lunes, 4 de enero de 2016

Un fragmento de vida que hubiera encantado a Truffaut (Frances Ha)

Esta película supone el inicio de la colaboración entre Noah Baumbach (como director y guionista) y Greta Gerwig (actriz protagonista y guionista), un tándem que continúa dando grandes resultados en su siguiente filme: Mistress America (2015). Es como si a una forma determinada de narrar y de describir con humor las relaciones humanas, le hubiera sido concedido el privilegio de incorporar un verismo inédito a personajes y situaciones, de manera que ese punto de vista crítico y distante propio de la ironía forme parte del argumento, y no sea un mero instrumento externo de la narración que sirva para retorcer los hechos en su propio beneficio y destilar en pantalla ese desencanto vital --entre arisco y romántico-- que tan interesantes hace a determinados cineastas. El cine de Woody Allen es exactamente así: sus mejores guiones son excusas para retratar un mundo habitado por personajes que reafirman su pesimismo acerca de la naturaleza humana y el mundo, un lugar donde es necesario esforzarse para obtener algo de bondad, alegría o bienestar. Pero con Baumbach y Gerwig no, el desencanto forma parte de los acontecimientos, no es una actitud impuesta ni el punto de vista autoral, sino el resultado de decisiones y acciones de los personajes; ni siquiera tiene tanto octanaje como el de Allen, está diluido entre un montón más de matices, mezclado junto con otros ingredientes vitales (el humor, la necesidad romántica o la certeza de los propios sentimientos). Otra cosa es que Baumbach demuestre una clara predilección por los ambientes humanos donde ese desencanto forma parte del ecosistema. Frances Ha (2012) es una muy buena película que atraviesa la vida de sus protagonistas, pero no para reafirmar una idea previa de la vida y del amor también, sino por un interés --aparentemente casual-- por las cosas que les suceden o nos cuentan. Lo que no es casual es que la historia acabe desprendiendo una cierta tristeza, y de paso permita que se asome a la pantalla una realidad social poco habitual en el cine estadounidense.

Frances Ha habla de amistades femeninas y de sus secuelas, de esas amistades íntimas casi idénticas a los matrimonios, excepto en el sexo y la crianza de los hijos: Frances y Sophie son dos amigas que se conocieron en la universidad y que han seguido viviendo juntas desde que se graduaron. Tienen inquietudes artísticas y empleos --bastante más precario el de Frances-- relacionados con la creación artística; están al día en tendencias, hacen cosas entre bohemias y hipster, hablan mucho, opinan de todo y de todos, y además tienen muchos y grandes proyectos que nunca acaban de acometer. Aunque Sophie sí que toma una decisión: decide irse a vivir con otra amiga a un barrio más lujoso y prometerse con su novio. Frances --a cuyo novio hemos visto dejarla en la primera escena porque no quería irse a vivir con él-- se ve abocada no sólo al desamparo y la soledad, sino a la búsqueda desesperada de una habitación que poder pagar con su escaso sueldo. Todo este proceso está contado con la aceleración narrativa característica de Baumbach (los matices de la personalidad de Frances son claramente la aportación de Gerwig) mediante escenas breves que parecen apuntar hacia una línea argumental pero nunca acaban de definir nada: diálogos superficiales, encuentros y charlas con desconocidos que apenas dejan huella y sin embargo hablan con total sinceridad sabiendo que no serán juzgados por ello, y más y más proyectos, y más y más relaciones fugaces...

El microcosmos de la película es el mismo que Baumbach conoció en su juventud, pero esta vez --a falta de un toque más humorístico como el de Mistress America-- me ha recordado mucho a Microsiervos (1995) de Douglas Coupland, por el retrato de una juventud, a pesar de no ocuparse de la misma generación, a partir de unas señas de identidad que probablemente luego se convierten en lastre: la extraña (para mí inexplicable) anomia sexual entre jóvenes que sin embargo interactúan tanto, y casi siempre con personas con estudios superiores (algo pretenciosas, pero capaces de proporcionar un rato agradable de conversación), o la tendencia a considerar todo compromiso sentimental como una renuncia grave a la propia personalidad, incluso como un pérdida de opciones vitales. Ambos relatos exponen la paradoja de unas existencias precarias en lo laboral que sin embargo --o quizás precisamente por eso-- anhelan con fuerza unas relaciones sentimentales estables y profundas. La diferencia es la época y el contexto laboral: la informática emergente en el caso de la novela, las humanidades --en el sentido más extenso del término-- en la película. Para un europeo criado en costumbres bien diferentes y marcado por el cine de Allen, Frances Ha me parece una puesta al día juvenil e inteligente del drama moderno, urbanita y culturetas.



Rodada en blanco y negro y con un ritmo no pautado por escenas al uso, tampoco se amolda a determinados clichés dramáticos que el cine suele exigir, sino que se desparrama incontenible mediante la descripción eficaz, superficial y cotidiana del paso de los días. Incorporado a todo eso, pero sin que forme parte de la tesis del filme ni del argumento, se cuela el retrato de la precariedad que rodea a estos jóvenes que buscan desesperadamente dejar su huella en el mundo. En parte por elección propia, pero también por las condiciones económicas del momento (en realidad de los últimos 30 años), malviven en empleos mal pagados, aunque ellos --como Frances cuando acepta pasar un verano trabajando de camarera en su antigua universidad-- lo compensen con grandes dosis de resignación y estímulo personal. En esas circunstancias, comprometerse sentimentalmente --como hace Sophie-- significa abandonar definitivamente todo eso, acceder al nivel superior, el mundo de los adultos con empleo e ingresos estables (la estabilidad de los sentimientos se da por supuesta). El hecho de dilatarse tranto en ese tránsito y los importantes cambios que implica, explicarían todas esas dudas que narra el filme, la consideración de un alto precio a pagar. Incluso, como Frances, llegar a preferir a una amiga como compañera, con todas las ventajas de un matrimonio y casi ninguno de sus inconvenientes. Lo que más me fascina de Frances Ha es su habilidad para describir con tan tremenda eficacia y velocidad a estos jóvenes en continua proyección de sus vidas, pasando de un proyecto a otro sin transición y con cara de circunstancias.

Para recuperar viejas costumbres, no quiero terminar esta crónica sin contar el final, así que los que tengan pensado verla que se salten este párrafo. Es un epílogo breve, sin palabras, en que un gesto anodino resume y da sentido a todo el filme: finalmente Frances ha renunciado por realismo a su proyecto estrella y ha escogido un camino que al principio le parecía un fracaso y que sin embargo le permite demostrar su talento. Ha sido una decisión difícil y dolorosa, pero le aporta estabilidad laboral y le permite pagarse un apartamento para ella sola (todo un lujo y una declaración de principios para los de su generación). Es una mañana reluciente, Frances contempla orgullosa el espacio que llenará con sus objetos y sale a poner en el buzón la etiqueta con su nombre y apellido --Frances Hallaway-- pero se encuentra con que no cabe. No hay problema, dobla el papelito y lo vuelve a intentar. Ahora sí entra, pero sólo se ve una parte del apellido, ahora se ha convertido en "Frances Ha" porque lo dice su buzón. No es su nombre completo ni verdadero, como tampoco lleva la vida que hubiera querido; pero ha sabido adaptarse, renunciar y recortar sus expectativas --como la etiqueta-- para quedarse con un pedazo aceptable que le permita sobrevivir y ser feliz. Una última escena magistral que sirve de síntesis y de elegante metáfora cinematográfica. Bravo Frances, bravo Baumbach, por semejante lección de vida y de narración.

Y por si el homenaje fotográfico y estilístico al mismo cine personal a que aspiraba Truffaut no fuera suficiente, la película hace otro mucho menos evidente a uno de los compositores emblemáticos de la Nouvelle Vague: Georges Delerue. El filme está repleto de fragmentos de sus bandas sonoras de los sesenta y setenta y, como suele ser habitual en Baumbach, rematado con un éxito ochentero cargado de nostalgia: el Modern love de David Bowie. En esta ocasión los cimientos que sostienen el cine de Baumbach han quedado bien al descubierto. No sólo por este sentido homenaje la película le hubiera gustado a Truffaut...



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