domingo, 17 de diciembre de 2017

La timidez extrema, bien recompensada (Una cita para el verano)

Existe un curioso club de películas en la historia del cine: el de los títulos dirigidos por un actor que se reveló como un interesante director pero que, por circunstancias diversas, no pudo completar ninguno más. En ese club --al que se accede por casualidad, no por méritos cinematográficos-- se incluyen obras maestras como El hombre perdido (1951) de Peter Lorre, La noche del cazador (1955) de Charles Laughton o Johnny cogió su fusil (1971) de Dalton Trumbo; tres auténticas rarezas al más puro estilo filatélico tan prometedoras como irrepetibles. Otros títulos están ahí porque la muerte de su director los hizo únicos: además del Lorre ya mencionado, destacan Atajo al infierno (1957) de James Cagney o El rostro impenetrable (1961) de Marlon Brando. Otros tantos se mantienen en el club de forma provisional, a la espera de que un segundo largometraje los saque de ahí, ya que, por el momento, son excepciones en la filmografía de autores aún en activo. Por último, un cuarto grupo lo forman largometrajes que son aportaciones únicas a la dirección, una mera anécdota en la filmografía de algunos nombres famosos: La rebelión de las máquinas (1986) de Stephen King, El tao de Steve (2000) de Jenniphr Goodman, Roller girls (2009) de Drew Barrymore o A tale of love and darkness (2015) de Natalie Portman. Una cita para el verano (2010) de Philip Seymour Hoffman es un híbrido entre rareza filatélica a lo Peter Lorre y película única por trágicas circunstancias biográficas (Hoffman murió en 2014).

Basada en una obra teatral adaptada al cine por su propio autor, Una cita para el verano ilustra una anécdota menor con un elenco de personajes que, cuanto más cerca se les mira, más reales parecen. Especialmente meritoria es la interpretación de Hoffman (Jack en el papel protagonista, del que sin duda lo que más le atrajo fueron las posibilidades de lucimiento de sus dotes interpretativas), llena de matices y revelando una sensibilidad muy difícil de componer, evitando que no se vaya de las manos en plan exageración histriónica a lo Daniel Day-Lewis. El argumento se centra en la historia de dos relaciones que se cruzan de forma explosiva en sus respectivas trayectorias: una en fase ascendente (la de Jack y Amy) y la otra descendente (Clyde y Lucy), y muestra la manera en que estas situaciones, por muy distinto signo que tengan, están llenas de motivos y deseos ocultos. Una relación, viene a decir la película, se consolida o se va al garete porque una de las dos partes quiere que así sea.



Rodada con los medios justos la película destila un inevitable aire teatral (pocos exteriores, primeros planos, preferencia a las reacciones en los rostros de loa actores) y un deseo de conmover a base de sinceridad y de cercanía. Es inevitable preguntarse ahora, sabiendo cómo han sucedido las cosas, cómo habría sido la carrera de Philip Seymour Hoffman como director, puesto que como actor ya lo había demostrado casi todo. Bienvenido al club Philip, te has hecho un hueco en él para siempre...


martes, 5 de diciembre de 2017

Apoteosis de lo indie (Yo, él y Raquel)

Yo, él y Raquel (2015) es una película tramposa, muy tramposa; y sólo por eso cualquier espectador lo consideraría un fraude. Un fraude de vida y de ficción. Pero a esta película se le perdona, porque emplea exactamente la misma clase de fraude que usamos en la vida real para sortear, evitar o mitigar el dolor. Dirigida por Alfonso Gómez-Rejón, nacido en Texas y asistente y director de segunda unidad de cineastas como Martin Scorsese, Nora Ephron, Robert de Niro, Alejandro González Iñárritu, Kevin Macdonald, Ryan Murphy o Ben Affleck. Debutó como director en TV con la serie Glee (2009–2015) y éste es su segundo largometraje después de la alimenticia Espera hasta que se haga de noche (2014). Una intensa experiencia en diversos registros y formatos que no auguraba la madurez demostrada en esta de ahora.

De entrada, por si eso ayuda a calibrar mejor mi crónica, admito que esta película me ha pasado muy de cerca, y aunque no ha habido impacto directo algunas zonas de mi biografía emocional sí que se han visto afectadas (como los efectos físicos de un meteorito o un tsunami), lo justo para inflamar heridas que uno creía bajo control. Lo más fuerte es que, igual que Greg, el adolescente que se adapta para pasar desapercibido en el instituto y esconder su innata bondad, solemos usar ese mismo dolor para dar salida a nuestra creatividad. El lado oscuro de esa misma actitud es el deseo de muerte y autodestrucción, la forma más antigua de introspección creativa a base de expandir los sentidos con drogas y toda clase de estimulantes. Está claro que también es una estrategia válida, pero poco compatible con una vida larga y estable, y que desde luego reduce al mínimo la posibilidad de servir de ejemplo a una posible descendencia. Lo cierto es que, como Greg en Yo, él y Raquel --aunque ni él mismo lo sepa todavía-- nos da por la creación para superar el dolor, como un paliativo cotidiano para los amores que nunca se concretan, como combustible fundamental de la imaginación; en definitiva, como superación de toda clase de temores y vergüenzas trascendentales. El dolor permite que no nos importe exponernos tal como somos cuando lo experimentamos, y eso es bueno, porque nos ayuda a aceptar una verdad, una pérdida. Estas catarsis dolorosas tienen otra ventaja: con el tiempo, de alguna extraña manera, se convierten en algo nuevo; casi siempre en arte, en ficción, en relatos que hablan de nosotros mismos como si fuéramos un tercero. Como no podía ser de otra manera, Yo, él y Raquel es una historia que Greg se propone contarnos con altas dosis de subjetivismo y legítima manipulación narrativa. Los beneficios de ese dolor, dicen los expertos, se revelan a largo plazo en forma de resiliencia, un sentimiento que no nos devolverá lo perdido, pero sí permitirá afrontar mejor posibles nuevas pérdidas con un 20% menos de desgaste. No es fácil explicar esto en una película que además entretenga, pero como digo quizá deba quitar el IVA de las similitudes biográficas.


La película contiene la mayoría de las señas de identidad de lo indie: relato fuertemente autoconsciente (Greg escribe la historia justo después de que todo haya acabado), distribución en capítulos, homenajes cinéfilos en forma de micropelículas con títulos que parodian a los originales con mucho humor, tomas largas, profundidad de campo, diálogos chispeantes... El modo de vida y la ética indie aparecen por todas partes, pero no como simples tópicos, sino como una fase de la adolescencia que es necesario superar para convertirse en un ser humano completo. Y además la película en conjunto resulta creíble y conmovedora, retirando cuando toca las habituales toneladas de distanciamiento irónico que caracterizan a los personajes, y que otros filmes de mismo género manejan como mero recurso de comedia barata. Y lo hace de una forma lo suficientemente sincera como para que, ni siquiera a un indie atascado en su inmadurez como yo, le parezca una rendición o una concesión a la babosería. Puede que la actitud de Greg al principio de la película (negación de la realidad, incapacidad para expresar sentimientos, constantes citas y chistes), de tantas veces que la hemos visto recreada en la pantalla, ya forme parte de la personalidad social que aspiramos a construir; o que la complejidad del mundo nos empuje a blindarnos con algo así, no lo sé, pero la película se las apaña para hacer añicos ese arquetipo adolescente y rematar el drama con dignidad.

Yo, él y Raquel retrata el lado doméstico y cotidiano que evitaba un drama inapelable como Bajo la misma estrella (2014): no comprendemos todo en el momento adecuado, ni decimos las palabras que el otro espera cuando las espera; lo cierto es que --como el trío protagonista del filme de Gómez-Rejón-- reaccionamos tarde y mal, nos dejamos arrastrar por las consecuencias de los actos ajenos y escapamos de nuestras propias cagadas como sea. A todos nos gustaría enamorarnos de la chica más guapa del instituto después de atravesar juntos, como por casualidad, una experiencia trascendente y traumática, pero la vida no suele otorgar señales tan claras como las del cine; la película se encarga de dejarlo bien claro. Como espectadores no nos gusta constatarlo en una película, aunque el deseo de que acabe siendo así mantiene nuestro interés.

Y para terminar, cabría preguntarse: ¿por qué las películas sobre transiciones adultas (romances, pérdidas, divorcios, emparejamientos...) no exhiben tanta fertilidad formal ni argumental como las de adolescentes? Puede que la inmadurez y el infantilismo que nos caracteriza como sociedad tenga algo que ver con este déficit; porque por el temor a que los argumentos resulten demasiado retorcidos y/o complejos no creo que sea. La comedia romántica ha alcanzado hoy un alto nivel de inverosimilitud y extravagancia capaz de provocar incredulidad y sonrojo en el espectador medio; así que tiene que ser otra cosa, quizá el blindaje ético y estético de mejor calidad que impide a los adultos sincerarse, ni siquiera en los contados momentos en que los que el dolor nos permitiría hacerlo sin trabas. Además, la excusa de la ficción vendría que ni pintada... Pues ni así.


domingo, 26 de noviembre de 2017

Nos mueven los sueños rotos (Pequeña Miss Sunshine)

Pequeña Miss Sunshine (2006) es una rara obra maestra que ni envejece ni se deja encajar en ninguna moda o estilo. Es una película única que brilla por el guión modélico del debutante Michael Arndt (ganador de numerosos premios, incluyendo el Oscar), sus trabajados y divertidos gags, sus personajes imposibles pero verosímiles y, especialmente, por la oscura --a veces oscurísima-- realidad social estadounidense que atraviesa su anécdota central de arriba abajo. Es una película que divierte mientras nos recuerda que lo mismo que nos hace reír es tan patético como algunas de nuestras obsesiones más íntimas y/o domésticas. Dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris, dos consagrados artistas del vídeo musical (especialmente vinculados a la carrera de Red Hot Chili Peppers) a quienes sólo les apetece meterse de lleno en la ficción convencional muy de vez en cuando. O simplemente porque no tienen nada que les inspire para dirigir su mirada crítica y ácida sobre la realidad. De hecho, se lo han tomado con calma, porque acaban de estrenar La batalla de los sexos (2017), su segundo largometraje en once años.

El arranque de la película es modélico, un caso de estudio de economía y de eficacia narrativas: consume veinte minutos, pero los aprovecha al completo para presentar y definir de forma perfecta a cada miembro de la familia protagonista: un padre obsesionado con el triunfo, una madre desbordada e histérica del coño que además se acaba de hacer cargo de su hermano --recién salido del hospital tras un intento de suicidio--, un abuelo que consume drogas en secreto, un hijo adolescente que se niega a hablar y que únicamente piensa en ser piloto y una hija de apenas siete años que vive inmersa en el mundo ridículo e irreal de los concursos de belleza. Un prólogo que además establece los objetivos inmediatos de cada uno de ellos antes de embarcarlos, de forma coherente aunque obligada, en el viaje iniciático y físico que llenará la película: llevar a Olive a un concurso infantil de belleza.



Con semejante arranque, el espectador tiene todo el derecho de acomodarse ante la perspectiva de un viaje que promete grandes momentos. El primero --que se repetirá varias veces-- a costa de la manera en que deben arrancar la furgoneta durante todo el trayecto, un gag que de paso sirve para rematar de forma hilarante cada final de escena. Luego surgirán imprevistos que obligan a cada miembro de la familia a enfrentarse a la realidad y descubrir que su vida es una farsa. Y por si eso no fuera suficiente, aún siguen obligados por las circunstancias --el guión se las ingenia para que así sea-- a seguir acompañados de semejante patulea de indeseables. Y así hasta que al final sólo queda un sueño intacto: el de Olive, el único que no puede ser traicionado sin provocar un daño irreparable. La película exhibe el clásico esquema de bola de nieve a base de gags perfectamente encajados en la historia (incluyendo el típico cadáver imprevisto), pero sin necesidad de pasarse de rosca en cada ocasión. El filme se las apaña para ensamblar una serie de imprevistos cotidianos en los que el humor surge por la reacción de los personajes, que revelan así su incompletitud como seres humanos. Esa y no otra es la carga letal que late tras las risas de Pequeña Miss Sunshine.

Ni siquiera para culminar la historia Pequeña Miss Sunshine abandona el clasicismo formal: recurre a la catarsis --el método preferido por los estadounidenses para la superación de las adversidades y reafirmar proyectos de vida-- para dejar bien claro su mensaje y su crítica final. Durante el accidentado trayecto hasta el concurso de belleza infantil cada uno de los protagonistas ha debido renunciar a algo, forzar las normas para superar una adversidad sobrevenida, exponer sus sentimientos en público y suplicar sin temor al ridículo. En otras palabras: desvelar los hilos rojos de la gigantesca y grotesca conspiración en la que hemos convertido nuestro mundo. Aun así, como no podía ser de otra manera, la familia alcanza una precaria y momentánea reconciliación por medio del dudoso honor de ridiculizarse y ridiculizar a personas que son, casi con toda seguridad, igual de ridículas que ellos. Sin duda esta habilidad --que divierte, juzga con dureza y reconforta sentimentalmente (estrictamente por este orden)-- es el secreto del éxito de la comedia americana como género y, en especial, de Pequeña Miss Sunshine. Dudo que existan más de diez comedias de este tipo en toda la historia de Hollywood que no cierren su anécdota con este recurso, tan brillante desde un punto de vista cinematográfico como demoledor y gratificante para el espectador.


jueves, 16 de noviembre de 2017

Nuevos gritos del silencio (The visitor)

Hace diez años la guerra en Siria aún no había comenzado. Faltaban cuatro años para el 15/03/2011 --el nefasto Día de la Ira que supuso el inicio de un conflico aún abierto-- y por eso The visitor (2007) no podría haber sido la película que es. Tom McCarthy es su guionista y director, pero antes fue un actor de dilatada carrera: las series de TV Profesores de Boston (2000-2004) y la mítica The Wire (2002-2008) apuntalaron su fama, reforzada con largometrajes de éxito diametral, como Buenas noches, y buena suerte (2005) y The Lovely Bones (2009). En cambio, su carrera como guionista incluye títulos como Up (2009) --tramas adicionales-- o la polémica --y por eso oscarizada-- Spotlight (2015).

The visitor fue su segundo largometraje, ya como autor completo --guión y dirección-- y resulta tan incómoda como el inapelable recorrido moral de su protagonista, y que sirve para desplegar los temas del argumento. Walter, un viudo y mediocre profesor universitario, desilusionado y abúlico, va a Nueva York para dar unas conferencias y encuentra que en su piso se ha instalado una pareja: Tarek, un músico sirio, y su esposa. Pero que quede claro (es importante para caracterizar a la pareja): no habían entrado a la fuerza en el piso, sino porque un tercero se lo había alquilado con todo el morro del mundo. Ese es el plausible suceso que pone en contacto los dos mundos que describe el filme: el de los occidentales acomodados, anestesiados contra nuestro entorno gracias a nuestro poder adquisitivo y a las rutinas que nos hemos impuesto; y el de los inmigrantes forzosos e ilegales, improvisadores por definición, acostumbrados a vivir con lo puesto y a mantener precisamente por eso una actitud mucho más vital, sencilla y directa.



De ese contacto mínimo, pronto queda claro que el único que puede sacar algo es Walter: primero porque redescubre la importancia de dedicar tiempo a lo que de verdad le gusta (en su caso la música: Tarek le hace entender que es mejor que se dedique a la percusión con el yembe; cuando Walter estaba empeñado en aprender piano, el instrumento que tocaba su difunta esposa), a valorar --quizá por primera vez en su vida-- las cosas que posee y su privilegiada posición geopolítica. Pero de paso algo más importante: a toparse de bruces con la cruda realidad de la inmigración, a ponerse en la piel de quienes viven con el miedo constante a ser descubiertos, detenidos, deportados... No sólo ser testigo directo de su precariedad y penuria material (la deducimos al primer vistazo con un mínimo de empatía), sino nuestra manera de mirar a otro lado cuando nos hace sentir vergüenza por nuestra abundancia. Walter se ve lanzado de repente contra el mismo muro de indiferencia y silencio que con que nos segregamos de los inmigrantes, contra el muro físico que los oculta de nuestra mirada (los campos de internamiento) y, finalmente, del muro kafkiano que resulta ser la burocracia migratoria estadounidense. Todo esto la película lo presenta sin estridencias ni dramatismos, sino revelándolo a medida que el protagonista quema etapas en su descubrimiento de un mundo desconocido, más bien ignorado. The visitor muestra el itinerario moral del estadounidense con estudios superiores respecto a las inmensas zonas oscuras que ocultan los entresijos de la política migratoria de su país.

Además, Walter redescubre un sentimiento dormido, pero la lógica de la historia le impide que aflore con naturalidad, porque la política convierte esa situación en antinatural. El incipiente amor que experimenta por la madre de Tarek (a la que ha acogido en su casa) surge espontáneamente, pero no sólo es inconveniente, sino que puede interpretarse como que Walter aprovecha de forma ventajosa la desigualdad legal que les separa. Ella da la sensación de que no se da cuenta, o que prefiere limitarse conscientemente a su papel de agradecmiento constante por todo lo que recibe, lo que hace comprender a Walter aún más rápidamente sus nulas posibilidades. Y no por un tema étnico o jurídico, sino porque el drama de Tarek se interpone entre ambos. Una eficaz metonimia de un problema mucho más complejo.

En Los gritos del silencio (1984) se cuenta la historia de un drama que pone a prueba la amistad de dos amigos: un periodista estadounidense destinado en Camboya y un médico local que le sirve de intérprete y guía en vísperas del sangriento conflicto de los jemeres rojos. El terrible genocidio a que dio lugar aquella guerra los separó violentamente, pero ambos demuestran que, a pesar de todo, su amistad perdura hasta el emocionante día en que se vuelven a reunir. The visitor expresa una variante muy actual e igualmente dolorosa de ese mismo drama: dos personas que se encuentran por casualidad, experimentan una mutua simpatía y luego, de pronto, se ven separados por culpa de decisiones políticas de difícil justificación humanitaria. The visitor no entra a valorar la emigración como fenómeno social, sino desde el lado estrictamente humano, el de las personas que se comunican, que se ayudan mutuamente a convertirse en mejores personas... Desde este punto de vista el retrato es triste y esperanzador a la vez, pero se materializa a través de un filme nada desdeñable, airado, sensible, auténtico.


lunes, 30 de octubre de 2017

Una teoría casi universal sobre las personas (El plan de Maggie)

El plan de Maggie (2015) es una película directa, sencilla, divertida y luminosa. Tan luminosa como Greta Gerwig, una actriz que cada vez me gusta más porque es capaz de transmitir con sus gestos y sus palabras esa lógica cotidiana y doméstica de clase media que esperamos que el cine nos ofrezca de forma nueva, no obvia pero sí parcialmente anticipable y, ya puestos a pedir, que nos divierta y conmueva. Dirigida, escrita e ideada por mujeres --Rebecca Miller y Karen Rinaldi-- es la quinta película de su directora y está atravesada de principio a fin por el sentido común y un retrato cartesiano de hombres, mujeres y situaciones; sin blandenguerías propias del género ni cargantes arquetipos y lugares comunes. Como prueba bastan los primeros tres minutos de película: rápida presentación de la protagonista --un simple detalle con un transeúnte en la calle y sus primeras palabras la definen con claridad--, planteamiento del tema central y de paso introducción de incertidumbre sobre las relaciones entre los personajes en escena. Directa al grano.

El tema central planteado tan a bocajarro --la maternidad en solitario por decisión propia-- se despliega a través de numerosos matices, variantes e imprevistos, favoreciendo a posteriori en el espectador conversaciones de esas que dan para más de una sobremesa o barra de bar de madrugada. Eso sin contar con que el enredo que llena la película no es tan irreal como pueda parecer. En El plan de Maggie, Miller hace una buena selección de detalles que, al menos a mí, me parece que componen una juiciosa teoría general sobre los dos principales tipos de personas. Se podrá estar o no de acuerdo con ella, pero como el guión no carece de humor, está narrado con ritmo y los protagonistas resultan creíbles y cercanos, pues resulta que además entretiene.



Como no cometo spoiler ni arruino la experiencia a quien la quiera ver, me lanzo a resumir la teoría brevemente: las personas se dividen en dos grandes grupos que se diferencian por su carácter y actitud ante la vida: por un lado los generosos, prácticos e ingenuos y por otro los egoístas, torpes y pedantes. Cada individuo posee una mezcla irrepetible de una u otra combinación de rasgos, lo que nos hace idóneos y adorables para unas cosas pero inútiles y detestables para otras. Como cada grupo tiene una base común, los distinguimos porque suelen reaccionar de la misma forma ante dilemas y situaciones similares. Y como no podía ser de otra manera, son las relaciones las que hacen aflorar --además del carácter-- nuestra auténtica pertenencia a uno u otro clan. Los expertos lo vienen diciendo hace tiempo: los problemas de pareja no se generan por culpa de las relaciones, sino que se manifiestan en ellas. Por fortuna, hay personas como Maggie --la protagonista indiscutible-- que se acaban dando cuenta y, a medida que los errores y malentendidos en las relaciones amenazan con convertirse en patrón, introducen conscientemente algunas mejoras para la siguiente.

En la película, Maggie hace un recorrido mental y sentimental al estilo de cualquier viaje iniciático cinematográfico, su caso es presentado de forma amena mediante los elementos de un caso clásico de planificación vital altamente meditado que sale al revés de como se espera. Y como en toda ficción, su aprendizaje se debe producir de la forma más dolorosa: comprendiendo que no puede controlar todos las consecuencias de sus decisiones, ni la vida de quienes la rodean. Miller deja claro que no se trata de algo genético, sino algo relacionado con nuestra mochila emocional (Maggie viene de una familia emocionalmente distante y exhibe importantes carencias afectivas) y cree que lo mejor que le puede pasar es controlar absolutamente la crianza de los hijos; porque ella sí que les aportará el amor que sus padres no le dieron y les ofrecerá sin reservas todo lo que necesitan (aunque sólo sea porque ella lo necesitaba).

En cambio los personajes interpretados por Ethan Hawke y Julianne Moore son los retorcidos, enfatuados y antropólogos; unos seres deliberadamente complejos que están encantados de demostrar en cualquier situación su propia complejidad. Encarnan a los típicos intelectuales neoyorquinos que no saben hablar sin hacer una cita irónica de un autor poco conocido o valorado; adorables y atractivos durante un año, el tiempo que tardan en conseguir a su pareja de turno y volver a priorizar sus estudios y sus libros. Maggie lo experimenta por partida doble cuando comprueba horrorizada cómo pasa de ser una persona con una vida independiente a ocuparse de la intendencia doméstica y de los hijos del matrimonio anterior. Pero no porque la obliguen, sino porque se le da bien, porque es generosa y porque está convencida de que los niños deben sentirse atendidos y queridos. El conflicto entre estas dos actitudes es lo que llena la película con humor, un poco de romance y otro poco de dolor.

En definitiva, una película inteligente y divertida que permite al espectador plantearse cuestiones a medida que avanza la historia. Lo peor de todo: el significado implícito del último plano, una vuelta nefasta a algunos tópicos del género romántico que se evitan durante toda la historia. Como simple gag final habría estado a la altura de lo visto, pero esos cinco segundos finales parecen sugerir algo mucho más rancio y tradicional...


miércoles, 25 de octubre de 2017

Mrs. Robinson y Sófocles se citan en el Lower East Side (Canción de Nueva York)

El encanto no se puede fabricar, y aunque los estadounidenses han hecho más películas encantadoras que ninguna otra cinematografía en la historia, parece que no aprenden. O les da igual aprender porque compensa en la taquilla. Reparto con unos cuantos nombres consagrados, actores jovencitos y jovencitas de buen ver dándoles la réplica, localizaciones en el Nueva York más turístico, un cuidado diseño de producción... En fin, que por medios a disposición no ha sido. Parece mentira que Marc Webb sea el director de (500) días juntos (2009), de The Amazing Spider-Man (2012) y de The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (2014); aunque con estos tres títulos ya hayamos completado todos los largometrajes de ficción de su dilatada filmografía, repleta de vídeos musicales y series televisivas. Y lo mismo cabe decir de Allan Loeb: de su labor como guionista apenas destaca Wall Street 2: El dinero nunca duerme (2010) y otras comedietas para lucimiento de Adam Sandler y Jennifer Aniston del estilo de Sígueme el rollo (2011). Lo que quiero decir es que Canción de Nueva York (2017) no viene avalada por ilustres o interesantes precedentes; más bien por un deseo de probar un poco de todo a ver cómo queda...

Canción de Nueva York lo tiene todo menos un buen guión, y por eso no desprende el encanto que emanaría ante tanta conjunción de buenos ingredientes. Admito que para mí tienen mucho tirón esas películas de neoyorquinos culturetas --puros arquetipos que se resisten a desaparecer de la ficción-- que hacen citas literarias mientras conversan, ligan y/o mantienen interesantes y calculadamente superficiales sobremesas. Personajes adorables que viven en barrios con una larga tradición histórica, que van a salas de exposiciones a la última, que se dejan ver en locales que aún no están de moda... ah, y que tienen mucha pasta. Nueva York ofrece una impresionante tradición cinematográfica para llenar cientos de filmes como Canción de Nueva York, pero no es suficiente: la historia va dando bandazos entre una trama previsible y ridícula sobre la crisis de la madurez y una inefable tragedia griega. Pero el género exige autocomplacencia, así que la cosa no pasa de ahí porque la familia protagonista es culta y acumula grandes dosis de relativismo y progresismo urbanita.



Con todo, la película se deja ver porque está muy bien producida, proporcionando las dosis necesarias de glamour y el puntito justo de comedia desencantada de vuelta del romanticismo. Pero ni Callum Turner ni Kiersey Clemons --los jovencitos que dan la réplica-- o una veterana de buen ver como Kate Beckinsale sirven para hacer olvidar a Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt en (500) días juntos, capaces de transformar su sosería intepretativa en un delicioso encanto. ¿Por qué? Porque detrás había un buen guión, que es lo único que le falta a Canción de Nueva York.


sábado, 21 de octubre de 2017

Lección de humor en la cuerda floja (Fe de etarras)

Han pasado catorce años desde La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003) de Julio Medem, un documental valiente, sincero y arriesgado que sirvió para demostrar algunas cosas sobre nuestra manera de ser como sociedad, y de paso sobre nuestra manera de entender el documental. Medem se atrevió a dar la voz en igualdad de condiciones a los dos bandos del conflicto vasco (una terrible herejía para la derecha más carpetovetónica); y aunque la perspectiva del tiempo nos ha hecho ver que aquellos años eran los del declive definitivo de ETA, sólo por ceder la cámara a sectores afines al nacionalismo aberzale, a Medem le llovieron críticas y palos por todos lados.

No hemos aprendido casi nada como grupo social desde entonces: seguimos siendo un país tremendamente cobarde a la hora de hacer crítica argumentada e incómoda para el poder vigente. El documental no es una excepción a esta pauta: con el pasado nos atrevemos sin titubear, porque como no lo percibimos como algo conectado con nuestro entorno inmediato ni nos puede afectar, cada cual se siente libre de arrimar el ascua a su sardina. El pasado está ahí para que seleccionemos los hechos --entrevistas a expertos frente a estanterías repletas de libros, imágenes de archivo, recreaciones ficcionadas-- y compongamos un relato, el que más nos refuerce, el que más nos convenga, el que más guste al público del momento. Un relato del pasado que debe servir para consolidar --directa o indirectamente, con más o menos sutileza-- determinados valores del presente (eso cuando la instancia narradora se siente/sitúa en posición dominante), o sirva para enfatizar principios de progreso abrupta e injustamente abortados y que son el origen de los males actuales (si esa misma instancia no presenta un discurso mayoritario). La polarización del documental español no parece admitir más opciones.



Pero no sólo la cobardía, Medem también pudo experimentar de primera mano cómo nos mueve el rencor, la animadversión, incluso el desprecio y el odio puro y duro hacia todo aquel se se atreve a romper esquemas. Le pasó a Medem con La pelota vasca. La piel contra la piedra, pero también --casi una década después-- a los cinco directores de Barrura begiratzeko leihoak [Ventanas al interior] (2012) por un enfoque poco convencional del conflicto vasco. En España existe un grave prejuicio hacia el documental de actualidad, pero si además esa actualidad tiene que ver con el terrorismo etarra, entonces todas las alarmas se disparan y se accionan los filtros de la ultracorrección política. Estoy casi persuadido de que esta conjunción de miedo y cobardía ha provocado un efecto péndulo en el cine documental español, que no suele atravesar la línea roja de la experimentación y se queda con el gregarismo eficaz, priorizando historias de posicionamiento automático --El cielo gira (2005), Guadalquivir (2013)--; híbridos entre la realidad y la ficción que rozan la pedantería --En construcción (2001), Los mundos sutiles (2012), La plaga (2013)--, relatos sobre juguetes rotos --El desencanto (1976)-- o experimentos vanguardistas, parcialmente arriesgados e interesantes, pero sin apenas conexión con la realidad --Monos como Becky (1999)--. Lo que sea con tal de no meterse en un berenjenal mediático, tomar partido o proporcionar un punto de vista más allá del statu quo. El balance de estos últimos años es tan abrumador como una condena: no sabemos hacer documentales críticos y argumentados sobre nuestro presente. En cambio, los fabricamos como churros cuando creemos que los acontecimientos que reivindicamos no nos afectan.

Creemos que explicar asépticamente equivale a objetividad, cuando lo cierto es que el miedo a ser encuadrados en un bando nos atenaza, tememos por encima de todo parecer conservadores o equidistantes. Tememos llamar a las cosas por su nombre, a no dar en el clavo que abra los sentimientos de la audiencia o a revelar un desequilibrio en el esquema lógico-argumental. Seguimos a años luz del documental anglosajón, el mismo que admiramos precisamente porque hace lo que nosotros no nos atrevemos: hablar sin tapujos y sin miedo a las consecuencias sobre instituciones, políticos y cargos en ejercicio. Estos admirados documentales tienen un objetivo claro: revelar verdades ocultas, denunciar injusticias, plantear retos, dilemas, ofrecer material para la reflexión.... Pocas veces se conforman --como hacemos nosotros-- con certificar un relato que encaje con una cuidadosa selección de acontecimientos del pasado.

¿A qué viene esa aversión cuando se trata de analizar nuestro presente? El documental ha cedido toda iniciativa y responsabilidad a la televisión, concediéndole un monopolio casi exclusivo como cronista social. A cambio, se ha conformado con analizar lo que sea siempre que la distancia y la seguridad ratifiquen por adelantado cómo han acabado las cosas. Es muy probable que la censura y las trabas a la libertad de expresión durante el franquismo hayan tenido que ver con esta autocomplacencia en el punto de vista actual. La revisión histórica de nuestro siglo XX a partir de 1975, además de resultar un filón temático inagotable difícil de rechazar --Caudillo (1977), Los paraísos perdidos (1985), Madrid (1997), por mencionar sólo los títulos de un único director, Basilio Martín Patino--, afianzaron nuestra tendencia a enfocar el documental hacia el pasado. La cosa es que nos hemos acostumbrado a "hacer balance" con él, olvidando que, desde el momento en que nos convertimos en una sociedad abierta en el sentido popperiano, ni puede existir ni es posible imponer un único relato sobre el pasado. Al contario, estamos obligados a encontrar un consenso que tienda a convertirse en mayoritario sobre lo que hemos sido y lo que somos. El cine documental español refleja perfectamente que ese consenso sigue pendiente. Ha sido una introducción quizá demasiado larga, pero no podía no hacerla.



Este excurso sobre el documental viene a cuento de una película de ficción que ha hecho que, como público, avancemos unas cuantas casillas de golpe y nos haga madurar a base de humor como no lo ha hecho el documental en décadas. Su director es Borja Cobeaga, un cineasta donostiarra al que es innegable reconocer un mérito indiscutible: ha logrado situar a los nacionalismos ibéricos en el punto de mira de nuestro humor carpetovético, despojándolo de ese aura de tabú y rebajándolo al mismo nivel de las reprimidas comedias sesenteras de los Landa, Gómez Bur, Ozores y compañía. El talento de Cobeaga brilla en microrrelatos como Un novio de mierda (2010) y en guiones transgresores como Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015), rodados en plena efervescencia del narcisismo de la diferencia menor. Pero también --ya en la dirección-- en crónicas juveniles como Pagafantas (2009), un vivero no cristalizado de ideas que fraguó durante sus colaboraciones televisivas: Muchachada nui (2007-2010) y Vaya semanita (2003-...). Ésta última tiene el mérito de haber sido la primera serie que se atrevió en España a ridiculizar a aberzales, terroristas y políticos vascos, presentándolos como la misma gente ridícula que poblaba los gags de los hermanos Marx.

La ficción española siempre ha jugueteado con la tentación de abordar el tema de ETA para parecer moderna y comprometida, pero siempre interponiendo coartadas de género como salida de emergencia: La muerte de Mikel (1984), El pico (1983), Días contados (1994)... Esta películas cortocircuitaban lo político con la identidad sexual, el sensacionalismo barato o el género negro; de manera que el formato cinematográfico justificara las licencias, las lagunas, las incomodidades o la toma de partido (o la ausencia de ella). Y de pronto llega Cobeaga y dinamita toda prevención con Fe de etarras (2017), una demostración de ingenio y de madurez que deberíamos extrapolar a tantos y tantos temas pendientes de nuestro presente.

Fe de etarras exhibe un guión y un tratamiento narrativo impecables, evita caer en la parodia casposa y conservadora, ni tampoco en el retrato ridiculizante y tópico de los personajes; y se cuida mucho de no rebasar los límites de lo que podría resultar irreal y doloroso (excepto en dos escenas muy concretas en las que Cobeaga se deja llevar por lo fácil y la sal gorda; pero por suerte no son imprescindibles ni empañan la impresión de conjunto). El principal mérito de la película es que los etarras que la protagonizan son eso, etarras, no arquetipos de terroristas insensibles o descerebrados, sino gente que sigue aferrada a un ideal muerto. Ese es el primer gran acierto. El segundo es la manera de inocular situaciones ridículas y divertidas --nada neutrales desde el punto de vista político por cierto-- en la vida de un piso franco, revelando de paso la batalla perdida que el comando se empeña en librar. En el otro lado, una sociedad con el patriotismo más cómico y populista a flor de piel por culpa del mundial de fútbol en Sudáfrica. Nadie se salva. Incluso hay unos pocos momentos de tensión donde el humor se evapora y la realidad de la clandestinidad lo llena todo. El posicionamiento de Fe de etarras es muy claro, pero también muy coherente, muy crítico y muy elocuente. Incluido el final, un tanto salido de madre pero bien alineado con el planteamiento general. Cobeaga ha clavado el retrato de los últimos coletazos de una banda terrorista desnortada, en plena disolución ideológica y humana, inmersa en un proceso entre triste y ridículo que les lleva directos a la irrelevancia. Ésta es sin duda la idea más dura de todas las que deja caer la película, expresada magistralmente en la escena del control policial.

Para terminar, una reflexión final sobre los canales de cine digital que se están haciendo un hueco en el panorama cinematográfico actual: gustará más o menos que produzcan para no estrenar en salas, pero su necesidad de dotarse de contenido está beneficiando al cine en su conjunto. Netflix no puede competir en espectacularidad o efectos especiales, la seña de identidad de los estudios de Hollywood tradicionales, pero está produciendo películas y series polémicas, raras, innovadoras, incómodas, nuevas, deslumbrantes... En otras palabras: estas plataformas se están convirtiendo en un vivero de cine independiente --más necesario que nunca-- para los cineastas de la próxima generación. Los mismos a quienes tentará Hollywood para que den el salto en cuanto sus películas se conviertan en taquillazos. Así debe ser.




viernes, 13 de octubre de 2017

¿Qué puñetas es el cine? 8. El estilo posclásico (1)

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético
6. La narración paramétrica
7. El estilo en el cine contemporáneo

Desde que en la segunda mitad del siglo XX se dan por consolidados el internacional de arte y ensayo (IAE) y la narración paramétrica (NP) parece que, desde 1960, no ha habido ningún otro estilo cinematográfico capaz de servir de identificador formal para esa amalgama creativa e inagotable que llamamos cine contemporáneo. Sin embargo, es una evidencia que las películas exhiben hoy unos recursos narrativos y técnicos que son algo más que una moda o un deseo de experimentación; es evidente que hay patrones y una afinidad electiva por parte de los cineastas. Y por tanto, desde el momento en que se detectan regularidades, ¿se podría decir que estamos ante un estilo cinematográfico completamente nuevo aparte de la narración histórico-materialista (NHM) y del Estilo Clásico (EC) y de los dos ya mencionados? David Bordwell opina que sí aunque ciertas reservas. En The Way Hollywood Tells It. Story and Style in Modern Movies (2006) explica cómo, desde que colapsó y se dio por obsoleto, se ha ido abriendo paso una mutación/evolución/transformación del EC que, de momento, no ha llegado a convertirse en un estilo independiente, sino más bien en una extensibilidad, puesto que mantiene intactas las premisas narrativas del EC. Esta variación emplea recursos olvidados, relegados y/o prohibidos durante la etapa clásica de Hollywood y Bordwell la denomina como estilo posclásico (EP). El EP es un sistema que incorpora nuevas características o reutiliza otras sin modificar las propiedades fundamentales del EC (causalidad, motivación, eje, espacio, tiempo); y el resultado es una especie de versión mejorada que extiende la vigencia del EC y refuerza su reputación como el estilo que funcional como piedra angular para la narración de historias en imágenes. Eso no significa que sea el único, simplemente que no hemos dado con otro o, si lo hemos inventado, no ha podido imponerse mundialmente por diversas circunstancias.

Si algo caracteriza desde siempre al cine estadounidense es su capacidad para combinar una respetuosa continuidad con el pasado e integrar toda clase de novedades y modas en cuanto a recursos técnicos y narrativos. Ese mérito indudable --desde el punto de vista artístico-- sirve para explicar su éxito popular y planetario. Esto es así desde 1910 y todavía es una realidad después de más de un siglo. El esplendor del cine clásico estadounidense se extiende entre 1917 y 1960, el año que que los grandes estudios de Hollywood --auténticas factorías de cine producido en serie-- entraron en decadencia de público, crítica y estilo. Las causas inmediatas fueron una serie de cambios en la legislación antimonopolio en EE UU que afectó gravemente a sus líneas de negocio de distribución y exhibición. Sin embargo, el declive ya había comenzado en 1945, cuando el público demostró que prefería un cine más cercano e improvisado, como el que se hacía en la Europa de posguerra. El cine de Hollywood llevaba décadas ciñéndose a lo que establecían los libros de estilo del EC y eso hizo que tuvieran su oportunidad cineastas rupturistas y con ganas de experimentar con recursos que llevaban mucho tiempo prohibidos u olvidados (desde la época muda incluso). A partir de 1960, directores como Otto Preminger, Billy Wilder o Vincente Minnelli se inspiraron en algunos títulos del IAE para incorporar a sus películas nuevos temas, formas y puntos de vista narrativos.



Ya en los setenta, una nueva generación de cineastas --William Friedkin, George Lucas, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola-- profundizó en el punto de vista autoral del cine europeo y lo aplicó a obras de géneros clásicos, convenientemente modernizadas para grandes audiencias. Son años de taquillazos muy rentables para la industria que hoy se consideran nuevos clásicos y que siguen inspirando títulos actuales: El padrino (1972), El exorcista (1973), Tiburón (1975), La guerra de las galaxias (1977)... Estos títulos son la prueba definitiva de que el EC no era imprescindible para que las películas se comprendieran y tuvieran éxito; es más, el EC podía llegar a convertirse en un freno para determinados temas o tratamientos formales. Es entonces cuando se empieza a imponer el EP como un nuevo estilo, al principio en géneros muy concretos, como el de acción o el de ciencia ficción, pero luego alcanzando incluso a auténticos e indiscutibles filmes "de autor" como Hannah y sus hermanas (1985).

A partir de aquí, los estudios orientaron su producción hacia ese tipo de películas "nuevas", potenciando el EP como estilo narrativo, para obtener taquillazos como los de los últimos setenta. Los ochenta fueron para Hollywood, de largo, la mejor época de todo el siglo XX: los filmes que no se llegaban a estrenar en sala pasaban directamente a los videoclubs, el negocio más rentable de la industria del cine en toda su historia, únicamente superado en los noventa por el DVD (en 2004 las películas recaudaron en salas 9,5 millones de dólares, mientras que las ventas de DVD supusieron 21). Y por si eso no fuera suficiente, también podían vender sus películas a los canales de televisión por cable (por aquel entonces la pequeña pantalla era una ventana de negocio consolidada desde hacía casi dos décadas).



En el EC cada escena se iniciaba proporcionando información sobre tiempo, lugar, personajes principales y relación causal con la escena previa; y esa escena podía retomar una "causa pendiente" anterior, desarrollarla o preparar una nueva. El público se había acostumbrado a un estilo cómodo y bien engrasado pero previsible. Era obvio que hacía falta un cambio. Y ahí tuvieron su oportunidad directores criados en el EC, permitiéndoles incorporar nuevos recursos a su estilo personal en busca de un "impacto estético", una marca, una distinción. Por ejemplo incrementando la violencia en las escenas de asesinato, o poniendo en primer plano una visión “enérgica” del movimiento (peleas, persecuciones). Cineastas como Sam Fuller, Robert Aldrich, Richard Brooks o Delbert Mann aportaron una intensa y excitante proximidad física a las películas estadounidenses a partir de 1960, un primer síntoma de algo que podía dar lugar a un nuevo estilo cinematográfico.

¿A qué vino de pronto ese deseo de innovar a toda costa? En la época dorada del EC, directores como John Ford, Alfred Hitchcock o Cecil B. de Mille no se plantearon superar los logros artísticos de sus mayores (Edwin S. Porter o David W. Griffith); y no lo hicieron porque no eran pioneros ni artistas al estilo tradicional, sino que formaban parte de un modo de producción. En cambio, cuando el EC ya no era un instrumento eficaz, directores como Brian de Palma o Michael Mann sí que sintieron la necesidad de competir y superar a los Ford, Hitchcock y de Mille, porque se consideraban a sí mismos artistas, autores, del estilo de lo que proponían en Europa la Nouvelle Vague y la teoría de autor. Aun así, en los sesenta y setenta todavía era demasiado pronto para comprender que esos experimentos no afectaban al núcleo central del EC y, por tanto, no se podían considerar un estilo inédito.

Bordwell caracteriza el EP como una evolución del EC al que se le ha añadido una especie de “conocimiento juguetón” que utiliza el EC para ironizar sobre él o darle la vuelta. Las películas del EP poseen una fuerte autoconsciencia (se presentan a sí mismas como tales), quiebran los dispositivos de la ficción dirigiéndose al espectador (aunque esto no es algo inédito en Hollywood: los hermanos Marx, Bob Hope o incluso Bugs Bunny eran fuertemente autoconscientes) y son más reflexivas (abundan en citas, parodias o pastiches de otros filmes). Esta tendencia se ha ido intensificando con los años y el cine más reciente no se concibe sin este énfasis en la cita y la referencia cinéfilas, un proceso que casi roza la atrofia con cineastas como Quentin Tarantino, un director que no puede/sabe/quiere rodar sin hacer citas. No estamos ante recursos inventados por el EP, sino de una recuperación de algunos que el EC no explotaba o no consideraba adecuados y ahora son colocados en primer plano del argumento.

El EP no se ha desmarcado lo suficiente como para convertirse en un estilo autónomo, ni tampoco se puede afirmar que sea un estilo anti-EC; al contrario, a pesar de las novedades técnicas y formales, aparentemente radicales, se sigue apoyando en la misma base narrativa del EC: el tratamiento del espacio y el tiempo a través el montaje (la secuencia de montaje se inventó poco después de la llegada del sonoro). Esta concurrencia ha permitido que, gracias al EP, el espectador medio no rechace ni se pierda con argumentos bastante más complejos que los de la época clásica y, además, aprecie las numerosas innovaciones técnicas al servicio de la narración que propone. Las mejores virtudes del EP se expresan en películas muy bien equilibradas, tanto en lo argumental como en lo narrativo, películas que Bordwell denomina hiperclásicas, ejemplos canónicos del uso revitalizador que hace el EP de los principios del EC en títulos como Jerry Maguire (1996), un filme que no es en absoluto rompedor, que posee un argumento conservador y predecible, y sin embargo sabe manejar los elementos clásicos del género al que pertenece con originalidad y frescura (en este caso una mezcla de drama y comedia románticos). Los hiperclásicos del EP saben vender historias de siempre como si fueran nuevas, más modernas o mejores.


(continuará)



domingo, 8 de octubre de 2017

El mito, la nostalgia, la filosofía, el cine... (Blade Runner. 2049)

¿Por qué nos gusta Blade Runner (1982)? Mejor dicho, ¿por qué nos gustó desde el principio Blade Runner? No pudo ser por el ciberpunk y eso, porque, aparte de unos pocos, la mayoría ni sabíamos qué era ni qué significaba, si era una estética, una pedantería o una filosofía. Ya puse por escrito el impacto interior que me produjo la primera vez que la vi, así que por ese lado no insistiré. Y es que una de las cosas que más nos enorgullece a los fans que la vimos de estreno es precisamente eso, la inmediata admiración que sentimos por el filme, de alinearnos con su forma y su contenido, la rotundidad sin fisuras que exhibimos para argumentar sus bondades ante escépticos y reacios. Sin embargo, con la debida perspectiva del tiempo, pienso que quizá aquella epifanía en sala oscura tuvo unos motivos más prosaicos y generacionales: para empezar, la película nos situaba en un marco de género que conocíamos bien, el del cine negro, el mismo que habíamos mamado en la televisión desde el comedor de casa en sesiones de tarde y noche, pero esta vez renovado con una historia ambientada en el futuro. En aquellos años la tecnología informática iniciaba su despegue (IBM presentaba ese mismo año su PC). El futuro estaba todavía en la casilla uno y Blade Runner ya nos anticipaba un retrato de la atrofia que nos aguardaba; pero nos importaba poco, la distopía molaba y el personaje del detective ambiguo era nuestro antihéroe favorito. A partir de ese híbrido narrativo, de la indiscutible maestría de Ridley Scott y Syd Mead (responsable del worldbuilding de la película) y de la brillante aplicación cinematográfica de lo que entonces llamábamos estética de videoclip en escenas de violencia y acción, convenientemente ritualizadas por los efectos especiales y una banda sonora que nos ha marcado, ha acabado por cristalizar en el mito cinematográfico y cultural que es hoy. Muy poco después Corrupción en Miami (1984-1990) hizo el mismo experimento --con casi los mismos recursos narrativos y técnicos-- para la televisión con éxito muy parecido.

Después llegaron los montajes del director, las remasterizaciones, el final cut y los estuches de coleccionista, y el relato original del director parecía imponerse como el más convincente y coherente. Sin embargo, después de tantos añadidos y mejoras, resulta que unos cuantos preferimos la denostada versión estrenada en salas, la de la voz en off inequívocamente marlowiana, la del final impuesto y ñoño aunque oxigenante. Prefiero esa a la versión del director, que es la que, según Denis Villeneuve, director de la secuela, encaja mejor con su continuación. En estos 35 años ha habido tiempo para muchas revisiones del original --acompañados a veces de novietas a las que queríamos encandilar y convencer (con escasos resultados en mi caso) con nuestro cinéfilo secreto--, y gracias a ellas comenzamos a enumerar las cosas que había anticipado la película consciente o involuntariamente: implicaciones filosóficas (¿es ético esclavizar y «retirar» a los replicantes?), religiosas (el poder omnímodo que aparenta la capacidad de crear vida de la nada) y epistemológicas (¿cómo distinguir los recuerdos reales de los implantados? ¿es real lo que muestra la película?)... Y aunque la ciencia ficción fue incapaz de anticipar --ni siquiera tangencialmente-- internet, sí acertó a intuir la tecnología dirigida por voz, la ingeniería genética y la degradación urbana como consecuencia del colapso medioambiental. El secreto de su vigencia reside, sin duda, en lo que señala el propio Ridley Scott: «a medida que la tecnología evolucionó y la gente empezó a ver aspectos de la película reflejados en la vida real, hubo cada vez más razones para aceptar los temas de los que habla Blade Runner». A partir de ese instante es cuando empieza el análisis y el desmenuce sin freno, pero también el mito incombustible.

Blade Runner. 2049 (2017) se ha estrenado con una buena planificación de mercadotecnia que ha sabido caldear a esa parte de la audiencia entregada de antemano, explotando sobre todo el tema generacional, dando la sensación de que podría convertirse en una saga distópica --¡por fin!-- no específicamente orientada a la adolescencia. Tres cortos para abrir boca, liberados a medida que se acercaba la fecha de estreno y afilar las ganas de comprar una entrada. Tres cortos que explican tres momentos concretos del período que media entre la película original y su secuela (2019-2049) y que sirven de introducción al largometraje de Villeneuve: un anime para ilustrar la caída en desgracia de la generación Nexus 6, la conflictiva creación de los Nexus 8 y una anécdota que prácticamente enlaza con la primera escena de Blade Runner. 2049 (casualmente la que debió servir de arranque a la de 1982 pero se descartó). Por lo que a mí respecta, objetivo conseguido: tuve la sensación de que no me iba a perder ningún detalle colateral. Eso sí, que quede claro: aunque los fans no puedan dejar de verlos no son imprescindibles para disfrutar de la película sin haber visto --¿cómo es posible?-- la original.

1.Black out 2022 de Shinichirô Watanabe:



2. 2036: Nexus dawn de Luke Scott desarrolla una parte del guión original de Hampton Fancher y Michael Green que no cabe en el largometraje:



3. 2048: Nowhere to run, también dirigido por Luke Scott a partir de otro fragmento del guión original:



Y de propina, para contextualizar al máximo, Tears in the rain (2017) del australiano Christopher Grant Harvey, un corto al más puro estilo fan fiction cuya anécdota se sitúa en un momento indeterminado entre 2000 y 2019 y relata los motivos que llevaron a la creación de la polémica y ultraespecializada unidad de blade runners.



Ya acabo el bloque de recomendaciones previas: a los que no tengan miedo de descubrir que detrás de toda obra maestra hay grandes dosis de miseria personal y de casualidad, les recomiendo revisar Días peligrosos: Cómo se hizo Blade Runner (2007), el documental que venía en la última caja de coleccionista puesta a la venta (esta vez en Blu-Ray).

Y así, con toda esta carga de información adicional, nos plantamos ante Blade Runner. 2049, la secuela de un filme al que parecía un pecado añadirle una secuela, temiendo que hayan hecho una herejía y aun así ávidos de saber qué han hecho con ella, confiando al menos en unos apabullantes efectos digitales que compensen la obligada experiencia filosófica que esperamos encontrar debajo. La primera impresión es que se trata de un filme digno como secuela, pero desequilibrado como guión independiente. El relato novelado que había escrito Hampton Fancher justo antes de saber que había alguien interesado en rodar una continuación apunta dos o tres ideas buenas (que no pienso revelar), incluso contiene alguna que otra sorpresa a costa de hacer creer al espectador lo que no es. También son meritorios los homenajes --detectables sólo para iniciados a veces-- al filme de Scott, no sólo mediante diálogos, sino con planos, movimientos de cámara o situaciones manifiestamente similares. Sin embargo, el que todos esperamos... hasta aquí debo escribir.



Blade Runner. 2049 supone un doble reto muy complicado: por un lado atraer a un público joven (los hijos de los Hijos de Blade Runner (1991) que decía el libro de Josep Maria Montaner) que están hartos de escuchar a sus padres y madres hablar de la película que vieron en su juventud, pero también convencer a esos adultos que tienen fuertemente mitificada la primera parte y que, ante todo, desean revivir una experiencia imposible de repetir casi con la misma combinación de elementos: ambientación ultratecnológica y distópica, megalópolis y sociedad decadentes, la banda sonora (no puede ser la de Vangelis pero tiene que remitir claramente a ella), sonidos, escenas, momentos cenitales, diálogos... La hemos visto tantas veces que estamos más atentos a los guiños del pasado que al guión del presente. Sobre la presencia de Harrison Ford: actúa más de gancho de cara al espectador que de elemento decisivo en la trama; bastante desdibujado, incluso prescindible diría yo (un cameo introductorio y contundente que sirviera de transición entre la vieja y la nueva historia habría sido suficiente).

En definitiva, vemos películas como Blade Runner. 2049 atrapados en una irresoluble mezcla de deseo y temor; ansiosos por confirmar lo que hoy no es más que un sólido esquema de opiniones en el que difícilmente vamos a introducir modificaciones, pero también empeñados en que nos sorprendan. Son los últimos rescoldos de la fascinación que nos dejó clavados en la butaca en el 82: la recreación visual del futuro precario e incomprensible que la tecnología nos reservaba, la intuición de una sociedad deshecha que aun así encajaba a la perfección con nuestra idea crítica y estética del mundo (en mi generación nunca tuvimos una gran vocación revolucionaria, somos más bien de adaptarnos y sobrevivir con lo puesto). Ay, en fin, Blade Runner...



sábado, 23 de septiembre de 2017

Tan atractiva como inclasificable (Lulu on the bridge)

Muy adentro se le debió quedar el gusanillo del cine a Paul Auster después de haber colaborado en el guión de Smoke (1995) y de encargarse en la práctica --debido a una neumonía que impidió a Wayne Wang estar durante su breve rodaje-- de la dirección de Blue in the face (1995). También pudo ser que todo ese cúmulo de circunstancias despertara en él un interés dormido, un anhelo largamente meditado de probar suerte en otro medio, ciertamente paralelo al de la literatura en muchos de sus entresijos. Quizá ya fuera un relato que tenía a medio escribir, o que dormía hacía tiempo en su cajón, la cosa es que unos años después compuso el guión y dirigió Lulu on the bridge (1998), una película que desprende un raro encanto (tan raro como ciertos detalles de su desarrollo argumental), pero a la vez cercana y atractiva.



La película es una precisa traslación cinematográfica de los relatos y novelas de Auster. Su literatura siempre se ha caracterizado por las anécdotas mínimas, sucesos extraños o traumáticos que ponen en marcha la acción y se desarrollan a base de darle la vuelta a los escasos elementos y personajes del argumento, tramas que quedan interrumpidas sin más, motivos que nunca se explicitan (una ausencia que permite a Auster introducir los giros que le dan la gana en sus relatos, por increíbles que parezcan) y un final tan inesperado como ambiguo. Lulu on the bridge es una muestra perfecta del estilo de Auster; lo único que falta es que se hubiera situado él mismo en la trama (ya sea como actor o a través de un personaje con su nombre), o citándose a sí mismo de pasada. Por todas estas razones, la película apenas contiene momentos cinenatográficos, el peso del argumento lo soportan las escenas en las que el diálogo constituye todo el material dramático. Arrancan por lo general en la localización donde se desarrollará la acción, donde se encontrarán los personajes para hablar (una casa donde suena el teléfono o aparece alguien de pronto, o un restaurante, o una extraña sala de interrogatorios). No es algo casual, sino que esta elección formal --que recuerda mucho a los tableaux vivants del primer cine mudo-- es la que mejor se adapta a la forma en la que Auster cuenta sus historias. Auster no arriesgó precisamente con esta película, más bien quiso probar y ver cómo quedaban sus relatos en imágenes en lugar de palabras.



Mira Sorvino --que sustituyó en el último momento a Juliette Binoche-- está deslumbrante y perturbadora como nunca en esta película, interpretando un personaje entrañable, sencillo, amoroso... Una mujer directa y sin dobleces que se hace dueña de cada plano en el que aparece. Destaco especialmente la escena de la terraza, donde Keitel y ella prolongan su recién descubierto amor, disfrutando del bienestar inmediato e inexplicable que han sentido ambos a partir un incidente con un objeto fantástico (que no es, ni mucho menos, el centro de la trama). Adoro esta escena porque aúna el tipo de sensualidad que me desarma en una mujer, la clase de belleza que me encandila y el subidón mental y hormonal que provocan los primeros contactos de una relación. Me gusta porque expresa --quizá con involuntaria contundencia--la sensación inefable que provoca en los hombres una mujer que nos está comenzando a querer: la fascinación personal, la querencia del contacto, los mimos, las miradas, las caricias... Es uno de mis imprevistos momentos cenitales del cine: ahora --cuando escribo esto después de ver la película por segunda vez-- porque soy capaz de verbalizar mis sensaciones, y entonces --la primera vez-- porque coincidió con un estado de mi espíritu marcado por la tristeza y la decepción tras un fracaso sentimental. En mi recuerdo siempre estaba el convencimiento íntimo de que la película me había parecido mejor de lo que era debido a esa predisposición mía, pero no, en realidad se debía a que el mundo ficticio de Auster --ya he leído unos cuantos libros y relatos suyos-- encaja con mi idea de la ficción literaria, aunque sólo sea por determinadas obsesiones formales y estilísticas.

En lo cinematográfico, Lulu on the bridge no es nada del otro mundo: técnicamente está resuelta con los elementos imprescindibles (encuadre, iluminación, fotografía); sin embargo, en lo argumental, y tratándose de un director sin apenas experiencia en el oficio, despliega con asombrosa habilidad el sugerente y ambiguo mundo dramático con el que nos hace disfrutar el Auster escritor.



martes, 12 de septiembre de 2017

Disección parcial de la generación milenial (Tiny furniture)

Como buena artista del milenio, Lena Dunham utiliza su propia experiencia vital como combustible para el cine y la escritura que produce. No es una mala estrategia, por mucho que ya lo hayamos visto, puesto que lo importante es el resultado. Sucede que, en creadores jóvenes, el punto de vista, el mundo que retratan estas primeras obras, es inevitable que incluya de serie una más o menos contundente y verídica reacción crítica hacia el establishment artístico de la generación de sus mayores. Pero (y ahí está lo interesante) también apunta hacia un universo ético alternativo, una actitud y un posicionamiento diferentes --e incomprensible para sus mayores-- respecto a ese narcisismo que llena las redes sociales y los lugares que frecuentan los jóvenes y que alcanza inevitablemente al arte cinematográfico (de hecho, una versión bastante más conservadora de este modelo sigue proporcionando grandes taquillazos a Hollywood). Un punto de vista que abarca una nueva visión del sexo, la búsqueda del amor estable, el trato con la generación de los padres y la de los hermanos menores... y una curiosa percepción del mundo contemporáneo, que parecen concebir como un continuo extremadamente complejo e imposible de abarcar y/o definir. Quizá por ese motivo siempre hacen referencia a él de modo tangencial, metonímico, aludiendo a la ínfima parte que les afecta como si fuera la materia de la que está hecho el universo entero.

Por lo que respecta al estilo cinematográfico, se basa en una serie de recursos dramáticos y humorísticos, no completamente inéditos (Woody Allen resuena con fuerza en buena parte del humor cínico de Dunham) de cuya combinación sale algo inevitablemente atractivo, nuevo y divertido. Pero no nos engañemos: la de Dunham no es una voz que represente a toda una generación (la milenial), sino que su discurso exhibe unas características cinematográficas muy bien adaptadas al microcosmos de neoyorquinos nacidos en los ochenta de padres acomodados y con profesiones creativas que se acaban de licenciar en la universidad y quieren igualar a sus padres en lo artístico (o superarles, en todo caso de forma diferente). Demasiado concreto para que guste a todos, pero el retrato de la juventud y el factor Nueva York son suficientes para encandilar a buena parte de Occidente. Por encima de todo, el cine de Dunham es una metonimia increíblemente precisa de un segmento muy concreto de la humanidad.



Dunham es ahora archiconocida gracias a la serie Girls (2012–2017), una mirada desde Brooklyn mucho más cotidiana, humilde y contradictoria que la que acabó mostrando Sexo en Nueva York (1998–2004), que no salía del glamour de Manhattan. Sin embargo, los temas y el enfoque de la serie ya estaban en el filme previo que hizo que Judd Apatow se fijara en ella: Tiny furniture (2010). El guión se sustenta --cómo no-- en numerosos elementos autobiográficos: madre fotógrafa de éxito, despiste posgraduación de la protagonista, complejo ante los enormes logros artísticos maternos, hermana menor más inteligente (interpretada por la propia hermana de la directora)... Por ese lado no estamos ante una obra primeriza que se salga de lo habitual; sin embargo, aporta el punto de vista de una juventud que interesa a sus mayores como experimento sociológico, con la sana curiosidad de ver cómo se desenvuelven en el mundo digitalizado que les vamos a legar.

Lo más atractivo de Tiny furniture (y que también se puede disfrutar en Girls) es su estilo narrativo desigual, errático, altamente resistente al encasillamiento: escenas sin conexión causal y/o motivacional, sin una trama que destaque sobre las otras (los diferentes momentos del filme ilustran otros tantos estados de ánimo de la protagonista), cierres abruptos de escena con el casi seguro objetivo de impedir cualquier lectura metafórica al uso clásico... Pero sobre todo destaca la difícil empatía hacia la protagonista. No lo menciono como un demérito, y que conste que ya he quitado el IVA de mi propio rechazo como miembro de la generación precedente a la de Dunham: sus vaivenes absurdos (a veces ridículos e infantiles), su carácter inestable (se nota que está demasiado preparada desde el punto de vista teórico, el que se ha acostumbrado a usar en la universidad, siempre entre iguales, que sirve de poco fuera de la reserva protegida de los recintos estudiantiles), imposibilitan que se la pueda considerar una protagonista al uso. Probablemente sus contradicciones y errores sólo sirven para que se identifiquen quienes se encuentren en su misma edad y situación familiar-sentimental. Con todo, Tiny furniture revela a una cineasta original e inteligente --lo ha demostrado con creces en Girls-- por su tratamiento nuevo y despreocupado de la narración y su gran sentido del humor; aunque tarde o temprano habrá de desprenderse de su vivero biográfico de argumentos para demostrar que sigue creciendo como artista.

A los milenial también se les suele llamar generación Peter Pan por su tendencia a demorar ciertos ritos de paso (trabajo, vivienda, estabilidad sentimental), aunque creo que en esa demora también tiene mucho que ver el casi nulo espacio que nosotros les dejamos para crecer y dar el salto a la madurez en unas condiciones similares a las que obtuvimos nosotros. En el caso de Dunham, esa misma demora puede acabar afectando a su crecimiento como cineasta. De momento demuestra grandes dotes de observación en el retrato poco complaciente de su generación, en las antípodas de la que le sucederá, marcada por el conservador y mojigato fenómeno High School Musical; una juventud que demuestra un prodigioso sentido del darwinismo adaptativo al encontrar sus propios espacios para crecer con lo poco que les dejamos: bares, teatros, fiestas, toda clase de servicios online gratuitos, apoyo de amigos, conocidos y extraños, una sexualidad desinhibida, sin criterio y confusa; pero sobre todo un deseo, nunca declarado en voz alta porque lo encuentran vergonzoso, la constatación de una rendición: admitir que, por encima de todo, buscan desesperadamente la misma estabilidad sentimental que creen ver en sus padres. En definitiva, una generación atascada en un limbo sentimental y social en el que alternan rasgos de increíble madurez con otros de espantosa ingenuidad. Todo esto es lo que Dunham exorciza en Tiny furniture, un retrato entre divertido y dramático de su lugar en el mundo.


domingo, 27 de agosto de 2017

El poder de la palabra (Smoke / Blue in the face)

Smoke (1995) en una inteligente expansión del cuento corto El cuento de Navidad de Auggie Wren (1990), hecha por su autor --Paul Auster-- en colaboración con el director Wayne Wang. Junto con Blue in the face (1995) --rodada a continuación, sin disolver el equipo de rodaje-- ambas componen un increíble e inesperado homenaje al arte de narración oral, al inevitable y contagioso poder que ejerce sobre la audiencia una historia bien narrada. Cuando esta fascinación se da en medio de una película, con un buen narrador delante de la cámara, el director evita la tentación de mostrar y recrear lo que ya se está explicando a viva voz. En esos raros instantes el cine circula a contracorriente de su propia tradición, ya que el medio nació precisamente para eso, para reemplazar a la tradición oral, para ocupar el espacio que abarca el estilo indirecto de la voz y sustituirla por esa otra instancia directa que es la imagen. Aun así, hay ocasiones en las que la palabra se abre paso en la pantalla, y es entonces cuando los espectadores olvidamos que todo eso se podría explicar con imágenes. Cuando algo así sucede --el actor o la actriz que habla es fundamental para nuestra identificación-- nos dejamos llevar por las palabras que usa, la modulación de la voz, el tempo deliberado que imprime a lo que cuenta, la forma deliberadamente dramática que ha adoptado para compartir con nosotros lo que tiene la necesidad de hacernos saber. Se trata de un fragmento en el tiempo cuidadosa y dramáticamente planificado, pero nos resulta tan intenso que lo tomamos por improvisado, como una revelación inesperada del guión o del personaje, la confidencia íntima de alguien cercano que nos habla directamente.

La anéctoda del relato literario que sirve de base a Smoke está repartida en dos momentos muy concretos del filme: el primero integrado con habilidad como parte de la extraña amistad que inician el escritor --Paul Benjamin, interpretado por William Hurt-- y el estanquero de Brooklyn --Auggie Wren, un increíble Harvey Keitel--; mientras que el segundo es el apoteosis de esa misma amistad, nunca declarada pero siempre detrás de la mayoría de escenas que comparten ambos. El segundo momento coincide con la última escena de la película, y expresa un momento de intimidad entre ambos --a través del relato oral de Auggie-- deliberadamente retrasado por el argumento (aunque esta vez sí, la tentación es demasiado fuerte y Wang opta por mostrar lo que cuenta el estanquero directamente). El resto de la película lo completan varias historias secundarias, algunas de las cuales acaban convergiendo a la manera en que Auster nos tiene acostumbrados en sus novelas. De hecho, el guión de Smoke se despliega de la misma forma que la escritura de Auster: punto de partida autorreferencial (el autor forma parte del relato), introducción de una anécdota mínima y desarrollo a base de giros significativos que sin embargo el lector acepta como fiables a pesar de su inverosimilitud. Nada es lo que tiene que parecer en la literatura y en el cine de Paul Auster.



Su secuela creativa fue Blue in the face (1995), rodada en apenas cinco días, improvisando escenas de diez minutos de duración con los actores (luego acortadas durante el montaje para pulir los detalles y los desvíos aburridos) y con Auster haciendo de director durante los dos días que Wang estuvo con bronquitis. El título hace referencia a una expresión que significa hablar hasta ahogarse, y el resultado es un curioso experimento cinematográfico en el que las escenas surgen espontáneamente, un estado privilegiado de buen rollito y creatividad entre Wang y Auster (quizá como los que ellos mismos imaginaron para Paul y Auggie) en el que decidieron prolongar la vida al famoso estanquero de Brooklyn --Hurt no estaba disponible por fechas y la escena que debía interpretar la hizo Jim Jarmusch--, colocándolo en medio de un montón de situaciones inconexas (débilmente inconexas), en las que unos cuantos actores y actrices se pasaron por el set de rodaje: Michael J. Fox, Mira Sorvino, Madonna, el citado Jarmusch (adoro la voz y la cadencia oral de este hombre)... hasta el mismísimo Lou Reed. Me hace gracia pensar en cómo, durante aquellos cinco días, Nueva York hirvió con la noticia de que había un rodaje en la ciudad en el que aceptaban colaboraciones improvisadas de actores y actrices. Puede que más de uno y más de una esperaran una llamada para hacer un cameo; incluso que alguien llamara para ser incluido sin ser llamado.

Si en Smoke la oralidad estaba cuidadosamente dosificada, en Blue in the face se desparrama sin control a base de situaciones mínimamente planificadas en las que se fomenta la capacidad de los intérpretes para componer algo divertido, nuevo, intenso y hasta universal. Destacan sobre todo las tertulias informales que se montan en el estanco de Auggie --como las de tantos otros comercios deficitarios de todo el mundo-- pobladas de zumbados, perdedores, trepas, cafres, machistas e ingenuos, pero que nos resultan reales porque son contradictorios y entrañables. Son esos momentos los que nos hacen creer que ese microcosmos basado en la conversación, en la capacidad para encandilar a una audiencia en directo, aún sobrevive y mantiene su irresistible poder de atracción. La película simplemente es un vehículo para que las disfrutemos asistiendo a esa exhibición de teatralidad, de giros dramáticos, acordados o encontrados, tímidos o exagerados, falsos o verdaderos. Blue in the face es Auster en estado puro, y estoy convencido de que es la experiencia que provocó que el escritor se lanzara a dirigir Lulu on the bridge (1998), una película que me impactó notablemente (aunque en parte fuera por el momento sentimental en el que accedí a ella).





Y por último el tema de tabaco: ambos filmes se rodaron en una especie de tiempo mítico, cuando aún se podía fumar en locales comerciales, aunque todo el mundo sabía que era una práctica con los días contados (legislativamente hablando). El tabaco era, quizá ya nunca más lo será (el café seguramente ha tomado el relevo), el detonante de las conversaciones interpersonales, la inspiración suficiente para la filosofía cotidiana y lunática, para el recuerdo, para la explosión pasional y, sobre todo, la incontinencia verbal (alcohol aparte, por descontado). En el momento de su estreno ambos filmes parecieron dos buenos ejemplos de cine indie estadounidense, una buena muestra de su inagotable capacidad para provocar caminos narrativos del cine noventero (ese híbrido extraño al que dio paso el inefable cine ochentero). Hoy, en cambio, son dos indiscutibles monumentos a la palabra filmada, un arte en franca recesión. Quizá haga falta un nuevo monólogo como el de Harry Dean Stanton en París, Texas (1984) --otro hito indiscutible en la universitaria cristalización de mi líbido-- para que otras generaciones redescubran --y queden fascinadas por-- el poder incontenible de una buena narración oral.


lunes, 21 de agosto de 2017

Cuando la sencillez no basta (Estiu 1993)

Debut en el largometraje de la cineasta catalana Carla Simón con una ficción muy tenue, rozando el documental, muy cerca del testimonio cinematográfico, basada un suceso directa y explícitamente inspirado en su propia infancia. No se puede pedir un punto de vista más íntimo y personal para un debut: un relato con un formato en el que se supone que la mayoría de su contenido es inventado. No es solamente por una convicción personal, ni porque se cumpla --una vez más-- el postulado de Truffaut sobre ese cine que tiende hacia narraciones fuertemente biográficas (que muchas veces sus autores sienten la necesidad de exorcizar mediante imágenes y la distancia de la ficción); tampoco basta para explicarlo el superávit de imaginación creativa propio de todo artista debutante, y sin olvidar las enormes dificultades económicas que suponen levantar un largometraje de ficción primerizo. Sin duda una mezcla de estos cuatro factores explica la apuesta por la sencillez de Simón en Estiu 1993 (2017).

Rodada básicamente en los mismos escenarios donde transcurrió la infancia de la directora, la película narra las primeras semanas de una niña que acaba de quedar huérfana de madre (después de haberse quedado sin padre) y es acogida por la familia de un hermano de ella. La historia se despliega lentamente --sobre todo al principio-- con un estilo contemplativo-reflexivo que trata de resaltar lo obvio: desamparo, soledad, retraimiento, descubrimiento de un ambiente diferente (su nueva familia vive en una masía en el campo). Es una forma de introducir situaciones que ya hemos visto muchas veces, y es el primer atributo por el que la película es alabada por su sencillez y naturalidad; pero toda esa mostración sin diálogo, hecha de encuadres que no buscan la composición, sino el testimonio, no equivale a un cine de alta graduación, sino más bien una la forma elemental de secuenciar acontecimientos.



Las escenas en las que avanza la historia se intercalan con otras que no forman parte de ninguna subtrama, logrando parcialmente su objetivo: transmitir la sensación del paso lento de los días, de descubrimiento infantil de un entorno, pero también una cierta sensación de deriva. Por otro lado, las escenas en las que las dos pequeñas interactúan en sus juegos son sin duda el segundo atributo que aporta sencillez (esta vez de contenido) a la película; pero el esquema argumental es tan débil que es difícil que el espectador entre al trapo sólo gracias a ellas. No es hasta el último tercio cuando la narración se centra en una línea argumental que apunta claramente en una dirección, y los personajes adultos --especialmente el de la nueva madre, interpretada por Bruna Cusí-- se perfilan con más fuerza.

En lo formal, Estiu 1993 también destaca por la sencillez, y es en este punto donde me parece que el delicado equilibrio de la película se rompe: la cámara sigue constantemente a la pequeña protagonista (los adultos sólo intervienen cuando ella está presente), focalizando el relato en sus experiencias cotidianas, lo cual es coherente con el relato. Sin embargo, esa elección técnica hace que se pierda la oportunidad de expandir la anécdota principal mediante otros matices dramáticos. Comprendo que la idea que sirve de arranque a la película es deliberadamente mínima, pero eso exige que el conjunto sea altamente seductor para el espectador, sobre el que recae buena parte de la iniciativa en la identificación con la historia. Estiu 1993 es --antes que nada-- una reivindicación de su autora con su infancia, optando por dar a la ficción resultante un aspecto documental que haga que la historia se asemeje más a sus propios recuerdos. Sin embargo, sigue siendo una ficción y, como tal, su apuesta por la sencillez (en el sentido de inocencia) no ha bastado para conmover a quien esto escribe.