equivale a evitar que el espectador --que sabe de qué va la historia-- se acomode. Es un truco muy parecido al que señalaba Hitchcock en su famosa entrevista con Truffaut: en un filme, cuando empieza un juicio, como podemos anticipar cómo se desarrollará la acción, nos relajamos, como si estuviéramos en el descanso de un partido; por eso no le gustaba intercalar escenas de juicios, o en todo caso las despachaba rápido. Esa eterna despedida contribuye a tensar la situación, mantiene al espectador a la expectativa y aporta naturalidad al enfrentamiento que se avecina. Un recurso dramático de primera categoría que define a un maestro de la narración. Pero eso no es todo: cuando finalmente se produce el choque los bandos no se establecen a partir de un único debate ni con unos contendientes claros: los protagonistas juegan solos, o buscan aliados temporales, en función de los temas en disputa. Las reacciones son inesperadas (algunas de ellas muy fisiológicas), pero nunca sin que el texto trate de sintetizar o reconducir el diálogo hacia nada que parezca una recapitulación abstracta o una moralina al uso. En esto Polanski también sabe sortear la lógica tentación de focalizar el drama en la interpretación: no hay frases rimbombantes pronunciadas en primer plano, ni desahogos no interrumpidos por el resto de personajes... Todo eso que el cine y el teatro más clásicos solían explotar en este tipo de adaptaciones en Un dios salvaje está cuidadosamente omitido: todo consiste en un imprevisible intercambio de reproches y puyas en el que cada cual dispara indiscriminadamente contra el resto (la responsabilidad paterna, las relaciones de pareja, la falsa conciencia comunitaria, el machismo, el egoísmo conyugal...). En definitiva: un completo catálogo de miserias occidentales. No hay tiempo para procesar cada tema, porque el argumento fluye sin esperar al espectador, ya de por sí abrumado por el cuidadoso tratamiento técnico que requiere la filmación en un espacio tan limitado: planos sostenidos, giros imprevistos, desplazamientos ágiles por los pasillos y, especialmente, el uso inteligente de los espejos como recurso para dar más énfasis a la presencia física de la cámara en medio de los personajes, incluso para aumentar la sensación de encierro.

La película me recuerda en muchos aspectos a Dublineses (1987), el testamento cinematográfico de John Huston: no por lo que tiene de balance de una filmografía fundamental, ni de adaptación modélica del relato de James Joyce, ni por ir a verla sabiendo que ya nos había abandonado (no es el caso). Es más bien la misma combinación de vida azarosa (incluyendo en el caso de Polanski destierros y desgracias familiares) de un cineasta todoterreno que, de pronto, acaba revestido por un aura de maestría que se suele otorgar hacia el final de la vida artística. Con Un dios salvaje se ha producido la misma unanimidad, la misma rendición ante el manejo de los recursos técnicos y narrativos. Pero también es por la película que estrena: resuelta con una dosificación perfecta de significación y pulcritud técnica, una simplicidad que en realidad esconde una compleja planificación y que no puede dejar indiferente a quienes la disfrutan.


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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Antología de primeras escenas: 2. Arizona baby

1. Reservoir dogs

Arizona baby (1987) es una gran película que comienza con un largo e impecable prólogo. Normalmente, las comedias suelen poner en antecedentes al espectador de una manera esquemática: apenas una escena para cada personaje protagonista; a veces ni eso, basta una mera voz narradora poniendo en marcha el argumento. Arizona baby, en esencia, cuenta la historia del desastroso secuestro de un bebé (de una camada de cinco) por parte de unos padres infértiles venidos a menos económica y emocionalmente por muchas y diversas razones. Y aquí es donde entra en juego el prólogo que hoy nos ocupa: casi once minutos dedicados enteramente a las circunstancias en que el reincidente de poca monta H.I. McDunnough (interpretado por Nicholas Cage) y la intachable policía Edwina (Holly Hunter), los seres más antitéticos a priori para formar una pareja, se conocen, se enamoran y asumen con impotencia, tras meses y meses de intentarlo inútilmente, que no podrán tener hijos, y por eso deciden quedarse con uno que no les pertenece.



Aunque para contar esto no hacía falta tanto derroche, este comienzo de película ofrece mucha más información de la estrictamente necesaria: el uso de detalle visual, el gag instantáneo, el comentario sonoro, el sentido del ritmo y la capacidad de síntesis para calar a la pareja protagonista. De entrada, la original manera de presentar sus tres primeros encuentros: ella es la encargada de sacar la foto para su ficha y tomarle las huellas (le han detenido por robo a mano armada), y la primera vez él queda prendado de su belleza, la segunda (nueva detención por robo) la encuentra llorando porque su novio la ha dejado. Y la tercera cuando irrumpe en la comisaría para pedirle matrimonio. Entre medio, divertidas descripciones sobre la cárcel, la rehabilitación, la aburrida vida como hombre decente, la felicidad conyugal, el desencanto... Pero sobre todo la maestría --marca de la casa Coen-- para caracterizar al protagonista: un pringado total con buen fondo pero pésimas maneras que no sabe robar y que aun así no deja de intentarlo. La banda sonora y la narración en primera persona --incluyendo hilarantes contrastes entre lo que se dice y lo que se muestra-- potencian la utilidad de este prólogo, dejando la acción a punto para disfrutar con todo lo que vendrá a continuación. La película podría arrancar perfectamente con la escena del secuestro, y facilitar las motivaciones previas de los personajes sobre la marcha, pero los Coen prefieren tomarse su tiempo y afianzar el tono de sátira con esta pequeña maravilla, y de paso soltar unas cuantas andanadas verbales y visuales. Un prólogo que es casi un cortometraje gracias a su completitud formal y argumental.

Arizona baby, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo la mejor comedia de los hermanos Coen. Al magnífico enredo principal, hay que añadir una espléndida caracterización de personajes (protagonistas y secundarios), facilitando todavía más la identificación del espectador: no solamente las razones para comportarse como lo hacen McDunnough y Edwina, sino los hermanos Snoats (John Goodman y William Forsythe) y el inefable diablo de la carretera (Randall 'Tex' Cobb). Pero ahí no se agotan los méritos: también hay que mencionar el humor sutil de muchas situaciones, a veces incluso triste, como la cara que pone el pobre McDunnough cuando esquiva sin saberlo el primer disparo del dependiente del supermercado que está atracando, sin demasiado arte ni convencimiento, todo hay que decirlo. Su mirada cansada lo dice todo; y también la mezcla de estupidez y socarronería que alimenta numerosos momentos del filme.

Y por si todo esto no fuera suficiente, la película se cierra con un epílogo que no desmerece en absoluto semejante arranque, culminando una historia casi perfecta. Un epílogo que pretende ser sincero y serio, pero que no olvida ni por un segundo dos cosas: que acaba de poner patas arriba lo más sagrado y tradicional de la sociedad, ridiculizando de paso a todo bicho viviente; en definitiva, que el mundo no es un lugar demasiado agradable para crecer, a no ser que la lotería genética te deposite en una familia con la cabeza en su sitio. Aun así, el tono, la banda sonora, la descripción del sueño del protagonista, no dejan de provocar el efecto deseado: la nostalgia de un mundo amable, donde las generaciones se respeten unas a otras y quede algo de esperanza en el mañana. Gracias al epílogo en forma de sueño, los Coen pueden evitar un final sensiblero sin dejar de recurrir a la sensiblería en estado puro: se supone que nada de lo que se explica es real, pero no dejan de ser buenos deseos expresados con sinceridad. En una antología de grandes epílogos éste no debería faltar.


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