martes, 29 de julio de 2014

Vidas (Bajo la misma estrella)

«¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!» (William Shakespeare: Julio César).

John Green ha conseguido con Bajo la misma estrella (2012) un libro valiente que habla de un tema que conoce por experiencias de primera mano; un libro intenso y directo del estilo de El curioso incidente del perro a medianoche (2003) de Mark Haddon, capaz de derribar tópicos y traspasar de forma creativa algunos juicios de valor sobre la discapacidad adolescente y su entorno. En el caso de Haddon el tema central era el autismo, en el de Green el cáncer.

La adaptación cinematográfica ha conseguido una reacción parecida a la de la novela entre el público (especialmente el adolescente), aunque me temo que con un ligero y crucial desplazamiento en cuanto a la percepción global del filme y el sentido final del argumento. Como suele ser habitual, la literatura ahonda más que el cine en la exposición de determinadas experiencias, por muy incómodas que resulten, y el cáncer adolescente no es una excepción. Green se atreve a poner en entredicho (o por lo menos a ironizar sobre ellas) determinadas actitudes adultas respecto a sus hijos enfermos: cuidados excesivos, ocultamiento parcial de la verdad, resistencia a encarar sentimientos... Pero sobre todo acierta a describir con exactitud el día a día de la enfermedad y su tratamiento (muy alejado del estereotipo de ciertos telefilmes lacrimógenos que simplemente se centran en el dolor adulto): las horas muertas ante la televisión, las sesiones paliativas, la medicación interminable, los efectos secundarios... pero especialmente la imposición de una rutina doméstica que choca frontalmente contra el anhelo (exacerbado en este caso por tratarse de adolescentes y por su circunstancia) de vivir plenamente ante el temor a que todo termine de forma abrupta y sin aviso.

Sin embargo, Bajo la misma estrella (2014), la película, apenas roza tangencialmente la realidad y la crudeza de todas estas experiencias y situaciones. Aun así, el público adolescente que adora el libro y la película (en parte gracias a sus atractivos protagonistas) empatizan más que nada con el drama de un amor juvenil que se abre paso ante la amenaza de un brusco final, forzados a encarar sus sentimientos más allá de la vida. El cáncer es apenas un recurso dramático (como podría haberlo sido el exilio, un tsunami o una rebelión de esclavos), la novedad y la diferencia es que ha sido un tema apenas tratado en primera persona, y mucho menos explícitamente dirigido a los jóvenes. Esa y no otra es la valentía de libro y película.



El problema es que Bajo la misma estrella tiene que distinguirse en un género en el que no debería habérsela encasillado: el de los amores adolescentes para toda la vida. No tiene nada que ver con ellas, pero el público la percibe como otros antes hicieron con El lago azul (1980), Vivir sin aliento (1983), A tres metros sobre el cielo (2004), Perdona si te llamo amor (2014) o, incluso, Los juegos del hambre (2012-2015). Infinidad los títulos que insisten en el sufrimiento provocado por las dificultades a las que se enfrenta un amor adolescente (prejuicios sociales, padres intolerantes, separaciones forzosas). Toda la tradición de un género juega en contra de Bajo la misma estrella, banalizando una historia que pretendía ser diferente. En la práctica, el cáncer que sufren Hazel Grace (meritoria Shailene Woodley) y Augustus (acartonado Ansel Elgort) actúa como un potente catalizador dramático que cortocircuita con una historia de amor más bien predecible, sin tratar de incluir otros aspectos colaterales de sus vidas: sueños, esperanzas, frustraciones (que los hay, sin duda). Entiendo que encarar con realismo todo esto supondría un cambio radical de registro y de público objetivo para la película, pero diluirlo como lo hace el filme también me parece un escamoteo innecesario, cuando no una impostura ética.

Bajo la misma estrella no se aleja, en lo esencial, de esa filosofía tan característica de la sociedad estadounidense que fomenta la aceptación de las adversidades vitales en el reciclado del dolor y la expresión pública de los sentimientos a través de grupos de apoyo y entornos familiares especialmente receptivos y entrenados. Nada que no hayamos visto en infinidad de documentales, telefilmes y series juveniles. Es el famoso Aceptar, perdonar y amar que tan certeramente acertó a sintetizar Woody Allen; la diferencia es que aquí hay un dolor nuevo y directo en primer plano: la mezcla de lucidez, desesperación y fortaleza que caracteriza a los adolescentes cuando se entrentan a cosas que pensaban que venían de serie con la vida (salud, perspectivas, proyectos, amores...), o la tristeza que explota cuando atisban la enorme distancia entre sus deseos y la realidad. A poco que uno empatice con algo de todo esto --que no es, ni mucho menos, el centro del argumento pero en absoluto está escamoteado o dulcificado-- se podrá intuir una pequeña parte de la experiencia vital de estas personas. Sólo por eso merece mi respeto y mi admiración.

En el último tercio de película apenas queda nada de todos estos propósitos; todo lo llena el amor y el dolor de sus protagonistas. Así hasta un desenlace en el que prácticamente la historia se detiene para retratar con exasperante detalle cada hito del sufrimiento personal (íntimo, círculo de amigos, padres, entorno social). Un dolor sincero y contundente expresado con una lucidez y una calidad literaria irreal e inconveniente. La novedad y el mérito de Green consistía en la desmitificación de ciertas actitudes; la película, en cambio, en el balance final, se apunta sin complejos a la exposición lacrimógena de un dolor insoslayable a base de los recursos más gastados del género. Green no se merecía una adaptación tan mediocre como ésta. A pesar de todas estas limitaciones, el público puede obtener más de lo que espera.





http://sesiondiscontinua.blogspot.com.es/2014/07/vidas-bajo-la-misma-estrella.html


domingo, 13 de julio de 2014

¿Qué puñetas es el cine? 5. La narración histórico-materialista del cine soviético

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo

El cine soviético realizado entre 1925 y 1933 se ha convertido, desde el punto de vista narrativo y de la perspectiva del tiempo, en una rareza absoluta, un cine extraño y complicado de ver, escasamente empático, que además habla de un mundo que se derrumbó en 1989 y cuyos logros sociales y políticos se han visto más que cuestionados. Con todo, ese cine es la prueba material de lo que podría haber acabado siendo el cine si las cosas hubieran ido de otra manera. Es un estilo singular que representa una corriente formal sin apenas continuidad, como le sucedió a la tradición teatral y de atracción de feria que inició Méliès entre 1896 y 1913 y que abortó Griffith apenas dos años después con la eclosión definitiva de un modo narrativo inspirado en la literatura dickensiana en El nacimiento de una nación (1915).

Es un cine cuyo contenido ha perdido claramente vigencia, no sólo por el balance final de la utopía marxista en Occidente, sino por el carácter abiertamente propagandístico de sus filmes emblemáticos y una narración subordinada a los objetivos políticos y sociales de la Revolución Rusa de 1917. Sin embargo, sus títulos más representativos poseen una importancia capital en el desarrollo de la expresión cinematográfica: no se entendería su evolución a partir de 1933, o quizá no existiría tal como lo conocemos. En cuanto se profundiza en el dispositivo formal y de punto de vista de estos filmes es difícil no quedar fascinado ante la coherencia que exhiben como modelo narrativo y por su eficacia, fundamentada en una tradición formalista rusa (previa a la época revolucionaria y que se expandió con posterioridad a pesar de las directrices del nuevo régimen político), deudora del cine narrativo del primer Hollywood (Griffith nuevamente) y unos sólidos logros teóricos.

Este estilo narrativo no es solo el resultado de un proyecto artístico de unos pocos cineastas, al contrario, es el producto de una labor fundamental de teorización que fue tomando cuerpo a medida que se iban filmando títulos. Sus inicios se sitúan en 1922, coincidiendo con la formulación, en forma de premisa teórica, de un principio cognitivo básico para la comprensión de la narración en imágenes: el efecto Kuleshov. Toma su nombre del cineasta que demostró, mediante una serie de efectos de montaje, que el espectador asigna significados a las imágenes mediante la proyección de sus emociones, basándose en determinados cánones de representación visual. A pesar de este logro crucial, este estilo cinematográfico pudo desarrollarse y convertirse en un sistema gracias a la ingente labor analítica y de codificación llevada a cabo por su principal representante: Serguéi Eisenstein. Sin sus reflexiones y textos --y mucho menos sin sus películas-- no tocaría hablar ahora de la narración histórico-materialista (NHM) ni de algunos de los títulos más emblemáticos del cine soviético de entreguerras: Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924), La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925), La madre (1926), Octubre (1928) o Tempestad sobre Asia (1928).

Para empezar, la narración del NHM es tremendamente retórica, opuesta en este aspecto al Estilo Clásico (EC), con una clara orientación persuasiva y educativa, un arte útil que no renunciaba a la estética: «el cine soviético es explícitamente tendencioso, como el roman a thème; el universo de la historia afirma un conjunto de proposiciones abstractas cuya validez el filme presupone y reafirma a la vez» (Bordwell, 1985). Esta es la premisa fundamental con la que hay que encarar los filmes característicos del NHM, y ello por varias razones: 1) evitar el rechazo inicial como espectador, 2) no perderse en su extraña reiteración (estética y poética), 3) situar adecuadamente los acontecimientos históricos que narra y 4) apreciar un modo de narrar único en la historia del cine.

Como ningún otro estilo cinematográfico, el NHM no se entiende sin el EC, porque sus diferentes instancias y recursos se organizan (aunque con una distribución distinta) en los tres sistemas básicos de la narración cinematográfica (causal, espacial y temporal):

1. La causalidad en el NHM es supraindividual, al modo de fuerzas sociales imparables que actúan coordinadas, movidas por el motor de la Historia (con mayúscula). Las causas históricas de los temas que se tratan en sus películas se dan por sabidas, la incertidumbre se limita tan solo a ver cómo sucederá lo inevitable.

2. Los personajes se definen no por sus objetivos y deseos individuales, sino por su clase, trabajo y/o punto de vista político (los obreros, los soldados, los burgueses, los políticos contrarrevolucionarios, los delatores, los policías, las madres, los estudiantes, los líderes...): cada colectivo actúa de acuerdo con un papel preasignado históricamente en los acontecimientos narrados.

3. La motivación de los personajes, a su vez, se establece de forma genérica (a diferencia del EC, donde se basa en deseos y objetivos individuales), dentro del ámbito supracinematográfico del tema de la Revolución (también con mayúscula): fracasos heroicos, la explotación del pueblo, la actividad industrial, la superación del sistema político ruso prerrevolucionario...

El cine soviético es un cine de tesis al estilo decimonónico que tiende claramente a la confrontación que propone el esquema conceptual del marxismo (tesis-antítesis-síntesis). Existen variantes, pero el principal es el de la toma de conciencia del proceso revolucionario por parte de sus diferentes agentes. Los personajes, al ser colectivos y su motivación genérica, se prestan a un tratamiento retórico, poético y, sobre todo, experimental respecto a los recursos cinematográficos. Algunos de sus momentos más famosos se han convertido por derecho propio en cimas artísticas de este medio de expresión: la escena final de La huelga (vídeo 1), el montaje encadenado de los leones y la escena de la escalera en El acorazado Potemkin (vídeo 2), o el fragmento sobre el ascenso de Kérenski en Octubre (vídeo 3):







Así pues, la historia en el NHM se apoya en un tema externo al filme que guía al relato, y eso permite que la narración sea abierta, caracterizable en una serie de recursos técnicos y artísticos que lo diferenciaban del resto del cine coetáneo: mayor número de rótulos (diálogos, expositivos y de comentario), ángulos de cámara que establecen diagonales dentro de la pantalla, aceleración o ralentí de la acción (según convenga) y numerosos planos de detalle (en general, estos filmes contienen un número mucho mayor de planos, y de duración inferior, al de cualquier película de su época. En ese sentido es un cine muy moderno, un valioso precedente de determinados estilos de montaje contemporáneo).

Por otro lado, en el NHM, el espacio y el tiempo son sistemas secundarios: se pueden comprimir, expandir o distorsionar en función de las necesidades del relato. Lo primero que observa o intuye un espectador habituado a los esquemas temporal y espacial del EC es que el NHM no funciona a base de continuidad, sino por medio del recurso que más lo distingue: el montaje. Este recurso técnico es el encargado de construir la realidad del filme, definir el espacio (la cámara quiebra constantemente el eje de la acción), el tiempo (dilata hasta lo imposible el desarrollo de los acontecimientos debido a la descomposición analítica de cada personaje/elemento), la motivación y la causalidad. El montaje, a diferencia de los demás estilos, no sugiere una diégesis (el mundo preexistente que muestra el relato cinematográfico), sino que literalmente la construye, casi siempre de forma retórica, con una redundancia a veces excesiva (utilizando más planos de los requeridos para asegurar la comprensión); es más, ni siquiera tiene problemas en repetir un mismo suceso varias veces, por si acaso no ha quedado claro (la redundancia es una característica que comparte con el EC, aunque hace un uso mucho más intensivo que éste).

El montaje del NHM, además de materializar literalmente la acción, permite insertar tropos de pensamiento (discursos formales, ocultos o elididos, como oposiciones binarias del estilo proletario/burgués) y tropos de dicción puramente retóricos (metáforas, símiles, sinécdoques, personificaciones, hipérboles, antítesis...) que funcionan no por motivación artística (visual o poética), sino composicional (como la escena final de La huelga del vídeo 1; un recurso que fue empleado por última vez en 1936 por Fritz Lang al comienzo de la película Furia y que al público estadounidense le pareció ridículo y fuera de lugar).

El NHM demuestra que el espectador no necesita, para comprender un filme, un relato coherente desde el punto de vista sensorial y cognitivo, sino que le bastan una serie de visiones parciales (contradictorias incluso) para hacerse con una composición causal, espacial (incluso empíricamente imposible a veces) y temporal, aunque sí requiere un esfuerzo cognitivo adicional. Los directores soviéticos que lo emplearon asumían que si el filme no proporcionaba suficiente información a nivel de plano y desarrollo de escenas, el espectador completaría el sentido final a nivel conceptual para unificarlo todo (porque va de serie en nuestro dispositivo cognitivo). Es más, los saltos, las omisiones y la retórica del filme, con idéntico propósito de completar el significado, favorecen la reflexión y el análisis mediante lo que Eisenstein denominó montaje intelectual.

A partir de 1933, el realismo socialista impuso por decreto el abandono de la retórica y la omnipresencia narrativa para apostar por las hagiografías de héroes revolucionarios al estilo de Chapaev (1934), con un montaje más convencional y cercano al EC. Unas décadas después, la izquierda europea del 68 mitificó el montaje soviético como la quintaesencia de la crítica al estilo burgués que suponía el EC y reivindicó la teoría brechtiana del teatro dialéctico que también rechaza al personaje individual y apuesta por una narración colectiva. Y aunque el cine político de izquierdas no posee un estilo narrativo definido, sí recurre al precedente del estilo soviético, que le sirve de apoyo y de referencia, tanto formal, de punto de vista como de contenido. Vivir su vida (1962) de Godard es el paradigma de esta fugaz resurrección parcial del NHM, y aunque en teoría reivindicaban su principal recurso (el montaje), lo cierto es que la toma larga sin cortes era bastante más habitual en estos filmes. Lo paradójico es que el cine político (especialmente el francés) de los sesenta y setenta del siglo XX rechaza el tono propagandístico del cine soviético que le sirve de inspiración y, a cambio, propone una narración que se interroga acerca de la teoría y la práctica políticas y, de paso, sobre la propia representación cinematográfica (sobre todo Godard, que es quien ha llegado más lejos en este empeño). En la práctica, el homenaje al estilo soviético acabó asimilado a un factor de distinción del cineasta como creador individualizado y a una retórica de quiebra y/o impugnación de los sistemas propios de la narración burguesa.

En definitiva, el cine realizado bajo el NHM es difícil de aceptar por poco realista, es narrativa y abrumadoramente omnisciente (da saltos de localización, realiza asociaciones irónicas, anticipa o recuerda a voluntad), altamente comunicativo (no oculta información, los personajes son lineales y de motivación única) y autoconsciente (el filme se dirige al público, le interpela constantemente, realiza apartes a la acción, los actores miran a la cámara). El espectador que se enfrenta a él debe emplear como guías para la comprensión principios extrínsecos al filme, los que maneja el director, sin ceñirse a unas normas (al contrario del EC). Aun así, el cine soviético de 1925 a 1933 es una rareza que vale la pena conservar y conocer, como las creaciones de cualquier artista que se adelantan a su público y a su propio desarrollo como medio de expresión.


(continuará)


domingo, 6 de julio de 2014

La economía del subidón romántico (Amanece en Edimburgo)

Escocia ya tiene su musical: Amanece en Edimburgo (2013), basado en las canciones de The Proclaimers. Igual que la música de ABBA dio lugar a Mamma mía! (2008), esta de ahora se sirve de las canciones de un conocido grupo local de rock ochentero cuyo éxito internacional no ha conseguido eclipsar sus raíces escocesas.

El título original de la película (Sunshine on Leith) está tomado del segundo álbum del grupo, el que contiene su canción más famosa --I'm gonna be (500 Miles)--, que ya sirvió de banda sonora a la película Benny & Joon (1993), protagonizada por Johnny Deep, luego reversionada en 2007 y vuelta a poner de moda gracias a la serie estadounidense Cómo conocí a vuestra madre (2005-2014) como parte de un gag recurrente.

Comienza la película y en el minuto cero aparecen dos soldados en plena guerra de Afganistán cantando mientras van de patrulla nocturna, y entonces pienso que todo ha sido un inmenso error. Pero enseguida me viene a la mente la escena final de Hair (1979) y me digo que hacía mucho que nadie se atrevía a hacer cantar a un soldado en combate, en una escena que combina dos géneros a priori incompatibles (el musical y el bélico). Por desgracia, ahí se acaba toda la novedad.

Amanece en Edimburgo explota el filón que supone la necesidad inagotable de las audiencias de un subidón romántico que les alegre la tarde o la vida, según vaya la feria. El filme se sitúa en las antípodas de Trainspotting (1996), el mejor producto cinematográfico que ha ofrecido Escocia hasta la fecha, sin salirse un ápice de lo contrastadamente eficaz: soldados que regresan de la guerra sin secuelas sicológicas, novias y hermanas sensibles y delgadas, barrios limpios, bares encantadores, celebraciones oportunas... Todo al servicio de un argumento al servicio de un objetivo: entrener.

Interpretada por actores poco conocidos internacionalmente --en Mamma mia al menos existía la curiosidad de ver cómo se desenvolvían dos actores tan poco musicales como Meryl Streep y Pierce Brosnan--, sus coreografías están mucho menos trabajadas que en el filme de Phyllida Lloyd, adaptadas seguramente a las capacidades reales de cada actor, y quizá por eso resultan más espontáneas y divertidas. Tambien se atreve a jugar con algunos recursos del género: no todos los actores de una escena cantada asumen que haya actores que canten, o un personaje intenta que otro se arranque a cantar a pesar de que le parece algo totalmente fuera de lugar.



El argumento no se sale de las convenciones del género: enredo romántico heterosexual, ambiente familiar cohesionado (excepto en plena fase de conflicto), omisión de cualquier elemento socialmente comprometedor, arquetipos humanos, escenas estereotipadas... Pero esto no es suficiente para restar encanto a un filme que es exactamente lo que se espera de él y que, como no puede ser de otra manera, culmina con el subidón del número final. La canción más conocida, junto con el número más y mejor trabajado de todo el filme, sirven de escenario para el esperado final.

La fórmula es original y está claro que tiene el éxito garantizado: de entrada la banda sonora es ampliamente conocida, basada en canciones de artistas consagrados, a las que se les añade un argumento impecablemente romántico. Si acaso queda la incógnita de si la adaptación al cine estará hecha con gracia o si los actores conseguirán mantenerla fuera de los límites de la cursilería. Pero para cuando llegas a eso lo más probable es que te hayas rendido al encanto de unos números musicales, los cuales ofrecen un nuevo significado a la letra de canciones que creías que hablaban de otras cosas.

Va a tener razón la sicología barata cuando afirma que de la obra completa de cualquier artista se puede extraer un texto que la enlace con cierta coherencia narrativa, como le ha pasado a ABBA y a The Proclaimers. Sus canciones han quedado secuenciadas en un argumento concreto, encajadas en unos números musicales al servicio de una trama e interpretadas sus letras por personajes que --en adelante-- difícilmente podremos sustraer de nuestra propia versión imaginada. Es más, estoy convencido de que lo mismo puede hacerse con prácticamente cualquier artista y, así, conseguir encadenar los grandes éxitos de, pongamos por caso, U2, en un musical al servicio de lo opuesto a lo que representa el grupo irlandés: el populismo más rancio, el capitalismo neocon, vete a saber... En Catalunya ya está en los escenarios Boig per tu (2013), un musical basado en las canciones del grupo local Sau, así que el salto a la pantalla es cuestión de tiempo. La única duda que me queda es si apostarán por la eficacia de la economía del subidón romántico o si se las querrán dar de modernos en cuanto a estilo cinematográfico.

Un apunte final: a la salida del cine Heron City de Barcelona, donde fui a ver la película, unos trabajadores de Cinesa reclamaban el pago de sus sueldos completos. Dado que ellos habían trabajado todas sus horas sin recortar nada, usando ese mismo argumento reclamaban que la contraprestación económica estuviera igualmente completa. Eran pocos pero se hacían notar hasta que la Guàrdia Urbana apareció, los mandó callar y les obligó a dispersarse. Que conste en acta: Cinesa no paga lo que debe y la policía local no permite que nada ni nadie estropee la burbuja feliz del consumo planificado.




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