sábado, 27 de mayo de 2017

Siempre bajo la lluvia. Introducción crítica a los fundamentos sentimentales de la narración cinematográfica (y 2)

Siempre bajo la lluvia (1)

El cine --como cualquier arte narrativo-- sigue abusando del Amor Romántico como excusa para dar un toque humano (eso cree la mayoría) a toda clase de películas. Los sentimientos siempre se presentan como la imperfección que nos convierte en personas y nos diferencia de la fría tecnología; nos hace romper las reglas, improvisar por encima del desierto programado. Esta idea suele expresarse como un amor imprevisto, desvelado en una explosión incontenible de sinceridad por parte de uno de los amantes, normalmente en el último tercio de película, y siempre bajo la lluvia. Hay tantas maneras de encajar el tópico narrativo de la lluvia en una historia como películas se han rodado; es imposible hablar de una pauta, excepto su propia presencia con una significación sospechosamente idéntica. Y cuando más nos chirría como espectadores es cuando sirve para declarar un amor que surge de pronto, sin indicios previos, como una forma chapucera y rápida de cerrar una historia que amenaza con echarse a perder. Pero cuando está bien incrustada en el relato nos resulta gratificante porque finalmente la película ha logrado colmar nuestro deseo interior de ver a los protagonistas juntos (un deseo que la propia película ha alimentado y dosificado convenientemente).

La narración de los primeros momentos de una relación romántica es la base de infinidad de novelas, obras de teatro, sitcom, canciones, realities y películas: asistimos --en calidad de cómplices privilegiados-- a los desencuentros y encontronazos iniciales, las primeras citas, las pruebas de amor verdadero, la culminación sexual, los malentendidos, la reconciliación y/o la ruptura... Resulta una experiencia excitante para las audiencias de todos los tiempos y culturas. Es una fórmula que todavía no presenta síntomas de desgaste, al contrario, exhibe variedad y fuerza en todas sus variantes conocidas.

En este esquema una escena de amor bajo la lluvia es un recurso sencillo, natural, elegante y capaz de vehicular significados complejos (según se dispongan dramáticamente sus diferentes elementos), y por eso es uno de los más reiterados. Es casi una constante en todo filme que incluya una trama romántica al estilo clásico. Es tan, tan habitual que en cuanto vemos aparecer la lluvia nos atrevemos a adelantar --usando la información que nos ha proporcionado el relato hasta ese momento-- todo lo que va a suceder a continuación (y pocas veces nos equivocamos, todo hay que decirlo). La lluvia que empapa a los protagonistas actúa como una metáfora perfecta: se supone que limpia los errores del pasado, santifica las promesas de futuro y aporta posibilidades de potenciar la estética visual de la película (ofrece una oportunidad para lucirse con la fotografía y/o la dirección artística).

Pero no es sólo la lluvia, es el hecho de que uno de los dos amantes aparece de pronto, sin que venga a cuento, simplemente para satisfacer nuestra pulsión de final feliz. Desde un punto de vista sociológico se trata de un rescate en el sentido más rancio (la mayoría de veces es él quien va en busca de ella), una situación absolutamente patriarcal y machista (si son ellas quienes acuden a buscarle a él parecen patéticas, desesperadas o perracas en celo). A pesar de toda esta mala prensa (como implicación de significado, no como recurso dramático) ahí sigue, exhibiendo su vigencia en toda clase de historias: Desayuno con diamantes (1961) es quizá el hito moderno que estableció este tipo de finales, pero ya ahondaron antes que ella películas como El hombre tranquilo (1952), y después Cuatro bodas y un funeral (1994), Los puentes de Madison (1995), Great expectations (1998, 2012), Sweet home Alabama (2002), Quiéreme si te atreves (2003), El diario de Noah (2004), Match point (2005), Spider-Man 3 (2007), Australia (2008), High School Musical 3 (2008), Crazy, stupid, love (2011)... Incluso el episodio crucial de Cómo conocí a vuestra madre (2005-2014) es un encuentro en pleno chaparrón en la estación de Farhampton. A poco que suenen los títulos se podrá apreciar el desplazamiento producido desde la originalidad --parcial o no-- a lo banal forzado.



Las películas no tienen que ser libros de texto equilibrados, ni limitarse a exhortar algunos principios de progreso del pasado, ni sus protagonistas (por muy guapos y guapas que sean) tienen que ser modelos de conducta socialmente aceptables. A estas alturas de milenio seguimos confundiendo el deseo (incesantemente alimentado a base de glamour) con la admiración y/o la emulación. Quizá eso explique por qué buena parte de la población mundial sigue creyendo --aunque sea remotamente-- en la posibilidad de que, el día menos pensado, quien de verdad amamos, venga a buscarnos en plena noche, que nos esté esperando en el portal de casa, que lo veamos ahí plantado, deseando alegrarnos el largo y decepcionante día de trabajo que hemos pasado. Otras veces soñamos que esa persona aparece en plena reunión de amigos, o se presenta ante nuestra familia, o de las personas que nos caen mal y a las que queremos cerrar la boca con un gesto así de romántico. Deseamos en secreto que irrumpa en nuestra vida para decirnos que estaba equivocado/a, que siempre nos ha querido, que se lo dirá a quien haga falta, y que será para siempre. Y para que todo parezca más dramático, como una especie de expiación, un momento perfecto, por eso siempre está lloviendo. Las declaraciones, las reconciliaciones, las rupturas, los rescates, siempre son bajo la lluvia. La cosa es que el tópico de la lluvia coincidiendo con el clímax de la sinceridad y los sentimientos goza de buena salud: cambia la orientación sexual de la pareja, la ciudad, los diálogos, el objetivo final... Es igual, siempre hay lluvia para empapar y hacer más guapos a los personajes.

Y así, con el uso, el recurso se convierte en código, y cualquier escena entre amantes (en cualquier momento del argumento) tendemos a interpretarla de entrada como una purificación, una promesa o un encuentro intenso, porque la metáfora de la lluvia expresa los sentimientos de los personajes (lágrimas, sufrimiento, cambio). Luego cada película sabrá por qué ha elegido el recurso de la lluvia (eso ya se verá), pero la cosa es que el código no escrito de la narración en el cine dice que lluvia es igual a escenita romántica. Desayuno con diamantes quizá es el filme que logró asociar el significado de la lluvia y el romanticismo dramático. Del abuso del código surge el tópico: el chico que viene a buscarla a ella, y la espera siempre bajo la lluvia; o ella que se se lo piensa mejor y deja al malote buenorro por el pardillo majo que es el favorito del público. Y en cuanto vemos la lluvia sabemos con toda seguridad lo que va a a suceder, y no nos equivocaremos porque la escena es un tópico, un recurso fácil y rápido para hacer avanzar --o cerrar muchas veces-- la historia. Titanic (1997) es la apoteosis de esta penosa depreciación. Y cuando el tópico ya no da más de sí y nadie se lo toma en serio llega la tercera fase: la parodia. Cuando nadie se cree lo de la escena bajo la lluvia se la puede usar para reírse de sus elementos dramáticos habituales (la espera, el discursito, el beso, las lágrimas...). Y es precisamente el tono sarcástico lo que hace que la admitamos en un filme que trata de rehuir los tópicos. La vida es bella (1997) contiene un ingenioso ejemplo de cómo darle la vuelta a una escena de lluvia. Y cuando esto sucede llega la última y cuarta fase: cuando un cineasta aprende a darle la vuelta al recurso y, sin despojarlo de toda su significación original, sabe dar o añadir un matiz que impide que la tomemos como una parodia, ni siquiera como tópico sin ironía. Y es entonces cuando nos vemos obligados a reconsiderar el siempre bajo la lluvia como otra cosa, algo nuevo o seminuevo que podría transformarse con el tiempo y la repetición en un nuevo código. Up in the air (2009) cambia la lluvia por nieve y además intenta quebrar nuestras expectativas en este tipo de escenas. Y así es como se retroalimenta la narración cinematográfica; por eso es capaz de evolucionar, cambiar el tono y el estilo: porque no todos los elementos fundamentales de la dramatización (los códigos básicos) cambian siempre ni todos a la vez, sino unos pocos cada vez (y no siempre de forma radical). Por eso el cine es ahora más complicado y sin embargo el público no se pierde con argumentos cada vez más sofisticados, porque cada película se construye sobre los logros de las anteriores, y todas hacen pequeñas modificaciones que las distinguen, y esos cambios provocan otros... Por muchas otras cosas, pero sobre todo por ésta, adoro el cine.

Somos románticos no porque el cine nos haya moldeado así, sino más bien al revés: el cine ha sabido explotar nuestra innata querencia a pensar que todo acabará bien, que nuestros sentimientos más íntimos (no confesados a nadie, supuestamente inviolables y no conectados ni influidos por nada del mundo real y menos aún sin que sepamos por qué) se abrirán paso sin necesidad de usar palabras, que bastarán unos gestos y calculadas casualidades para conseguirlo. Los humanos pensamos que los conflictos y deseos amorosos pueden decantarse a nuestro favor sin hacer nada, que basta con desearlo en nuestro pensamiento para que suceda. Neil Strauss lo resumió mucho mejor que yo: las personas tendemos a pensar que en la vida nos pasarán cosas buenas, y a fuerza de esperar se nos pasa la ocasión. Porque lo que deseamos no nos cae en el regazo, sino en un lugar cercano. Y tenemos que darnos cuenta, levantarnos y dedicar tiempo y esfuerzo para recogerlo. Y esto es así no porque el universo sea cruel, es así porque el universo es muy listo.

En cambio el cine romántico se empeña en adormecer lo que debería ser nuestro instinto natural, y por eso abunda en esta patología infantiloide de la gratificación sin esfuerzo, voluntad ni motivo: nos provoca en cada momento los sentimientos que mejor encajan con la película, y cuando por fin obtenemos satisfacción creemos que hemos sido nosotros quienes lo hemos logrado por el mero hecho de desearlo con el pensamiento, cuando en realidad es la película la que nos ha traído y llevado por donde quería. Desde luego que esto no es un invento del cine; basta echar una mirada a la ficción narrativa de los últimos quinientos años para comprobar que llevamos siglos alimentando nuestros sueños y deseos a base de negación y dilación. En todo caso, puede que el cine sea el arte que más intensa y eficazmente lo haya logrado. Y lo ha hecho hasta el punto de conseguir que tomemos por natural esa idea del Amor Romántico como un sentimiento que moldea nuestro mundo, cuando lo cierto es que somos nosotros quienes hacemos lo que sea para encajar en ese molde.




domingo, 21 de mayo de 2017

Siempre bajo la lluvia. Introducción crítica a los fundamentos sentimentales de la narración cinematográfica (1)

A caballo entre 2009 y 2010, escribí una serie de reflexiones sobre el cine romántico. Releyéndola, me alegra comprobar que las cosas que dije siguen teniendo sentido (al menos para mí). Sin embargo, nuevas películas y lecturas me llevan a ampliar el foco de mi reflexión y a intentar un correlato entre las modernas teorías sobre el Amor Romántico y el cine que --como en los filmes clásicos-- exprese una idea del mundo y otra del cine. Algo así como una introducción crítica a las bases del romanticismo en el cine que ponga al descubierto sus intereses, sus incoherencias y sus tristes verdades.

En primer lugar, hablemos del medio ambiente en el que ese amor romántico sobrevive y se expresa: la sociedad posmoderna de la posverdad. Tres cosas distinguen hoy a las sociedades que se definen a sí mismas como posmodernas:

1) El miedo a la libertad: estar solo se suele interiorizar a una especie de fracaso como persona. La gente acepta las ventajas cotidianas de la soledad pero se avergüenza de no haber sabido superarla con una pareja estable. La soledad implica más libertad de acción, y hacemos de ello nuestra identidad, pero también anhelamos que algún otro le ponga límites.
2) Relativización de las verdades: necesitamos vivir usando verdades absolutas --al menos duraderas en el tiempo-- y por eso en nuestro modelo de vida no descartamos incluir al menos una declaración (sincera) de amor eterno a alguien especial. Y eso a pesar de que la experiencia y la realidad nos repiten una y otra vez --igual que el esclavo que sostenía la corona de laurel recordaba al césar su mortalidad-- que su valor no irá más allá del medio plazo. Nadie espera fidelidad porque nadie tiene ganas de ser fiel habiendo tantas opciones por ahí. Aun así fingimos otorgar valor a este sentimiento ante los demás, a pesar de que quizá en nuestro pensamiento ya no lo tenga. No es cuestión de escoger entre felicidad o verdad, ni preferir la verdad a la mentira, sino de usar verdad o posverdad cuando nos conviene.
3) Fragmentación y aceleración: no sólo el trabajo o el ocio y la vida en general, también las familias, las amistades y las relaciones se atomizan, reducen su duración y su intensidad. A estas alturas somos demasiado conscientes de que cada gesto y cada palabra son parte de una representación, un quemar etapas en un esquema predefinido que todos conocemos bien pero aseguramos tomarlos como únicos y sentimentalmente significativos.



En este panorama, el amor romántico ha logrado mantener durante décadas un lugar destacado en nuestra jerarquía de prioridades vitales, sobre todo gracias a su capacidad de acoplarse a intereses y modelos lucrativos de éxito social. La razón es simple: funciona como una utopía emocional a largo plazo que proporciona bienestar sensorial y mental durante la fase inicial de toda relación (el flirteo, los primeros encuentros, el conocimiento del otro...). Y aunque la inmensa mayoría no se atreva a ir más allá, compensa por la alta gratificación física y social que implica. Pocos admiten en voz alta buscar el amor romántico, la mayoría afirma su deseo de encontrarlo, pero lo cierto es que esa misma mayoría hace de esa búsqueda algo permanente en su fuero interno, disfrutando de las innumerables ventajas económicas, sociales y sexuales de los preliminares amorosos. Las consecuencias de este agregado de elecciones individuales ya se pueden observar en algunos lugares del planeta: por ejemplo en Japón, donde las tareas y las responsabilidades que conlleva una relación se han convertido en un argumento adaptativo que reniega de todo eso para vivir más y mejor, de manera que se pueda eliminar todo lo que tenga que ver con la relación y dejar sólo lo que suponga autogestión gratificante de la propia sexualidad. Los perezosos del placer sexual amenazan con convertirse en pauta mayoritaria, pero no por capricho, sino porque han hecho un análisis coste/beneficio y han optado por la respuesta que más les conviene desde un punto de vista darwiniano.

Paciencia, que ya entramos en la parte que tiene que ver con el cine. A pesar de esta amenaza distópica, el amor romántico como objetivo vital sigue presente en el imaginario sentimental de la humanidad. Y esto es así gracias a la gigantesca maquinaria de ficción narrativa que lo alimenta constantemente. El cine es una pieza fundamental de ese artefacto destinado a producir deseo de emparejarse para siempre, cimentando un mito del Amor Romántico posible y al alcance de cualquiera. Y lo hace (como el resto de ficciones narrativas) sin importarle una mierda por dónde se mueva la realidad social de las relaciones sentimentales. Esto es así desde los tiempos del cine mudo, o sea que no estamos ante un cambio de tendencia inédita o reciente: en Metrópolis (1927) de Fritz Lang, una supuesta alegoría futurista estaba cortocircuitada por una historia romántica completamente pasada de moda (que ya fue percibida así desde el momento mismo de su estreno), propia del folletín dieciochesco. Este esquema argumental no ha cambiado en lo básico, tan sólo en los recursos y los elementos dramáticos que involucra (cada vez más sofisticados). Y no es un fenómeno limitado en exclusiva al género explícitamente romántico, sino que salpica a todos los demás; incluso la ciencia ficción sigue explotando el filón mediante un ridículo binomio (tecnología deshumanizante/amor redentor-humanizador) en taquillazos del estilo de Matrix (1999), Solaris (2002), Interstellar (2014), Passengers (2016) o La llegada (2016).


(continuará)


sábado, 13 de mayo de 2017

La sala de Pandora

El Festival de Cannes se ha tomado la molestia de modificar sus estatutos para que, a partir de 2018, no pueda entrar ninguna película en la competición oficial si luego no se va a estrenar en salas comerciales de toda la vida. En otras palabras, aquellas películas que hayan sido producidas (total o mayoritariamente) por y para canales privados (y que por tanto sólo se estrenarán en Netflix y plataformas por el estilo), no podrán aspirar nunca a la Palma de oro. The Meyerowitz Stories (2017) de mi admirado Noah Baumbach y Okja (2017) del coreano Bong Joon Ho han sido las películas que han servido de excusa para abrir la sala de Pandora en este conflicto más que previsible.

En el comunicado hecho oficial por la dirección del Festival de Cannes se apuesta por un canal de distribución muy concreto y muy tradicional; un modelo bien conocido y dominado por la crítica con prestigio académico, mediático y económico. Quizá lo consideran el sistema de distribución que más y mejor encaja un «servicio público» (aunque si fuera así lo cierto es que los precios serían mucho más reducidos respecto a los actuales; incluso de acceso gratuito en según qué circunstancias. Nada de esto es verdad). Es como si Cannes --y por extensión todas las ciudades que sirven de sede a festivales de cine en todo el mundo por evidentes motivos de visibilidad y rentabilidad-- de pronto nos revelara hace años que lleva a cabo una intachable función social seleccionando estrenos interesantes para hacerlos llegar a ese mismo público que no obtiene acreditación para el festival ni se molesta en comprar los abonos de público. Su existencia misma se define como una especie de contrapeso artístico a las distribuidoras estadounidenses que copan la cartelera mundial. En corto y claro: una necesaria alternativa al cine comercial que llena las multisalas de los centros comerciales; una reserva cultural del cine artesano que se supone que nos hace mejores personas.

Netflix, por su parte, se presenta ante el público como el relevo digital de la analógica HBO, que forjó su fama desde los noventa gracias a productos arriesgados y de indudable calidad (básicamente series). Netflix ha comenzado su asalto a las audiencias produciendo series incómodas o minoritarias --interrumpidas por falta de apoyo económico por quienes suministran contenidos a las cadenas analógicas-- y que parecían abocadas al olvido por culpa precisamente de su estilo a contracorriente o su elevada carga crítica (la experimentación narrativa ya no asusta a nadie, al contrario, casi se ha convertido en un requisito sine qua non). La cosa es que Netflix acude al rescate de series como Black Mirror, cuya tercera temporada estaba atascada en los despachos de productoras comerciales de toda la vida. Netflix apuesta por la calidad porque los cinéfilos y los frikis con alto poder adquisitivo --hartos de la mediocridad de las salas y de la televisión generalista y los limitados catálogos de los operadores de telefonía reconvertidos en canales temáticos no son suficiente-- suponen una inmejorable atracción indirecta de determinados públicos más convencionales (de entrada, sus familiares y allegados más inmediatos). De hecho, es prácticamente la misma fórmula que Cannes viene aplicando explícitamente para garantizar su supervivencia: que los grandes taquillazos con intérpretes famosos sufraguen la proyección de esos otros títulos raros e incómodos que hacen las delicias de los sesudos y los expertos. Personalmente opino que es una estrategia modélica. Y si sirve para los festivales, ¿por qué no pueden aplicarla las plataformas digitales en consolidación?



El debate está servido: Cannes ha tomado partido por la ventana de distribución que le ha servido de apoyo y de audiencia indirecta durante décadas (además del complejo crítico-mediático); el problema es que hay nuevos agentes en el mercado que acumulan suficiente masa crítica (y con esto quiero decir dinero) como para permitirse pagar un lugar en la competición oficial de cualquier festival (incluido Cannes) sin tener que agitar el argumento de una supuesta función social (las películas de Netflix no se estrenan en salas, sino directamente en las pantallas de sus abonados).

La decisión de la dirección del Festival de Cannes supone una abertura de hostilidades, la delimitación explícita de dos bandos (salas tradicionales/pantallas domésticas), el inicio de un conflicto anunciado, la apertura de un asimétrico debate entre cinéfilos y agentes económicos. ¿Ha sido una buena decisión? No estoy seguro: el cine de los canales de pago se las apaña perfectamente para acabar accediendo a cualquier público con una mínima capacidad tecnológica. ¿Realmente el problema es que las películas de Netflix, al no estrenarse en salas tradicionales, sino en exclusiva en las pantallas de sus abonados, no cumplen su objetivo de máxima accesibilidad social? ¿Realmente ese estreno privado y más que previsible posterior acceso universal y compartido (incluso gratuito) supone una afrenta intolerable a la libre circulación de la cultura? ¿De verdad no hemos aprendido nada de la inmensa serie de errores cometidos por las discográficas con el tema de las descargas, el canal que precisamente ahora constituye la base mayoritaria de sus ingresos? ¿De verdad el cine va a meterse en ese berenjenal?

¿Es un problema que Netflix compita en Cannes? ¿Es verdad que su canal de distribución de pago --las salas tradicionales también son de pago-- convierte en algo distinto a sus producciones? ¿O más bien se trata de una pataleta de un lobby en franco retroceso, amenazado por un cambio de modelo, que utiliza el ridículo argumento del servicio público? Netflix mueve demasiado dinero como para preocuparse porque sus películas no compitan en Cannes. Como si no tuviera otra forma de dar a conocer sus estrenos y de promocionarlos a través de canales mucho más directos y efectivos. Aun así, parece que hay quienes todavía confunden sus privilegios sociales y económicos con una función social.

Al igual que en las películas, hay argumentos que ya hemos visto demasiadas veces como para tomarlos en serio. A los jerifaltes del festival de Cannes yo les recomendaría una revisión de sentimientos y de premisas, no sea que el tiempo acabe por barrerlos al borde de los caminos de la economía y, lo que es aún peor, de la cinematografía.