viernes, 14 de abril de 2017

Fantasía hiperrealista por imperativo de género (Your name)

Entiendo que toda la promoción de Your name (2016) de Makoto Shinkai gire en torno al récord de recaudación que ha logrado, superando a El viaje de Chihiro (2001) de Hayao Miyazaki en la principal, pero casi única, virtud de la película, su impresionante factura técnica: dibujo, movimiento, trabajo de sombras y luces, simulación de efectos... Todo un repertorio que indudablemente puede exhibir con orgullo, ya que la película deslumbra casi en cada plano por su nivel de perfección y dan ganas de pedir que detengan la imagen a cada minuto para recrearnos en su increíble nivel de detalle.

También entiendo que quieran destacar la banda sonora de RADWIMPS --una banda de rock muy popular en Japón-- que aporta esa música entre pop tontito y evocador que tan bien saben hacer por allí y que encaja a la perfección con el público mayoritariamente joven de este tipo de filmes (entre el que me incluyo aunque no sea por edad). Y, finalmente, también entiendo que quieran destacar en la promoción la presencia de Masashi Ando como director de animación y diseñador de los personajes principales, ya que se trata de toda una institución en en cine de animación japones, un profesional que ha colaborado con los dos grandes maestros del género: Hayao Miyazaki y el fallecido Satoshi Kon. La acumulación de talento y de profesionalidad de Your name es indiscutible y destaca con todo merecimiento en primer plano.



Dos jóvenes --uno viviendo en Tokio y otra en un pequeño pueblo-- resulta que intercambian sus conciencias por culpa de un cometa que pasa cerca de Japón cada mil años (cada uno habitan el cuerpo del otro durante un día completo a intervalos regulares al parecer). Gracias a la tecnología móvil consiguen sobrevivir a los constantes y alternados episodios de amnesia (y humor) que es lo único que observan sus respectivos amigos y familiares (y el espectador, claro). Esto es lo que explica el primer cuarto de película de una forma no demasiado afortunada, y aunque luego queda perfectamente claro lo que sucede y por qué, el enredo principal --que finalmente se encuentren y coincidan cada cual en su propio cuerpo-- se demora y se complica tanto que el interés decae en progresión geométrica. Cualquiera que vea la película comprenderá esto y mucho más antes de llegar a la mitad de la película.

De manera que, descartado el torrente de fantasía y lirismo propio del cine de Miyazaki o la mezcla de realidad y sueño de Kon, a Your name solo le queda ese alarde visual que prácticamente lo llena todo. El único recurso que sostiene esta historia es un argumento bien anclado en la realidad y en el presente que se pierde en un inexplicable laberinto de paradojas espacio-temporales y enigmas tan efectivos como previsibles; quizá el único recurso formal que parece haber encontrado Shinkai para contrarrestar tanto virtuosismo formal y tanta acumulación de talento.




viernes, 7 de abril de 2017

El tema del honor y de la verdad (El viajante)

Con El viajante (2016) Asghar Farhadi ha ganado su segundo Oscar en la categoría de filme en lengua no inglesa. Un segundo galardón a pesar de que la Academia estadounidense, que no se caracteriza precisamente por sus arriesgadas apuestas en materia creativa, suele detectar y premiar sin rubor aquellas películas --o cineastas-- que revelan una admiración y/o influencia respecto al cine o al estilo de vida americanos. Pero también --y esto es lo más importante-- esa misma Academia tan conservadora en lo sociopolítico, respeta y valora plenamente esos títulos que exhiben un indiscutible e inapelable sentido del drama cinematográfico, una visión atemporal del conflicto, de la aventura, del humor (las menos veces)... Y en esto, no me cabe duda, Farhadi es un consumado maestro (con esta lleva cuatro películas demostrándolo, dos de ellas oscarizadas. No es un mal balance), un guionista/director de la talla de David Mamet. Por tanto, merecido Oscar para El viajante, por su indiscutible contundencia formal y dramática. Nada que objetar.

Farhadi despliega sus historias con un tempo lento, sin sobresaltos, bajando tanto al detalle cotidiano que constantemente tenemos la sensación de que lo hace para que nos confiemos y después golpearnos con algo imprevisto, violento, exagerado. A esa sensación contribuye el incremento de tensión que produce la complicación progresiva y constante del argumento (siempre sin salir del contexto doméstico y familiar) en cada escena; no hay florituras ni tramas secundarias, todo lo llena la historia principal. También es verdad que el espectador occidental entra en esa espera inquieta de un giro sorprendente porque nuestro cine occidental nos tiene acostumbrados a una dosificación de la tensión mediante altibajos (una estrategia tan habitual que ya es casi un código preestablecido). Quizá por eso nos pone de los nervios que Farhadi no haga lo mismo: esperamos en vano el viraje que lo cambie todo, la sorpresa... y lo único que encontramos es más enredo y más tensión que no estalla.



La película tiene un inicio percutante que promete sobresaltos, pero es un espejismo: enseguida se impone el estilo habitual del director, con un conflicto también doméstico esta vez (mejor no hablar de la sociedad, que sin duda es un tema espinoso). Rana y Emad son, respectivamente, una actriz y un maestro de secundaria (personas cultas y progresistas dentro de su sociedad) que están interpretando papeles paralelos a su realidad en La muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller (sin duda uno de los elementos del guión que ha contribuido a que gane el Oscar) y que sirve de contrapunto dramático a la trama principal (incluso de crítica por ciertos equilibrimismos que hay que hacer en el teatro iraní con ciertos papeles femeninos demasiado sexuales). Nada que no sea perfectamente homologable para la mirada occidental, salvo las excepciones habituales sobre el papel de la mujer, que por descontado proporcionan el primer pilar que sostiene el drama. El segundo, como ya es también habitual, se apoya sobre una hábil, previsible y cuidadísima manipulación temporal.

Farhadi es un cineasta con gran habilidad para componer dramas adaptados a la cultura del islam, bordeando con inteligencia sus límites morales (precisamente los que le acercan a Occidente). Igual que Nader y Simin, una separación (2011), el drama de El viajante no tendría demasiado recorrido en Occidente. Son ciertas costumbres y una combinación de país ciertamente occidentalizado pero aún con amplios márgenes para la gestión informal de los conflictos (igual que la economía) las que permiten que un incidente como el que presenta esta película se convierta en un filme de éxito planetario. Y eso significa que no es la nacionalidad del filme, ni el tipo de sociedad que retrata, ni el estilo inconfundible de su director, sino la combinación de las tres cosas. Esa mezcla es el secreto del poder del cine de Farhadi. Esto se demostró cuando rodó El pasado (2014) fuera de Irán (concretamente en Francia, el país con una libertad de cine más consolidada), un filme en el que se las apaña para exportar con habilidad la única parte de su cultura que potenciaría un drama fuera de Irán, incorporándolo a nuestro esquema dramático favorito: una ruptura sentimental.

Estoy persuadido de que Farhadi debe instalarse en Europa, diversificarse como dramaturgo, explorar las posibilidades de su narración pausada pero contundente a otros conflictos, incluso a otros géneros. Desde que sentó cátedra con sus primeros dos filmes estrenados en Europa, sus películas no defraudan en absoluto (al contrario, se disfrutan sin trabas); el único problema es que desde su primer Oscar parece haber tocado techo en esa fórmula magistral que combina desarrollo dramático y dosificación de información.




sábado, 1 de abril de 2017

Carne de frikismo de primera calidad (Las aventuras de Ford Fairlane)

No deja de fascinarme la infinita capacidad del cine estadounidense para componer películas de contenido infumable que no por eso dejan de tener guiones cuidados y bien trabajados. Las aventuras de Ford Fairlane (1990) de Renny Harlin es una auténtica exhibición de diálogos exagerados, ridículos e insoportablemente machistas (que ni en el momento de su estreno ni ahora dejan de tener su gracia desde el momento en que la película es una parodia), pero sostenidos por un enredo policial de primer orden. Si eliminamos la capa exterior más casposa queda un argumento de cine negro que podría servir para cualquiera de los famosos solitarios detectives de la ficción literaria más clásica. No es broma ni exagero; cualquiera que se moleste en ver la película podrá comprobarlo en cuanto trate de hacer una sinopsis del argumento que prescinda de los detalles cómicos y grotescos. Es un filme con un estilo --aunque con unos diálogos mucho menos ingeniosos-- que sigue la estela de Dos buenos tipos (2016) e incluso El gran Lebowski (1998).

La película es una auténtica rareza: además de ser un vehículo para el polémico cómico Andrew Dice Clay (caracterizado por su humor exageradamente machista y racista), que acababa de ser despedido de la MTV por un monólogo en el que se excedió en su tono radical, ha conseguido convertirse en un inclasificable y admirado gracias a una serie de factores, deliberadamente provocados unos, completamente imprevistos otros. Ford Fairlane es un estrafalario detective que se dedica a resolver casos para las estrellas de rock en Los Angeles, creado por el escritor Rex Weiner en una serie de historias seriadas semanales publicadas entre 1979 y 1980 por New York Rocker y LA Weekly (y que recientemente se han publicado como ebook). Después de doce años sin trabajar en el cine gracias a su mala fama, no hace mucho regresó a la gran pantalla gracias a Woody Allen (también antiguo monologuista) apareciendo en Blue Jasmine (2013).



El triple enredo en el que se ve envuelto Ford Fairlane hace las delicias de cualquier cinéfilo cuarentón con gustos a la contra y tendencias filofrikis: protagonista colgado que sin embargo triunfa en su trabajo, réplicas sangrantes para todo el que se cruza en su camino, identidad bien marcada a base de una serie de manías (el Ford clásico del que toma su apellido, su pasión por la música disco, la devoción por su Fender Stratocaster del 69 con pastillas originales y mástil de arces, el hecho de pedir siempre sambuca flambeada para beber, igual que luego el ruso blanco caracterizará a Lebowski...). Si además a la versión española le añadimos una huelga de dobladores y que Pablo Carbonell --entonces en el apogeo de su personaje gamberrete-- le puso voz a Ford Fairlane, ya tenemos completa la categoría de filme de culto. El paso del tiempo no ha desgastado su humor corrosivo, en parte porque los diálogos son ingeniosos y en parte porque hoy día duplican su carga de incorrección política insostenible. Para los que no la conocen, es una curiosidad transgenérica que vale la pena; para los rendidos fans, una excusa inmejorable para revisarla por enésima vez y disfrutar recitando sus réplicas legendarias entre cerveza y cerveza.