miércoles, 24 de julio de 2013

Solidez expositiva (Hannah Arendt)

Margarethe von Trotta es una veterana cineasta alemana que debutó en 1975 con El honor perdido de Katharina Blum, adaptación de la novela de Heinrich Böll, y que ahora se ha lanzado a hacer una película para contar todo lo que necesita que se sepa sobre Hannah Arendt (filósofa de la sociedad contemporánea y discípula a la vez que amante de Martin Heidegger) y la polémica que en 1961 provocaron sus crónicas del proceso a Adolf Eichmann (un antiguo teniente coronel de las SS nazis capturado por el servicio secreto israelí) para la revista The New Yorker.

La polémica se desató debido a sus comentarios acerca de la "excesiva" colaboración que ofrecieron los Judenrat, consejos judíos a cargo de la organización interna de los deportados, los cuales facilitaron la labor a los nazis en la identificación y expolio de sus compatriotas en los mismos guettos dondes estaban confinados. Para Arendt, quizá no ofrecieron la necesaria resistencia ni tuvieron suficiente valor cívico para oponerse a realizar la ingrata tarea que se les encomendó. Sin su colaboración forzosa pero eficaz, apuntaba Arendt, quizá el desastre humano, ético y político que supuso la Solución final no se hubiera convertido en una reacción totalitaria, atroz e incontrolable del Espíritu Absoluto hegeliano (un concepto que Hegel acuñó inspirado por el esplendor del estado prusiano de su época, que convirtió en motor fundamental de la historia y cuyo corolario era aquello de que todo lo racional era real), una afirmación sintácticamente correcta pero carente de todo contenido lógico cuyo reverso ha acabado identificado con el horror nazi y la expresión histórica del Mal Absoluto.

A pesar de que este concepto hizo fortuna en ensayos posteriores (el periodismo, la televisión y el cine han acabado por popularizarlo), Arendt no estaba conforme con esa visión, ya que lo cierto es que el totalitarismo nazi fue llevado a la práctica en último extremo por personas normales y corrientes: funcionarios y mandos intermedios no necesariamente fanáticos del nacionalsocialismo. Muchos de sus seguidores y colaboradores (dejando aparte la élite del gobierno hitleriano, que fue la auténtica responsable directa) fueron gentes mediocres, cafres insensibles que actuaron por omisión y/o por cobardía, escudándose en la obediencia debida para negar su parte de responsabilidad en el exterminio. Este argumento patéticamente peligroso y egoísta de ejercer el terror fue lo que llevó a Arendt a denominar esta actitud y sus consecuencias nefastas como la banalidad del mal, en oposición directa al concepto absoluto hegeliano, eliminando explícitamente toda trascendencia y sentido de la racionalidad a un mal ejercido mediante una política orientada pública y sistemáticamente al exterminio humano. Sin embargo, para muchos supervivientes judíos, declarar banal algo así equivalía a una herejía, una frivolización de su sufrimiento, a despojar de buena parte de su significado moral a la derrota del nazismo. Es posible que tarde o temprano algún otro estudioso hubiera llegado a una conclusión parecida, pero la capacidad analítica de Hannah Arendt aceleró extramadamente este proceso, planteándolo cuando todavía el mundo estaba asimilando las consecuencias de tanto horror revelado y muchos de sus supervivientes ansiando reconocimientos oficiales a su sufrimiento. La reacción en contra era inevitable.



Von Trotta ha querido poner en imágenes este episodio e ilustrar no sólo determinadas ideas --radicalmente argumentadas e irrenunciables para Arendt debido a su certeza-- sobre ética y filosofía política, sino sus consecuencias sobre la conservadora, maniquea y acomodada sociedad estadounidense que creía haber superado las heridas dejadas por la Segunda Guerra Mundial. El cine estadounidense, ante un reto similar, sin duda habría optado por puntuar los hechos con escenas a base de contrapuntos personales y recuerdos lacrimógenos, recursos dramáticos básicos para ahondar en el sufrimiento humano (justamente lo que Arendt quería evitar en su análisis) y esquivar la verdadera naturaleza del problema prácticamente el único argumento que esgrimió Arendt en su defensa): profundizar analíticamente en un fenómeno, por muy repulsivo que sea, no equivale a justificarlo ni a defenderlo. Arendt se vió rodeada de toda clase de críticas debido a que sus crónicas periodísticas superaron con creces el simple relato pseudoliterario que la mayoría esperaba.

El guión se desarrolla de forma estrictamente cronológica (apenas unos breves saltos en el tiempo), apenas unos rodeos dramáticos y secundarios que completan el ambiente humano y social en el que vivía Arendt, como si de alguna manera eso hubiera de servir de contrapeso ante lo incómodo de sus ideas. La película se limita a narrar los sucesos previos y posteriores a la polémica sin tratar de añadir matices innecesarios: no estamos ante una historia que busca ampliar el foco o situar en un determinado contexto algo que no fue debidamente comprendido en su momento. Al contrario, se trata de mostrar la vida de la mujer extraordinariamente preparada (en lo académico y debido a una experiencia vital que la alcanzó directamente) para comprender y analizar el fenómeno al que se enfrentó. La única escena en la que von Trotta se deja llevar por la construcción dramática propia de toda ficción cinematográfica es en la conferencia, en la que matiza y expone su versión de los hechos ante los estudiantes y profesores (éstos últimos en contra de su presencia en las aulas a raíz de sus opiniones). Ese es quizá el único momento en que asoma la pasión en un filme que la evita deliberadamente. El cine americano --no puedo dejar de mencionarlo-- no hubiera insertado esta escena al final, a modo de clímax puro y duro, sino que se habría beneficiado de su efectos de una forma más obvia: quizá antes o después de otra escena en la que Arendt sufriera un revés sentimental que destacara aún más su integridad moral. La película de von Trotta es suficientemente sólida como para no tener que recurrir a estos trucos: basta con los hechos más su punto de vista.

Y para terminar, un detalle curioso que contextualice una película hecha tan a la contra dentro del panorama del cine contemporáneo: cuando haces una búsqueda en Google, el autocompletado asume que si escribes Hannah te refieres a Montana y no a Arendt.




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domingo, 21 de julio de 2013

Paranoias cuánticas (Solaris)

La adaptación cinematográfica de Solaris (1972) --dirigida por Andrei Tarkovski y basada en la novela del mismo título de Stanislaw Lem-- reúne demasiados prejuicios para ser considerada un clásico indiscutible de la ciencia ficción. Se le reconocen indudables méritos, pero no acaba de reunir un consenso unánime sobre su valor cinematográfico. El primer problema es que tiende a ser reinterpretada como la respuesta soviética a la estadounidense 2001: una odisea del espacio (1968) que apenas cuatro años antes había levantado una enorme polvareda interpretativa entre público y expertos (limitar el filme a una reacción al de Kubrick fue una forma simplista de extender la Guerra Fría a terrenos no directamente relacionados con la política). El segundo gran prejuicio es la inmmerecida fama de Tarkovski de cineasta lento, espeso y/o pedante; aunque gran parte de culpa la tienen sus exégetas literarios, que han rodeado cada película suya de un aura mítica y de tal acumulación de significados que, de entrada, repelen al curioso. El tercero lo revelaré más adelante.

Kris es un sicólogo enviado para investigar los extraños sucesos que tienen lugar en una estación orbital que, desde hace décadas, estudia el extraño océano descubierto en un lejano planeta llamado Solaris. Los tres científicos que permanecen en ella afirman haber visto cosas increíbles y, a pesar de todas la evidencias en contra, Kris --una persona distante y racional-- debe averiguar si todo aquello tiene una base racional. Tal como demuestra la versión que hizo de la misma novela Steven Soderberg en 2002, el cine estadounidense sabe que necesita enganchar al espectador con un punto de partida tan prometedor como éste, y por eso dedica los diez primeros minutos de película a establecer el enigma, designar al investigador y a mostrar el ambiente en el que se desarrollará la acción (lejos de la humanidad, en la soledad del espacio, en una nave semidesierta).

En cambio, Tarkovski no ofrece ninguna información a modo de presentación, sino que obliga al espectador a deducir los motivos de los personajes y sus reacciones a medida que se desarrollan. El prólogo muestra a Kris en la Tierra, recabando información de un antiguo piloto destinado en la estación espacial que declaró en su día haber visto cosas extraordinarias; no será hasta el segundo cuarto cuando Kris desembarque finalmente en la estación y comience su misión. La estación orbital que encuentra es una especie de cruce entre el Nautilus del capitán Nemo (objetos decimonónicos, decoración burguesa y estancias impensables en un entorno espacial, como una biblioteca llena de volúmenes ¡en papel!) y la tecnología setentera, espartana y ruda de las Soyuz, en la que reina un desorden que contrasta con la blancura y la frialdad de la Discovery, la nave de 2001: una odisea del espacio.

La novela de Lem se publicó en 1961 y profundiza en una de las principales obsesiones de la posguerra occidental: la posibilidad de vida en otros planetas y el establecimiento de contacto con formas de vida inteligente no humanas. Al igual que Clarke, el escritor polaco ofrece su propia visión de tal posibilidad, pero en lugar de enfocarlo desde el punto de vista científico, opta por los retos sicológicos que implica, así como las posibles secuelas en los humanos. Solaris es, ante todo, una novela humanista acerca de los límites de la comunicación y la aceptación de lo desconocido.



Nada más llegar, Kris descubre que uno de los científicos, amigo suyo, se ha suicidado, mientras que los otros dos tripulantes le evitan y se comportan de forma enigmática. Su amigo le ha dejado una videograbación en la que se despide a la vez que revela detalles sobre los extraños fenómenos que tienen lugar en la estacion (y que se supone que Kris debe conocer). El protagonista, sin embargo, en ese momento, sabe tanto como el espectador, por lo que compartimos su estupefacción cuando, junto a su amigo, aparece una figura humana que no corresponde a ningún miembro de la tripulación. Desde el punto de vista cinematográfico, el modo elegido por Tarkovski para introducir el dilema, es tremendamente eficaz: Kris está viendo una grabación, y por tanto la figura humana que aparece en pantalla no es algo que pueda atribuir a una alucinación de sus sentidos, sino que es algo ha quedado registrado, y por tanto es doblemente real. Más tarde, al visitar a otro de los tripulantes, Kris y el espectador ven cómo una pequeña figura aparece momentáneamente en escena (un niño o un enano, no da tiempo a verlo) que se oculta rápidamente. Al no mediar explicación alguna por parte de los personajes, nuestra reacción como espectadores --igual que Kris-- es de desconcierto e inseguridad, pues creemos haber visto algo cuya mera presencia requiere una explicación que, eso es seguro, no será banal.

Esas apariciones son en realidad los vivientes, réplicas corporales de personas que conocen quienes reclan en la estación, al parecer generadas por el océano de Solaris por una razón desconocida (intento de comunicación, reacción defensiva...). La clave --tanto de la novela como del filme-- consiste en explicar cómo la presencia de estos seres es aplicada hasta sus últimas consecuencias: basta imaginar cómo reaccionaríamos al encontrarnos frente a una persona de nuestro pasado que sabemos que está muerta. Los vivientes son incapaces de estar físicamente separados de los humanos de cuyos recuerdos son producto; no saben que su naturaleza no es humana ni que son indestructibles (los humamos pueden matarlos o deshacerse de ellos, como hace Kris la primera vez, pero siempre regresan sin memoria de lo sucedido). Carecen de pensamiento, de sentimientos y de recuerdos propios, son meras emanaciones corpóreas de origen desconocido que reaccionan de forma imprevisible en cada momento.

Lo que nadie sabía, hasta la llegada de Kris y la aparición de Hari --su mujer, fallecida hace años-- es que, gracias al contacto prolongado con humanos, pueden adquirir conciencia de su naturaleza. Kris se siente incapaz de repudiarla porque sus sentimientos de amor regresar y lo confunden; aun así, tras la primera aparición, su mente racional le lleva a realizar un experimento: introduce a Hari en uno de los cochetes de emergencia y observa cómo se pierde en el espacio. A la mañana siguiente comprueba, nada más despertar, que Hari está allí de nuevo; no recuerda nada del día anterior y, además, el mismo chal que dejó la primera Hari sigue allí. Eso no impide que la segunda lleve otro igual.


Escena de la primera adaptación de Solaris a la pantalla, dirigida por Lidiya Ishimbayeva y Boris Nirenburg para la televisión soviética en 1968.

Todo esto que acabo de sintetizar no se explica ni directa ni indirectamente en la película: es necesario haber leído la novela o deducirlo mediante las imágenes (ya que los diálogos no ayudan en absoluto). Y aquí radica el tercer prejuicio: obliga al espectador a estar atento y a recomponer la historia en ausencia total de claves explícitas y de momentos definitorios. Para hacerse una idea de lo que esto implica veamos un ejemplo en el extremo opuesto: el cine de los grandes estudios de Hollywood. Este tipo de cine trata de evitar a toda costa cualquier trabajo al espectador. Es más, considera que hacerlo conscientemente es contrario a los objetivos del auténtico cine de entretenimiento. Esta idea viene de lejos: el cine clásico que le precedió, a pesar de que resultaba bastante obvio, dejaba bastante margen al espectador para que anticipara el argumento; sin embargo, desde que cambió el siglo, los guiones se han simplificado en extremo, estereotipando los personajes y las situaciones debido a un pánico irracional a que el público (al que se le presume muy poco nivel) se pierda. El resultado es un cine en el que tanta acumulación de obviedades resulta cargante, redundante y previsible.

Los vivientes proporcionan a Tarkovski una excusa ideal para jugar con algunos recursos de la narración cinematográfica: el filme se plantea desde la racionalidad científica, por lo que los personajes --y el espectador también-- asumen que no se trata de alucinaciones ni de una excusa para, más adelante, introducir elementos fantásticos imposibles de encajar con lo visto. Aquí no se esperan chorradas pseudotranscendentes del estilo Horizonte final (1997) o Prometheus (2012), por lo que los vivientes deben tener un origen plausible. El uso más original es cuando Kris decide desacerse de Hari en el cohete de emergencia: para mostrar su naturaleza no-humana y no-lógica quiebra uno de los ejes fundamentales de la narración cinematográfica (la causalidad): si Hari, a la que hemos visto embarcar, aparece al día siguiente como si nada es que algo muy extraño sucede. Al transgredir esta norma casi universal, el espectador experimenta la misma sensación de extrañamiento que Kris.

Solaris es un filme complejo que requiere predisposición, no sólo por renunciar a explicar un relato a la manera convencional, sino por la originalidad de un planteamiento que la literatura y el cine tienden a simplificar por razones de economía y comprensión narrativas. Lo normal es recrear un hipotético contacto con extraterrestres recurriendo seres más o menos humanoides; supongo que es así debido a una inercia cultural comprensible: tratar de enfatizar las diferencias físicas entre humanos y alienígenas sin perder del todo una esencia antropomórfica común que evite convertir el relato en algo opaco, espeso, complicado y poco empático. Y también --por qué no-- para no descolgar al espectador. La novela de Lem, cuyo desafío supera Tarkovski con nota, renuncia a esa tradición y opone elementos completamente disímiles: seres humanos limitados e ínfimos frente a un vasto y enigmático océano incapaz de articular palabra alguna. La arriesgada elección del novelista y del cineasta obtienen un resultado previsible: la novela y la película tienen fama de opacas, espesas, complicadas y poco empáticas. Se dice que, en caso de que haya otras formas de vida inteligente en el universo, sería imposible la comunicación con ellas, porque su existencia misma implicará un sistema físico incompatible con el nuestro. Igual esto va a ser cierto también para la narración.




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martes, 9 de julio de 2013

Trilogía de lo inefable (Antes del anochecer)

Con Antes del anochecer (2013) culmina una trilogía dirigida por Richard Linklater sobre las relaciones de pareja que comenzó con Antes del amanecer (1995) y siguió con Antes del atardecer (2004), retomando la misma pareja protagonista y los mismos actores --Julie Delpy y Ethan Hawke-- esta vez colaborando directamente en el guión. Respetando el tiempo real transcurrido entre filme y filme, recrea algunos hitos archiconocidos de la convivencia, asociando cada fase a un momento del día. Esta tercera entrega supone el inevitable cierre y balance que todos esperamos. En una película planteada como Antes del anochecer lo importante no es lo que se ve, sino lo que se dice y cómo se dice.

Estructurada en largas tomas conversadas que sostienen todo el argumento y en las que los protagonistas demuestran su capacidad para llevar este tipo de escenas (casi una rareza en el cine actual), todo el interés radica en conocer cómo les ha ido a Jesse y Céline estos años: sus logros, sus desavenencias, sus planes, sus cambios de opinión respecto a todo... Pero especialmente exhibiendo como intérpretes su capacidad de improvisación y su habilidad para introducir cada nuevo tema (lo más complicado en este tipo de películas, porque equivale a dejar entrever las costuras de un guión obligado a fluir con naturalidad).



El filme retrata un presente idílico en Grecia, al final de un verano en que Jesse y Céline se sienten muy cerca uno del otro, disfrutando de buena compañía y de conversaciones profundas, propias de gente con estudios superiores, éxito profesional, nivel de renta elevado y la misma innata tendencia a la teorización irónica sobre la vida y el amor que los personajes de Woody Allen en sus mejores títulos (es ahora cuando podemos calibrar la enorme influencia de este cineasta en el cine posterior). El espectador no tiene más que acomodarse y disfrutar de una historia sin florituras formales que dosifica adecuadamente los momentos culminantes y avanza a base de cambios de escenario y la luz decreciente de un sol que augura algo más que el crepúsculo.

El problema de las tres fases de una relación es que, excepto en la primera (la inicial, la del sexo y hablar), en la que la elección/hallazgo de un único objeto de deseo proporciona un chute hormonal irrepetible gracias a su combinación de bienestar físico y sentimental, en ellas puede suceder todo lo bueno y todo lo peor. La segunda, que en circunstancias normales sería la de la consolidación, también puede convertirse en la del desengaño, la del fin de la magia, en la que la realidad se impone y la inevitable rutina y el deseo de recuperar viejas manías se abren paso. Y si, a pesar de todo, la fortuna ha hecho que la segunda fuera la de la consolidación, aún queda el anochecer, esa tercera fase que no es, por el mero hecho de alcanzarla, el infinito y más allá (como todavía creen algunos ingenuos), sino la de una madurez que se consume en una eterna negociación. Pero también puede ser la de la descomposición, la del estallido de conflictos temerariamente aplazados durante la segunda fase, la de la Gran Bronca Definitiva, la de la resignación ante lo malo conocido, la de aferrarse a los logros del pasado que ayuden a sobrellevar la rutina del presente. Con todo, a pesar de un panorama tan negro, para Jesse y Céline también puede ser la del infinito y más allá (aunque la estadística dice que sólo tres parejas cada siglo lo consiguen).

La principal ventaja de este tipo de películas es que, una vez afianzada la empatía con la pareja protagonista (Jesse y Céline son viejos conocidos), permite al espectador establecer comparaciones y paralelismos con el propio expediente sentimental, consolarse, hacerse promesas, revocar otras, marcarse objetivos o, simplemente, disfrutar de un rato de buen cine y reconfortarse con errores ajenos.




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lunes, 1 de julio de 2013

Largo recorrido al corto

El contexto tecnológico ha propiciado un nuevo panorama --impensable hace años-- para el cortometraje; no son sólo por las plataformas digitales de video bajo demanda disponibles y en plena fase de consolidación, sino porque el cambio de soporte y de canal ha dado como resultado un género mucho más consciente del público al que se dirige. Internautas a los que enganchar y fidelizar desde el primer minuto, espectadores con el poder de interrumpir el visionado en cualquier momento y al mínimo síntoma de aburrimiento. Es un reto que se nota en los temas, en la factura técnica, en los puntos de vista, pero sobre todo en los arranques. Cuando la competencia de estímulos audiovisuales tiende al infinito, el cortometraje ha tomado nota y se ha transformado en un género eficaz, directo al grano, obligado a impactar y/o transmitir lo necesario en los treinta primeros segundos. Pero no todo es presión mediática, también están los cambios formales: para empezar, la reducción al máximo de la duración, con los consiguientes efectos sobre la economía narrativa (rozando en ocasiones los límites de la comunicación), y uno de cuyos resultados es la preferencia por propuestas vanguardistas y experimentales; pero también en la variedad de temas y aproximaciones. El cortometraje bulle, deseoso de dar con recursos novedosos que encajen con las anécdotas mínimas que maneja. Hoy, más que nunca, el cortometraje sigue siendo la I+D de la narración audiovisual.

Aquel no era yo (2013) de Esteban Crespo, ganador del Goya al Mejor Cortometraje de Ficción de este año es un buen ejemplo de filme que irrumpe sin tapujos en un tema duro, incómodo y de posicionamiento inmediato: niños reclutados a la fuerza como soldados, embrutecidos en conflictos olvidados que duran años, abandonados a la tremendas secuelas que deja la violencia adulta. El objetivo está claro: remover conciencias y provocar reacciones; y para ello Crespo no se limita al drama directamente sobre el terreno, sino que necesita mostrar a una audiencia occidental al otro lado de la pantalla, confirmando que el mensaje ha sido recibido y ha provocado el efecto esperado. Quizá en ese empeño el desarrollo dramático sea un poco demasiado retorcido, pero quién soy yo para valorar las barbaridades que se comenten por ahi...



La paradoja actual es que el cortometraje goza de buena salud a pesar de la precariedad financiera en la que sobrevive, ya que se ruedan más cortos que nunca en casi total ausencia de soporte institucional (casi toda la labor la realizan festivales y patrocinadores privados). Aun así, hay donde escoger, y para orientarse nada mejor que el nuevo libro de Juan Antonio Moreno (que ya publicó Cine en corto en 2010), una nueva guía de títulos recientes: Miradas en corto. Un texto ideal para documentarse y contextualizar un fenómeno breve al que cabe augurar una larga cola...




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