jueves, 22 de agosto de 2013

Ejemplares únicos (Winstanley)

Gerrard Winstanley (1609-1676) fue un reformador protestante y activista político inglés durante la época del Protectorado de Oliver Cromwell. Su nombre ha pasado a la historia como uno de los fundadores del grupo inglés conocido como True Levellers (Igualitarios Auténticos), para diferenciarse de la alianza de librepensadores y radicales que durante la Guerra Civil Inglesa de 1642-1651 defendieron una república laica, gobierno electo mediante sufragio universal, igualdad ante la ley, libertad de expresión, abolición de títulos y privilegios y el derecho universal a la propiedad de la tierra.

Los True Levellers se centraron en este último aspecto e intentaron llevarlo a la práctica en St George's Hill (Surrey): defendían un comunitarismo cristiano basado en la doctrina de los Hechos de los Apóstoles (donde se defiende la propiedad comunal de bienes), y la aplicación literal y práctica del aforismo popular (también incluido en la Biblia) que sostiene que los pobres heredarán la tierra.

Winstanley fue un hombre de negocios que, por circunstancias, acabó en la bancarrota y experimentó en carne propia el lado más cruel e injusto de un sistema político y económico (como lo era el inglés) concebido en exclusiva para los terratenientes. Sin propiedades, Winstanley era un desahuciado, un paria, obligado a ofrecer su fuerza de trabajo por prácticamente nada a cualquier noble o burgués. Fue entonces cuando se dio cuenta de la clase de desigualdad intolerable que sancionaban las leyes de su país, de cómo entraban en flagrante y escandalosa contradicción con la espiritualidad cristiana (con la que se suponía que estaban alineadas). Como reacción ante esta situación y persona culta y leída que era, Winstanley escribió dos opúsculos en los que denunciaba esta doble moral: La Nueva Ley de la Justicia (1649) y La Ley de la Libertad (1652) sostienen que el cristianismo es incompatible con la existencia de la propiedad y los salarios. Se trata de un torpedo en la mismísima santabárbara del sistema monárquico-feudal de la época. Ambos textos son el embrión de una corriente de literatura revolucionaria no panfletaria que cristalizará en 1789 con la Revolución Francesa, y años más tarde en el ideario del socialismo libertario.



Tras una serie de rifirrafes con las autoridades locales y judiciales por culpa de las continuas ocupaciones de tierras comunitarias en desuso, y de haber sembrado la esperanza de un futuro igualitario entre sus seguidores, en 1657 Winstanley recuperó parte de su fortuna y pudo reintegrarse en la casta de propietarios de la que fue expulsado sin contemplaciones. Y aunque siguió llevando una vida moderada, decente y honrada, fue abandonando y apaciguando el tono de sus reivindicaciones (por ejemplo, no compartió ni abrió su propiedad al resto de la comunidad, como creía que debía hacerse cuando era un desposeído). Una vez de vuelta en el bando de los terratenientes desistió en su impugnación a la totalidad del complejo político-feudal realmente existente, aun cuando buena parte de la argumentación de sus libros fuera irreprochable desde el punto de vista de los desheredados (una de las razones que explican la vigencia y la actualidad de sus escritos).

Y es que Winstanley utilizó en sus ataques contra el poder terrenal un esquema lógico tan arriesgado como difícil de rebatir en su época: utilizar en sus denuncias algunos conocidos apotegmas de la Biblia (teniendo buen cuidado de no incurrir en herejía alguna). Confrontando los textos sagrados con la realidad social revelaba la enorme distancia entre unos y otra, pero también el grado de perversión interesada a que había llegado la connivencia entre el poder eclesiástico y el político. Winstanley acertaba de pleno poniendo al descubierto una tremenda impostura en lo más profundo y sagrado de la doctrina oficial de todas las instancias del poder: la evidencia inobjetable de una sociedad desigual, un ejercicio discrecional de la autoridad y un cinismo totalmente incompatible con el humanitarismo de raíz cristiana. La crítica de Winstanley es demoledora y de un enorme calado, y se produce en un momento en que la única contestación posible al poder consistía en la violencia y el enfrentamiento. La obra de Winstanley es doblemente comprometedora, ya que combate al enemigo con sus mismas armas: una argumentación extraída de la doctrina cristiana y la perversa lógica dialéctica de autoridades, políticos y jueces.





Todo este excurso previo viene a cuento de Winstanley (1976), un filme dirigido por Kevin Brownlow y producido por el British Film Institute. La filmografía de Brownlow se compone básicamente de documentales sobre grandes directores de la época muda cuyo objetivo es transmitir un legado mediante entrevistas y un detallado análisis de su obra. Brownlow es, además, un concienzudo investigador especializado en películas perdidas y en la revisión de archivos (su estudio sobre el material hallado en los archivos personales de Chaplin se convirtió en una serie modélica --Unknown Chaplin (1983)-- imprescindible para comprender y valorar adecuadamente la figura de Charlie Chaplin). También es un reputado restaurador de celuloide, siendo su principal objetivo la recuperación de títulos de la etapa muda, las que, debido al soporte en que fueron filmadas, corren mayor peligro de desaparición. El conjunto de su labor fue justamente reconocida en 2010, cuando la Academia del Cine de EE UU le otorgó un Oscar honorífico.



Winstanley revela el sentido de la meticulosidad y la capacidad analítica de su director al escoger un tema que trasciende fácilmente los sucesos narrados, procurando que puedan ser extrapolados al presente y servir como instrumento pedagógico (especialmente en las aulas) para la comprensión del pasado a través del audiovisual. Por todas estas cosas, Winstanley es una auténtica rareza cinematográfica que merece un examen cuidadoso:

1. Se trata de un título que concuerda con algunas características del cine de culto (en versión magistralmente sintetizada por Andrés Mego en su blog La tetona de Fellini). Una etiqueta evanescente y polémica que cobra un significado más útil y concreto cuando entrecruzamos 5 ejes extracinematográficos que abarcan lo sensorial, lo enfático y lo contextual:

a) Visión: filmes que tienen a la transgresión formal y (sobre todo) visual. Imágenes desconcertantes, desagradables, intolerables, vulneración de tabúes sociales y culturales...
b) Gusto: poseer un encanto que no emane de los elementos tradicionales de la narración (actores, momentos definitorios...), sino de la valoración posterior de unos contenidos superados o caducados. En ocasiones, ese mismo encanto se desprende de una incompetencia formal no deliberada ni consciente.
c) Intención: títulos que suponen un atrevimiento contra la moral o la ética de su tiempo y que, cuando la sociedad modifica su criterio y se alinea con el filme, son contemplados como valiosos indicios de cambio de tendencia. Es exactamente el mismo proceso que la historiografía conservadora gusta de enfatizar como determinados principios de progreso en el pasado.
d) Digestión: existencia de un ritual espectatorial, un contexto específico de visionado o convocar a su alrededor una comunidad de devotos e iniciados con un fuerte sentido de pertenencia, comprometidos y posicionados frente a una mayoría ajena.
e) Estatus: títulos con anécdotas e imprevistos de rodaje que, por su importancia, marcan el significado último de la película; rarezas casi desconocidas de cineastas luego famosos; obras incomprendidas, películas únicas, formatos y/o temas no habituales en la filmografía de un director...

Winstanley encaja a la perfección en la última categoría: una película de culto por estatus, un filme de ficción en medio de un filmografía plagada de documentales, por la radicalidad en el tratamiento formal y técnico (planificación narrativa, fotografía en blanco y negro, uso de luz natural). Pero también por la singularidad de la anécdota principal (un episodio menor de la historia moderna inglesa), así como el enfoque entre crítico e historiográfico que implica.

2. La película narra los conflictos de los True Levellers (liderados por Winstanley) con las autoridades locales por su ocupación de tierras comunales para realizar cultivos de autosubsistencia. Tras una cuidada introducción histórica, la historia se centra sobre todo en la forma que tiene Winstanley de enfrentarse al poder, especialmente en los argumentos que emplea para defender sus acciones. La cuidadosa elección de palabras, los enfrentamientos dialécticos con la autoridad, la evidencia de un sistema legal kafkiano (Winstanley quiere defenderse a sí mismo ante el juez porque no tiene dinero para pagarse un abogado, pero el juez se niega a escucharle porque la ley obliga a que los alegatos los realice un abogado), el desamparo de los True Levellers ante cada incursión de los soldados, que les destrozan el campamento y les impiden cultivar la tierra. Y como en cualquier proceso revolucionario, surgen las disputas entre los que prefieren transigir parcialmente (y aceptar el dinero como instrumento de cambio) y los que se aferran a los principios ideológicos (Winstanley, que sólo admite el trueque y abomina del dinero porque está convencido de que acaba desvirtuando el valor de todo). Son las escenas más importantes de toda la película, cuyos detalles e implicaciones invitan a la reflexión y al debate: cómo actuar cuando uno se ve inmerso en iniciativas que impugnan aspectos clave del sistema; más concretamente en todo lo que afecta a la propiedad, la igualdad y un despilfarro consentido que extiende y prolonga las desigualdades sociales. Es fácil (y recomendable) extrapolar la actitud de Winstanley y las reacciones que provoca a los primeros años de la Revolución Rusa, cuando Lenin y Trotsky polemizaban acerca de los fines y métodos del marxismo en un contexto histórico no explícitamente previsto por Marx; o relacionarlo con las temerarias transformaciones que introdujo Mao Zedong con su Revolución Cultural.

3. La película, además, opta por una cuidadosa recreación material (vestuario, objetos, interiores, ambientación). La batalla inicial («El rey contra el Parlamento») incluye un minucioso montaje a base de insertos que muestra en detalle las armas de la época y su uso, así como de tácticas de combate, y que recuerda mucho a Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick, estrenada apenas un año antes. Los habituales elementos dramáticos que refuerzan la identificación del espectador (momentos definitorios, objetivos, plazos) están reducidos al máximo; tan sólo dos personajes poseen un tratamiento diferenciado propio del cine de ficción: el protagonista y la esposa de uno de los propietarios de las tierras ocupadas, que apoya económicamente a los True Levellers sin que su marido lo sepa y, además, alberga la secreta esperanza de unirse a ellos. El resto es mera mostración cronológica de un proceso, casi al estilo del reportaje televisivo. Es esa curiosa mezcla de estilo ficcionado con determinados recursos del documental lo que convierten a Winstanley en una rareza que merece ser divulgada, con independencia del valor de su análisis historiográfico.

Winstanley es un filme que mantiene intacta buena parte de su significación: a pesar de que la Biblia ha perdido parte de su valor como libro de referencia en cuanto a ética humanitarista, la igualdad de oportunidades y las desigualdades sociales de facto son las dos caras de un debate cuyos éxitos y fracasos siguen lastrando la calidad de las democracias laicas del siglo XXI. Desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico, en cambio, permite conocer de primera mano algunas posibilidades de la narración cinematográfica para trascender la ficción y adentrarse en el ensayo y en el análisis críticos, un terreno que, por desgracia, todavía permanece prácticamente inexplorado.




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lunes, 12 de agosto de 2013

¿Magos con incontinencia social? (Ahora me ves...)

El cine es magia, afirma el dicho popular, pero Ahora me ves... (2013) de Louis Leterrier --director francés con una breve pero intensa filmografía repleta de títulos de acción-- trata de aplicarlo tan a rajatabla, tan sin dejar el más mínimo respiro al espectador y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, que acaba adentrándose en el terreno del sinsentido. Da la impresión de que el filme se ha concebido y producido teniendo muy presentes algunas ideas-fuerza sobre la audiencia contemporánea y el deber del artista ante semejante público: la primera que la mayoría de la gente padece un severo síndrome TDA (Trastorno por Déficit de Atención) por culpa de los infinitos estímulos tecnológicos móviles, lo cual significa que al más mínimo síntoma de aburrimiento dejará de prestar atención o interés a lo que está viendo. Ese mismo TDA severo, siguiendo esta teoría, impide a la gente ir a las salas de cine, ya que es una tarea que requiere planificación y diferir la gratificación que supone; por ese motivo (y aquí va la segunda premisa) el cine actual está obligado a fabricar productos atractivos e impactantes desde el segundo cero, de manera que el espectador, durante la proyección, no sienta que se aburre ni le entre el pánico a estar perdiendo el tiempo, ya sea porque el argumento se ralentiza, entra en detalles, se le invita a reflexionar y/o a avanzar hipótesis sobre lo que va a suceder. El espectador que presupone un filme como Ahora me ves... es alguien que se sube a una atracción extrema de un parque temático esperando un carrusel sensorial, que para eso ha pagado. Todo lo demás es secundario y además carece de interés.

Desde el punto de vista cinematográfico, ese carrusel sensorial equivale a no dejar la cámara quieta ni un instante, a acelerar la trama sin descanso, a encadenar una revelación tras otra: explosiones, sospechosos, persecusiones, saltos, luces, tecnología, efectos, humo... Teniendo en cuenta que el argumento gira en torno a la magia, la fragilidad de nuestras percepciones y esas cosas, el contraste entre estilo y guión no puede ser más acusado y paradójico. Ahora me ves... es un papel de celofán brillantísimo que, con la excusa de que todo lo que sucede es porque hay un truco detrás, se permite el lujo de dinamitar y de prescindir de una mínima lógica cinematográfica, fabricando un enredo en el que las explicaciones o están mal dadas o simplemente no existen. Igual que hace el mago al desviar la atención del público para que no se note el truco, el director lo llena todo de luces, movimientos de cámara y trampantojos imposibles que no se sostienen más allá de la persistencia retiniana. Hacia la mitad de película, el espectador que, como yo, se empeña en atar cabos o anticipar acontecimientos, renuncia a todo y se deja llevar por la corriente de imágenes y de espectacularidad.



Si no hay comienzo ni desarrollo antes es difícil que el final, cuando llega, se pueda considerar abierto; más bien se trata de interrumpir el flujo de imágenes. No se puede acelerar ni retorcer más el ritmo sin comprometer la comprensión y la comunicación, de modo que se tira de tópicos: los personajes se quitan las caretas (sabíamos que las llevaban, pero no tan mal puestas) y explican sus motivos (lo que no sabíamos es que lo harían tan mal); y el clímax final queda convertido --literalmente-- en un tiovivo, un callejón sin salida argumental sin pies ni cabeza. Eso sí, la única certeza que mantuvo el espectador durante toda la proyección se confirma: los protagonistas acaban enrollados, aunque para ello tengan que atravesar océanos y confesar cosas que, tras un mínimo análisis, resultan risibles y ridículas. Louis, te has quedado a gusto....




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martes, 6 de agosto de 2013

Experimento inquietante (Solo el viento)

Me decido a ver Solo el viento (2012) de Benedek Fliegauf porque trata sobre un tema que afecta tangencialmente a la situación de los gitanos en Hungría, un país que es, desde 2004, miembro de la Unión Europea. Me preparo para poner al día mis conocimientos sobre el tema (que sirvieron de base para mi tesis doctoral, allá por 1998) y contrastar recursos, esquemas y arquetipos cinematográficos de antes y de ahora. Por ese lado, me entristece comprobar cómo las cosas no han cambiado apenas nada: la realidad gitana sigue caracterizada por la marginación, el prejuicio racial de la sociedad mayoritaria, el chabolismo, la desintegración de los linajes tradicionales y la supervivencia en trabajos escasamente cualificados y a base de pequeños hurtos (que sirven para reforzar el prejuicio del resto de la sociedad hacia ellos). El diagnóstico de mi tesis sigue vigente en lo básico: los gitanos siguen sufriendo las consecuencias de una desintegración cultural provocada por las desigualdades económicas y los prejuicios ajenos; un panorama preocupante que la película hace extensivo a la sociedad húngara (desesctructuración familiar, machismo, violencia escolar, paro de larga duración, bandas parapoliciales...). El bienestar en la Unión Europea --digan lo que digan sus dirigentes y los comunicados oficiales-- hace tiempo que ha entrado en caída libre.

La diferencia es que esta vez los gitanos no son el eje central de la película, sino únicamente el punto de partida del argumento: una serie de crímenes cometidos entre 2007 y 2009 contra familias gitanas (algunas de ellas en fase de integración, auqne sea precaria), que fueron asesinadas sin contemplaciones y sin que trascendiera la existencia de un grupo parafascista o racista. Se trata de sucesos que todavía no han quedado aclarados (a día de hoy los sospechosos siguen pendientes de juicio), pero lo importante es que han servido a Fliegauf para componer una reflexión sobre la fragilidad, el desamparo y las consecuencias de una existencia en permanente amenaza. Solo el viento es un filme que exhibe un esquema narrativo bien definido y mejor desarrollado, encajado con habilidad en la anécdota que pretende contar. Para empezar, la abundancia de planos por la espalda de todos los protagonistas durante sus desplazamientos (ya sean urbanos o por los bosques): se trata de un recurso cinematográfico que se utiliza para transmitir vulnerabilidad, ya que el espectador tiende a pensar que en cualquier momento irrumpirá algo amenazante. El uso casi constante que hace el director de este tipo de plano acaba provocando una tensión insoportable en el espectador (y que es, a mi entender, el objetivo principal de la película), transmitiendo con eficacia las sensaciones que provoca vivir siempre con miedo. El segundo recurso es un despliegue de las diferentes tramas narrativas deliberadamente lento: la cámara va siguiendo alternativamente a cada uno de los miembros de la familia protagonista a lo largo de un día completo, y a cada momento pensamos que es ahí --en cada silencio, en cada mirada, en cada recodo-- donde se desencadenará la violencia que anuncia el argumento desde el primer minuto. El resultado es un filme incómodo para el espectador que consigue sus objetivos sin apenas recurrir a efectismos visuales (escenas de violencia) o dramatismos (recrearse en las injustas condiciones de vida de los gitanos). Y no voy más allá para no arruinar la experiencia a los que quieran ver la película.



Y es que, como se encarga la película de explicar en una escena explicativa al más puro estilo clásico y artificialmente insertada, el hecho de que se ejerza una violencia sistemática contra un grupo minoritario (en este caso los gitanos) lleva a pensar inmediatamente que detrás hay una motivación racista; pero el hecho de que no se reivindique (como es el caso de estos crímenes) deja el mensaje a medio comunicar y provoca aún más inquietud que la violencia por sí sola. Más aún que las agresiones racistas, tememos la violencia gratuita, la que no tiene razón ni explicación racional. Los sucesos que narra Fliegauf se sitúan al borde mismo de la paranoia, porque no hay nada que la justifique (aunque sea mediante una premisa falsa, errónea, sesgada, estúpida, insostenible y/o repulsiva). Necesitamos un motivo para todo, incluso para lo más abyecto, porque de lo contrario entramos en una espiral de pánico constante, la misma que experimentan los gitanos en la película.

Solo el viento no es un alegato al uso sobre el racismo, ni la violencia, ni siquiera una reivindicación --ni humanista ni cabreada-- sobre las desigualdades o las injusticias sociales; se trata de un ensayo muy original que pretender transmitir la experiencia de vivir bajo la amenaza incesante de la agresión, pero no porque lo que hagas o digas provoque malestar o airadas reacciones en contra, sino por el hecho mismo de ser como eres. No era un reto fácil, pero Fliegauf sale con buena nota del intento, y con el Gran Premio del Jurado en Berlín 2012 bajo el brazo.




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