martes, 29 de septiembre de 2015

Otra voz en nuestro monólogo interior (Her)

Sin duda Her (2013) es una película interesante y sutil que pone al espectador frente a carencias emocionales muy concretas que acumulamos como seres humanos a medida que nuestros sistemas sociales se hacen más complejos y se llenan de gente. Y sí, también de tecnología, que nos hace más cómoda la vida diaria a cambio de removernos severamente el interior. Sin embargo, el filme de Spike Jonze no explica nada que no sepamos ya por otros títulos muy similares: el tema de la autoconciencia en las máquinas es tan viejo --en la cultura popular-- al menos como 2001, una odisea del espacio (1968). En cuanto a advertencias acerca de los riesgos de una deshumanización inducida por el progreso y la falta de contacto interpersonal vamos bien servidos en esta década (y en la anterior).

Para empezar, el intimismo de la historia, la escasez de personajes y el retrato de un futuro cercano y probable es más propio de una fantasía hipster que de un verdadero esfuerzo por comprender por dónde irán los tiros en las megaurbes del futuro. Seguro que acabaremos rodeados de muchas e increíbles aplicaciones, oficios y costumbres como las que se asoman en Her, pero también creo que en las áreas de negocios del futuro no dominará esa estética tan Mies van der Rohe (y que queda tan bien en la pantalla: arquitectura austera y funcional, espacios abiertos, escasamente concurridos, silenciosos, limpios...) en la que sin embargo echo de menos un elemento básico: no hay anuncios, la publicidad no llena todo el espacio disponible (el único anuncio que aparece en toda la película es precisamente el que ofrece el servicio de OS --Operating System-- personalizado que pone en marcha la historia); como si de pronto no hiciera falta una promoción de ventas tan intensa e intrusiva. Es obvio que a Jonze no le interesa hacer un retrato social, sino individual e íntimo, por eso se centra exclusivamente en todo lo que rodea al protagonista, sin intención alguna de ampliar el foco sobre lo que no sea la interminable conversación entre Theodore (Joaquin Phoenix) y Samantha (el asistente virtual al que presta su voz Scarlett Johansson). En corto y claro: el paisaje exterior es un reflejo del vacío interior, pero le resta veracidad y contundencia al conjunto.



No es un requisito del género hacer una película sobre el futuro e incorporar un retrato de sus modos de vida, ni especular sobre el aspecto que tendrán las ciudades y los objetos; sí es legítimo centrarse en las patologías que nos impiden decir claramente lo que sentimos o pensamos, anteponer toda clase de barreras que impidan un impacto sobre nuestro Ego o nuestros sentimientos, especular sobre posibles reacciones y comportamientos tras un prolongado contacto con la tecnología. Se puede hacer y se puede hacer bien; el problema es cuando esto se despliega --como sucede en Her-- mediante una secuencia de hitos dramáticos y sentimentaloides vistos demasiadas veces. Es cierto que Jonze expone sus motivos mediante una cuidada puesta en escena, una narración detallista y unas interpretaciones contenidas, pero el desarrollo se reduce a las mismas reconvenciones sobre las amenazas de una tecnología ubicua que nos despoja de nuestras capacidades para sentir y relacionarnos.

El cine confunde interesadamente el tema de la tecnología con el de la Inteligencia Artificial, como si la sofisticación convirtiera la primera en la segunda casi como parte de un proceso natural. No lo hace a mala idea ni por conspirar, es que le viene de perlas para emocionar y conmover en argumentos que plantean supuestos dilemas vitales o insolubles paradojas de la vida y del amor también. El problema es que todo ese discurso de las máquinas que desarrollan sentimientos es un tópico que ya resulta cargante; y para salir airoso del reto la única oportunidad de Jonze era hacer algo intenso y atractivo, aunque yo creo que le ha quedado ñoño y previsible. Estamos muy mal acostumbrados y queremos que todo sea divertido y nuevo cada vez...

Estoy casi convencido de que Her no fascina tanto por la exposición de una distopía social probable cuyos primeros síntomas ya se vislumbran hoy, sino por la idea de que Samantha es un ente fabricado, artificial, virtual. ¿Qué es lo que deslumbra a Theodore en ella sino su eficacia, su pulcritud conversadora, su intuición psicológica, su sentido del humor culturetas, pero también su disponibilidad permanente, su obediencia sin rechistar? En definitiva, una versión moderna e imposible del amor incondicional absoluto y desarmante que nunca encontraremos en una relación adulta y que sólo experimentamos quienes tenemos hijos y sólo cuando son pequeños, cuando los padres somos todo su mundo, nuestra palabra es ley y se acepta sin rechistar y hasta con fascinación, cuando nuestra sola presencia basta para alegrarles y consolarles. Es imposible no confundir un mero procedimiento freudiano de transferencia con la atracción o el amor por un dispositivo o servicio que haga todo eso. Es una reacción tan narcisista e infantil como casi imposible de evitar: la buscamos inútilmente en nuestra pareja, la encontramos en una máquina sumisa. Sin embargo, a estas alturas de fabulación cinematográfica no es bastante, hace falta algo más, la misma complejidad que se intuye en Samantha podría surgir del lado humano... y no sucede, no interesa. Sin ir más lejos, la serie de TV Black mirror (2011-2014) alcanza objetivos muy similares con mucha más imaginación, obligando al espectador a plantearse retos más incómodos y complejos. Los dilemas y las paradojas no son algo que surjan en exclusiva de miradas tristes y autocomplacientes a la soledad urbana y las dificultades para encontrar el alma gemela en un mundo hiperdesarrollado.

Her es un filme muy de su tiempo: aprovecha nuestra debilidad en un momento de incertidumbre respecto al provenir más inmediato, explotando con habilidad esas carencias socializantes de las que nos hemos dotado en los últimos treinta años. Quizá mi decepción se debe a que esperaba bastante más de Spike Jonze.



lunes, 14 de septiembre de 2015

Sobrevalorada (Whiplash)

El segundo largometraje de ficción dirigido por Damien Chazelle --Whiplash (2014)-- está ambientado de nuevo en el mundo de la música --el primero iba sobre un trompetista de jazz-- y no abandona en ningún momento los límites y expectativas de un género tan especializado: la despiadada lucha por hacerse un nombre en una especialidad artística (esta vez se trata de la batería) que acaba en obsesión. Chazelle ya había rodado un corto con el mismo título y tema, o sea que sabía lo que quería decir y ha tanteado diversas formas de hacerlo.

Además, el filme ha recibido numerosos galardones, especialmente J.K. Simmons --en su papel del profesor Fletcher, extremadamente exigente y desagradable, lo que paradójicamente le sitúa en el centro de gravedad del drama, cuando debería ocuparlo el héroe y aspirante-- y el montaje --de imagen y de sonido--; y además fue recibido como una de las sorpresas de la temporada. Pues bien, ahora llego yo para ampliar el foco con una opinión mucho menos entusiasta: yo no veo nada de todo eso. Sí que hay ciertos detalles de realidad que lo desmarcan de otros filmes similares (la chica ya no está disponible cuando al protagonista le interesa), pero en lo fundamental no se aparta de lo que el público espera: un desenlace inspirador tras una dura pugna contra un rival detestable. Películas como Whiplash son cómodas de ver, porque el qué se sabe de antemano, la única incógnita es el cómo. El filme, además, renuncia a oxigenarse mediante tramas secundarias, incluso deja pasar la ocasión de ahondar en aspectos más complejos (quizá porque restaría fuerza a la idea principal), y aunque la narración posee la contundencia necesaria, todo queda fiado al desenlace final. Si, como espectador, te satisface saldrás contento de lo que has visto; si --como me ha sudecido a mí-- la impresión de conjunto defrauda parcialmente, concluyes que para tan poco ruido no hacían falta tantas nueces.



Whiplash destaca por el personaje de Fletcher, igual que en Oficial y caballero (1982) el duro sargento Foley (Louis Gossett Jr.) es todo lo que queda cuando la historia de amor protagonista va perdiendo vigencia (porque otros actores más jóvenes y de buen ver ponen de moda otro filme casi idéntico); o en La teniente O'Neil (1997) el instructor Urgayle (Viggo Mortensen) es quien acapara la atención del público en cada revisión, puesto que el romance está ya superado. Incluso la popularidad de Darth Vader amenaza con fagocitar la diversidad dramática de Star Wars (1977-...). La diferencia es que en la película de Chazelle no hay nada más aparte del borde de turno, así que Fletcher luce desde el minuto cero y eclipsa casi todo lo demás.

Y sí, el montaje es muy dinámico y efectista, pero no contiene un estilo o hallazgos novedosos, o recursos ya conocidos creativamente reciclados, simplemente hay un buen trabajo de montaje, ágil, sensorial, directo... Nada que no se pueda hacer hoy con una buena mesa digital y que no podamos disfrutar en numerosos títulos, como por ejemplo (así, a bote pronto) Quiero ser como Beckham (2002), que desde luego carece de la intensidad de ésta de ahora, pero el trabajo de montaje está ahí y hace su aportación al servicio del argumento. Precisamente el único efecto de Whiplash realmente impactante no es de montaje, sino fotográfico y de encuadre, similar a los que se pueden disfrutar en Un profeta (2009) o Pequeñas mentiras sin importancia (2011).

Whiplash no es un filme aburrido, al contrario, resulta entretenido y eficaz, lleva y trae al espectador por donde quiere, los retos físicos y la cercanía dramática no resultan ni cargantes ni artificiales... Pero no consigue distanciarse del arquetipo cinematográfico acerca de una superación artística con final ambiguo y fuera de de las normas, de manera que el objetivo se cumpla pero no posea validez. No quiero ser más preciso, aunque creo que lo he sido. Por eso no me parece para tanto el revuelo que armó en su momento, simplemente creo que es una película bien hecha y entretenida, y ya está. Ir más allá de esto son ganas de sobrevalorar un digno trabajo.