lunes, 30 de octubre de 2017

Una teoría casi universal sobre las personas (El plan de Maggie)

El plan de Maggie (2015) es una película directa, sencilla, divertida y luminosa. Tan luminosa como Greta Gerwig, una actriz que cada vez me gusta más porque es capaz de transmitir con sus gestos y sus palabras esa lógica cotidiana y doméstica de clase media que esperamos que el cine nos ofrezca de forma nueva, no obvia pero sí parcialmente anticipable y, ya puestos a pedir, que nos divierta y conmueva. Dirigida, escrita e ideada por mujeres --Rebecca Miller y Karen Rinaldi-- es la quinta película de su directora y está atravesada de principio a fin por el sentido común y un retrato cartesiano de hombres, mujeres y situaciones; sin blandenguerías propias del género ni cargantes arquetipos y lugares comunes. Como prueba bastan los primeros tres minutos de película: rápida presentación de la protagonista --un simple detalle con un transeúnte en la calle y sus primeras palabras la definen con claridad--, planteamiento del tema central y de paso introducción de incertidumbre sobre las relaciones entre los personajes en escena. Directa al grano.

El tema central planteado tan a bocajarro --la maternidad en solitario por decisión propia-- se despliega a través de numerosos matices, variantes e imprevistos, favoreciendo a posteriori en el espectador conversaciones de esas que dan para más de una sobremesa o barra de bar de madrugada. Eso sin contar con que el enredo que llena la película no es tan irreal como pueda parecer. En El plan de Maggie, Miller hace una buena selección de detalles que, al menos a mí, me parece que componen una juiciosa teoría general sobre los dos principales tipos de personas. Se podrá estar o no de acuerdo con ella, pero como el guión no carece de humor, está narrado con ritmo y los protagonistas resultan creíbles y cercanos, pues resulta que además entretiene.



Como no cometo spoiler ni arruino la experiencia a quien la quiera ver, me lanzo a resumir la teoría brevemente: las personas se dividen en dos grandes grupos que se diferencian por su carácter y actitud ante la vida: por un lado los generosos, prácticos e ingenuos y por otro los egoístas, torpes y pedantes. Cada individuo posee una mezcla irrepetible de una u otra combinación de rasgos, lo que nos hace idóneos y adorables para unas cosas pero inútiles y detestables para otras. Como cada grupo tiene una base común, los distinguimos porque suelen reaccionar de la misma forma ante dilemas y situaciones similares. Y como no podía ser de otra manera, son las relaciones las que hacen aflorar --además del carácter-- nuestra auténtica pertenencia a uno u otro clan. Los expertos lo vienen diciendo hace tiempo: los problemas de pareja no se generan por culpa de las relaciones, sino que se manifiestan en ellas. Por fortuna, hay personas como Maggie --la protagonista indiscutible-- que se acaban dando cuenta y, a medida que los errores y malentendidos en las relaciones amenazan con convertirse en patrón, introducen conscientemente algunas mejoras para la siguiente.

En la película, Maggie hace un recorrido mental y sentimental al estilo de cualquier viaje iniciático cinematográfico, su caso es presentado de forma amena mediante los elementos de un caso clásico de planificación vital altamente meditado que sale al revés de como se espera. Y como en toda ficción, su aprendizaje se debe producir de la forma más dolorosa: comprendiendo que no puede controlar todos las consecuencias de sus decisiones, ni la vida de quienes la rodean. Miller deja claro que no se trata de algo genético, sino algo relacionado con nuestra mochila emocional (Maggie viene de una familia emocionalmente distante y exhibe importantes carencias afectivas) y cree que lo mejor que le puede pasar es controlar absolutamente la crianza de los hijos; porque ella sí que les aportará el amor que sus padres no le dieron y les ofrecerá sin reservas todo lo que necesitan (aunque sólo sea porque ella lo necesitaba).

En cambio los personajes interpretados por Ethan Hawke y Julianne Moore son los retorcidos, enfatuados y antropólogos; unos seres deliberadamente complejos que están encantados de demostrar en cualquier situación su propia complejidad. Encarnan a los típicos intelectuales neoyorquinos que no saben hablar sin hacer una cita irónica de un autor poco conocido o valorado; adorables y atractivos durante un año, el tiempo que tardan en conseguir a su pareja de turno y volver a priorizar sus estudios y sus libros. Maggie lo experimenta por partida doble cuando comprueba horrorizada cómo pasa de ser una persona con una vida independiente a ocuparse de la intendencia doméstica y de los hijos del matrimonio anterior. Pero no porque la obliguen, sino porque se le da bien, porque es generosa y porque está convencida de que los niños deben sentirse atendidos y queridos. El conflicto entre estas dos actitudes es lo que llena la película con humor, un poco de romance y otro poco de dolor.

En definitiva, una película inteligente y divertida que permite al espectador plantearse cuestiones a medida que avanza la historia. Lo peor de todo: el significado implícito del último plano, una vuelta nefasta a algunos tópicos del género romántico que se evitan durante toda la historia. Como simple gag final habría estado a la altura de lo visto, pero esos cinco segundos finales parecen sugerir algo mucho más rancio y tradicional...


miércoles, 25 de octubre de 2017

Mrs. Robinson y Sófocles se citan en el Lower East Side (Canción de Nueva York)

El encanto no se puede fabricar, y aunque los estadounidenses han hecho más películas encantadoras que ninguna otra cinematografía en la historia, parece que no aprenden. O les da igual aprender porque compensa en la taquilla. Reparto con unos cuantos nombres consagrados, actores jovencitos y jovencitas de buen ver dándoles la réplica, localizaciones en el Nueva York más turístico, un cuidado diseño de producción... En fin, que por medios a disposición no ha sido. Parece mentira que Marc Webb sea el director de (500) días juntos (2009), de The Amazing Spider-Man (2012) y de The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (2014); aunque con estos tres títulos ya hayamos completado todos los largometrajes de ficción de su dilatada filmografía, repleta de vídeos musicales y series televisivas. Y lo mismo cabe decir de Allan Loeb: de su labor como guionista apenas destaca Wall Street 2: El dinero nunca duerme (2010) y otras comedietas para lucimiento de Adam Sandler y Jennifer Aniston del estilo de Sígueme el rollo (2011). Lo que quiero decir es que Canción de Nueva York (2017) no viene avalada por ilustres o interesantes precedentes; más bien por un deseo de probar un poco de todo a ver cómo queda...

Canción de Nueva York lo tiene todo menos un buen guión, y por eso no desprende el encanto que emanaría ante tanta conjunción de buenos ingredientes. Admito que para mí tienen mucho tirón esas películas de neoyorquinos culturetas --puros arquetipos que se resisten a desaparecer de la ficción-- que hacen citas literarias mientras conversan, ligan y/o mantienen interesantes y calculadamente superficiales sobremesas. Personajes adorables que viven en barrios con una larga tradición histórica, que van a salas de exposiciones a la última, que se dejan ver en locales que aún no están de moda... ah, y que tienen mucha pasta. Nueva York ofrece una impresionante tradición cinematográfica para llenar cientos de filmes como Canción de Nueva York, pero no es suficiente: la historia va dando bandazos entre una trama previsible y ridícula sobre la crisis de la madurez y una inefable tragedia griega. Pero el género exige autocomplacencia, así que la cosa no pasa de ahí porque la familia protagonista es culta y acumula grandes dosis de relativismo y progresismo urbanita.



Con todo, la película se deja ver porque está muy bien producida, proporcionando las dosis necesarias de glamour y el puntito justo de comedia desencantada de vuelta del romanticismo. Pero ni Callum Turner ni Kiersey Clemons --los jovencitos que dan la réplica-- o una veterana de buen ver como Kate Beckinsale sirven para hacer olvidar a Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt en (500) días juntos, capaces de transformar su sosería intepretativa en un delicioso encanto. ¿Por qué? Porque detrás había un buen guión, que es lo único que le falta a Canción de Nueva York.


sábado, 21 de octubre de 2017

Lección de humor en la cuerda floja (Fe de etarras)

Han pasado catorce años desde La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003) de Julio Medem, un documental valiente, sincero y arriesgado que sirvió para demostrar algunas cosas sobre nuestra manera de ser como sociedad, y de paso sobre nuestra manera de entender el documental. Medem se atrevió a dar la voz en igualdad de condiciones a los dos bandos del conflicto vasco (una terrible herejía para la derecha más carpetovetónica); y aunque la perspectiva del tiempo nos ha hecho ver que aquellos años eran los del declive definitivo de ETA, sólo por ceder la cámara a sectores afines al nacionalismo aberzale, a Medem le llovieron críticas y palos por todos lados.

No hemos aprendido casi nada como grupo social desde entonces: seguimos siendo un país tremendamente cobarde a la hora de hacer crítica argumentada e incómoda para el poder vigente. El documental no es una excepción a esta pauta: con el pasado nos atrevemos sin titubear, porque como no lo percibimos como algo conectado con nuestro entorno inmediato ni nos puede afectar, cada cual se siente libre de arrimar el ascua a su sardina. El pasado está ahí para que seleccionemos los hechos --entrevistas a expertos frente a estanterías repletas de libros, imágenes de archivo, recreaciones ficcionadas-- y compongamos un relato, el que más nos refuerce, el que más nos convenga, el que más guste al público del momento. Un relato del pasado que debe servir para consolidar --directa o indirectamente, con más o menos sutileza-- determinados valores del presente (eso cuando la instancia narradora se siente/sitúa en posición dominante), o sirva para enfatizar principios de progreso abrupta e injustamente abortados y que son el origen de los males actuales (si esa misma instancia no presenta un discurso mayoritario). La polarización del documental español no parece admitir más opciones.



Pero no sólo la cobardía, Medem también pudo experimentar de primera mano cómo nos mueve el rencor, la animadversión, incluso el desprecio y el odio puro y duro hacia todo aquel se se atreve a romper esquemas. Le pasó a Medem con La pelota vasca. La piel contra la piedra, pero también --casi una década después-- a los cinco directores de Barrura begiratzeko leihoak [Ventanas al interior] (2012) por un enfoque poco convencional del conflicto vasco. En España existe un grave prejuicio hacia el documental de actualidad, pero si además esa actualidad tiene que ver con el terrorismo etarra, entonces todas las alarmas se disparan y se accionan los filtros de la ultracorrección política. Estoy casi persuadido de que esta conjunción de miedo y cobardía ha provocado un efecto péndulo en el cine documental español, que no suele atravesar la línea roja de la experimentación y se queda con el gregarismo eficaz, priorizando historias de posicionamiento automático --El cielo gira (2005), Guadalquivir (2013)--; híbridos entre la realidad y la ficción que rozan la pedantería --En construcción (2001), Los mundos sutiles (2012), La plaga (2013)--, relatos sobre juguetes rotos --El desencanto (1976)-- o experimentos vanguardistas, parcialmente arriesgados e interesantes, pero sin apenas conexión con la realidad --Monos como Becky (1999)--. Lo que sea con tal de no meterse en un berenjenal mediático, tomar partido o proporcionar un punto de vista más allá del statu quo. El balance de estos últimos años es tan abrumador como una condena: no sabemos hacer documentales críticos y argumentados sobre nuestro presente. En cambio, los fabricamos como churros cuando creemos que los acontecimientos que reivindicamos no nos afectan.

Creemos que explicar asépticamente equivale a objetividad, cuando lo cierto es que el miedo a ser encuadrados en un bando nos atenaza, tememos por encima de todo parecer conservadores o equidistantes. Tememos llamar a las cosas por su nombre, a no dar en el clavo que abra los sentimientos de la audiencia o a revelar un desequilibrio en el esquema lógico-argumental. Seguimos a años luz del documental anglosajón, el mismo que admiramos precisamente porque hace lo que nosotros no nos atrevemos: hablar sin tapujos y sin miedo a las consecuencias sobre instituciones, políticos y cargos en ejercicio. Estos admirados documentales tienen un objetivo claro: revelar verdades ocultas, denunciar injusticias, plantear retos, dilemas, ofrecer material para la reflexión.... Pocas veces se conforman --como hacemos nosotros-- con certificar un relato que encaje con una cuidadosa selección de acontecimientos del pasado.

¿A qué viene esa aversión cuando se trata de analizar nuestro presente? El documental ha cedido toda iniciativa y responsabilidad a la televisión, concediéndole un monopolio casi exclusivo como cronista social. A cambio, se ha conformado con analizar lo que sea siempre que la distancia y la seguridad ratifiquen por adelantado cómo han acabado las cosas. Es muy probable que la censura y las trabas a la libertad de expresión durante el franquismo hayan tenido que ver con esta autocomplacencia en el punto de vista actual. La revisión histórica de nuestro siglo XX a partir de 1975, además de resultar un filón temático inagotable difícil de rechazar --Caudillo (1977), Los paraísos perdidos (1985), Madrid (1997), por mencionar sólo los títulos de un único director, Basilio Martín Patino--, afianzaron nuestra tendencia a enfocar el documental hacia el pasado. La cosa es que nos hemos acostumbrado a "hacer balance" con él, olvidando que, desde el momento en que nos convertimos en una sociedad abierta en el sentido popperiano, ni puede existir ni es posible imponer un único relato sobre el pasado. Al contario, estamos obligados a encontrar un consenso que tienda a convertirse en mayoritario sobre lo que hemos sido y lo que somos. El cine documental español refleja perfectamente que ese consenso sigue pendiente. Ha sido una introducción quizá demasiado larga, pero no podía no hacerla.



Este excurso sobre el documental viene a cuento de una película de ficción que ha hecho que, como público, avancemos unas cuantas casillas de golpe y nos haga madurar a base de humor como no lo ha hecho el documental en décadas. Su director es Borja Cobeaga, un cineasta donostiarra al que es innegable reconocer un mérito indiscutible: ha logrado situar a los nacionalismos ibéricos en el punto de mira de nuestro humor carpetovético, despojándolo de ese aura de tabú y rebajándolo al mismo nivel de las reprimidas comedias sesenteras de los Landa, Gómez Bur, Ozores y compañía. El talento de Cobeaga brilla en microrrelatos como Un novio de mierda (2010) y en guiones transgresores como Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015), rodados en plena efervescencia del narcisismo de la diferencia menor. Pero también --ya en la dirección-- en crónicas juveniles como Pagafantas (2009), un vivero no cristalizado de ideas que fraguó durante sus colaboraciones televisivas: Muchachada nui (2007-2010) y Vaya semanita (2003-...). Ésta última tiene el mérito de haber sido la primera serie que se atrevió en España a ridiculizar a aberzales, terroristas y políticos vascos, presentándolos como la misma gente ridícula que poblaba los gags de los hermanos Marx.

La ficción española siempre ha jugueteado con la tentación de abordar el tema de ETA para parecer moderna y comprometida, pero siempre interponiendo coartadas de género como salida de emergencia: La muerte de Mikel (1984), El pico (1983), Días contados (1994)... Esta películas cortocircuitaban lo político con la identidad sexual, el sensacionalismo barato o el género negro; de manera que el formato cinematográfico justificara las licencias, las lagunas, las incomodidades o la toma de partido (o la ausencia de ella). Y de pronto llega Cobeaga y dinamita toda prevención con Fe de etarras (2017), una demostración de ingenio y de madurez que deberíamos extrapolar a tantos y tantos temas pendientes de nuestro presente.

Fe de etarras exhibe un guión y un tratamiento narrativo impecables, evita caer en la parodia casposa y conservadora, ni tampoco en el retrato ridiculizante y tópico de los personajes; y se cuida mucho de no rebasar los límites de lo que podría resultar irreal y doloroso (excepto en dos escenas muy concretas en las que Cobeaga se deja llevar por lo fácil y la sal gorda; pero por suerte no son imprescindibles ni empañan la impresión de conjunto). El principal mérito de la película es que los etarras que la protagonizan son eso, etarras, no arquetipos de terroristas insensibles o descerebrados, sino gente que sigue aferrada a un ideal muerto. Ese es el primer gran acierto. El segundo es la manera de inocular situaciones ridículas y divertidas --nada neutrales desde el punto de vista político por cierto-- en la vida de un piso franco, revelando de paso la batalla perdida que el comando se empeña en librar. En el otro lado, una sociedad con el patriotismo más cómico y populista a flor de piel por culpa del mundial de fútbol en Sudáfrica. Nadie se salva. Incluso hay unos pocos momentos de tensión donde el humor se evapora y la realidad de la clandestinidad lo llena todo. El posicionamiento de Fe de etarras es muy claro, pero también muy coherente, muy crítico y muy elocuente. Incluido el final, un tanto salido de madre pero bien alineado con el planteamiento general. Cobeaga ha clavado el retrato de los últimos coletazos de una banda terrorista desnortada, en plena disolución ideológica y humana, inmersa en un proceso entre triste y ridículo que les lleva directos a la irrelevancia. Ésta es sin duda la idea más dura de todas las que deja caer la película, expresada magistralmente en la escena del control policial.

Para terminar, una reflexión final sobre los canales de cine digital que se están haciendo un hueco en el panorama cinematográfico actual: gustará más o menos que produzcan para no estrenar en salas, pero su necesidad de dotarse de contenido está beneficiando al cine en su conjunto. Netflix no puede competir en espectacularidad o efectos especiales, la seña de identidad de los estudios de Hollywood tradicionales, pero está produciendo películas y series polémicas, raras, innovadoras, incómodas, nuevas, deslumbrantes... En otras palabras: estas plataformas se están convirtiendo en un vivero de cine independiente --más necesario que nunca-- para los cineastas de la próxima generación. Los mismos a quienes tentará Hollywood para que den el salto en cuanto sus películas se conviertan en taquillazos. Así debe ser.




viernes, 13 de octubre de 2017

¿Qué puñetas es el cine? 8. El estilo posclásico (1)

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético
6. La narración paramétrica
7. El estilo en el cine contemporáneo

Desde que en la segunda mitad del siglo XX se dan por consolidados el internacional de arte y ensayo (IAE) y la narración paramétrica (NP) parece que, desde 1960, no ha habido ningún otro estilo cinematográfico capaz de servir de identificador formal para esa amalgama creativa e inagotable que llamamos cine contemporáneo. Sin embargo, es una evidencia que las películas exhiben hoy unos recursos narrativos y técnicos que son algo más que una moda o un deseo de experimentación; es evidente que hay patrones y una afinidad electiva por parte de los cineastas. Y por tanto, desde el momento en que se detectan regularidades, ¿se podría decir que estamos ante un estilo cinematográfico completamente nuevo aparte de la narración histórico-materialista (NHM) y del Estilo Clásico (EC) y de los dos ya mencionados? David Bordwell opina que sí aunque ciertas reservas. En The Way Hollywood Tells It. Story and Style in Modern Movies (2006) explica cómo, desde que colapsó y se dio por obsoleto, se ha ido abriendo paso una mutación/evolución/transformación del EC que, de momento, no ha llegado a convertirse en un estilo independiente, sino más bien en una extensibilidad, puesto que mantiene intactas las premisas narrativas del EC. Esta variación emplea recursos olvidados, relegados y/o prohibidos durante la etapa clásica de Hollywood y Bordwell la denomina como estilo posclásico (EP). El EP es un sistema que incorpora nuevas características o reutiliza otras sin modificar las propiedades fundamentales del EC (causalidad, motivación, eje, espacio, tiempo); y el resultado es una especie de versión mejorada que extiende la vigencia del EC y refuerza su reputación como el estilo que funcional como piedra angular para la narración de historias en imágenes. Eso no significa que sea el único, simplemente que no hemos dado con otro o, si lo hemos inventado, no ha podido imponerse mundialmente por diversas circunstancias.

Si algo caracteriza desde siempre al cine estadounidense es su capacidad para combinar una respetuosa continuidad con el pasado e integrar toda clase de novedades y modas en cuanto a recursos técnicos y narrativos. Ese mérito indudable --desde el punto de vista artístico-- sirve para explicar su éxito popular y planetario. Esto es así desde 1910 y todavía es una realidad después de más de un siglo. El esplendor del cine clásico estadounidense se extiende entre 1917 y 1960, el año que que los grandes estudios de Hollywood --auténticas factorías de cine producido en serie-- entraron en decadencia de público, crítica y estilo. Las causas inmediatas fueron una serie de cambios en la legislación antimonopolio en EE UU que afectó gravemente a sus líneas de negocio de distribución y exhibición. Sin embargo, el declive ya había comenzado en 1945, cuando el público demostró que prefería un cine más cercano e improvisado, como el que se hacía en la Europa de posguerra. El cine de Hollywood llevaba décadas ciñéndose a lo que establecían los libros de estilo del EC y eso hizo que tuvieran su oportunidad cineastas rupturistas y con ganas de experimentar con recursos que llevaban mucho tiempo prohibidos u olvidados (desde la época muda incluso). A partir de 1960, directores como Otto Preminger, Billy Wilder o Vincente Minnelli se inspiraron en algunos títulos del IAE para incorporar a sus películas nuevos temas, formas y puntos de vista narrativos.



Ya en los setenta, una nueva generación de cineastas --William Friedkin, George Lucas, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola-- profundizó en el punto de vista autoral del cine europeo y lo aplicó a obras de géneros clásicos, convenientemente modernizadas para grandes audiencias. Son años de taquillazos muy rentables para la industria que hoy se consideran nuevos clásicos y que siguen inspirando títulos actuales: El padrino (1972), El exorcista (1973), Tiburón (1975), La guerra de las galaxias (1977)... Estos títulos son la prueba definitiva de que el EC no era imprescindible para que las películas se comprendieran y tuvieran éxito; es más, el EC podía llegar a convertirse en un freno para determinados temas o tratamientos formales. Es entonces cuando se empieza a imponer el EP como un nuevo estilo, al principio en géneros muy concretos, como el de acción o el de ciencia ficción, pero luego alcanzando incluso a auténticos e indiscutibles filmes "de autor" como Hannah y sus hermanas (1985).

A partir de aquí, los estudios orientaron su producción hacia ese tipo de películas "nuevas", potenciando el EP como estilo narrativo, para obtener taquillazos como los de los últimos setenta. Los ochenta fueron para Hollywood, de largo, la mejor época de todo el siglo XX: los filmes que no se llegaban a estrenar en sala pasaban directamente a los videoclubs, el negocio más rentable de la industria del cine en toda su historia, únicamente superado en los noventa por el DVD (en 2004 las películas recaudaron en salas 9,5 millones de dólares, mientras que las ventas de DVD supusieron 21). Y por si eso no fuera suficiente, también podían vender sus películas a los canales de televisión por cable (por aquel entonces la pequeña pantalla era una ventana de negocio consolidada desde hacía casi dos décadas).



En el EC cada escena se iniciaba proporcionando información sobre tiempo, lugar, personajes principales y relación causal con la escena previa; y esa escena podía retomar una "causa pendiente" anterior, desarrollarla o preparar una nueva. El público se había acostumbrado a un estilo cómodo y bien engrasado pero previsible. Era obvio que hacía falta un cambio. Y ahí tuvieron su oportunidad directores criados en el EC, permitiéndoles incorporar nuevos recursos a su estilo personal en busca de un "impacto estético", una marca, una distinción. Por ejemplo incrementando la violencia en las escenas de asesinato, o poniendo en primer plano una visión “enérgica” del movimiento (peleas, persecuciones). Cineastas como Sam Fuller, Robert Aldrich, Richard Brooks o Delbert Mann aportaron una intensa y excitante proximidad física a las películas estadounidenses a partir de 1960, un primer síntoma de algo que podía dar lugar a un nuevo estilo cinematográfico.

¿A qué vino de pronto ese deseo de innovar a toda costa? En la época dorada del EC, directores como John Ford, Alfred Hitchcock o Cecil B. de Mille no se plantearon superar los logros artísticos de sus mayores (Edwin S. Porter o David W. Griffith); y no lo hicieron porque no eran pioneros ni artistas al estilo tradicional, sino que formaban parte de un modo de producción. En cambio, cuando el EC ya no era un instrumento eficaz, directores como Brian de Palma o Michael Mann sí que sintieron la necesidad de competir y superar a los Ford, Hitchcock y de Mille, porque se consideraban a sí mismos artistas, autores, del estilo de lo que proponían en Europa la Nouvelle Vague y la teoría de autor. Aun así, en los sesenta y setenta todavía era demasiado pronto para comprender que esos experimentos no afectaban al núcleo central del EC y, por tanto, no se podían considerar un estilo inédito.

Bordwell caracteriza el EP como una evolución del EC al que se le ha añadido una especie de “conocimiento juguetón” que utiliza el EC para ironizar sobre él o darle la vuelta. Las películas del EP poseen una fuerte autoconsciencia (se presentan a sí mismas como tales), quiebran los dispositivos de la ficción dirigiéndose al espectador (aunque esto no es algo inédito en Hollywood: los hermanos Marx, Bob Hope o incluso Bugs Bunny eran fuertemente autoconscientes) y son más reflexivas (abundan en citas, parodias o pastiches de otros filmes). Esta tendencia se ha ido intensificando con los años y el cine más reciente no se concibe sin este énfasis en la cita y la referencia cinéfilas, un proceso que casi roza la atrofia con cineastas como Quentin Tarantino, un director que no puede/sabe/quiere rodar sin hacer citas. No estamos ante recursos inventados por el EP, sino de una recuperación de algunos que el EC no explotaba o no consideraba adecuados y ahora son colocados en primer plano del argumento.

El EP no se ha desmarcado lo suficiente como para convertirse en un estilo autónomo, ni tampoco se puede afirmar que sea un estilo anti-EC; al contrario, a pesar de las novedades técnicas y formales, aparentemente radicales, se sigue apoyando en la misma base narrativa del EC: el tratamiento del espacio y el tiempo a través el montaje (la secuencia de montaje se inventó poco después de la llegada del sonoro). Esta concurrencia ha permitido que, gracias al EP, el espectador medio no rechace ni se pierda con argumentos bastante más complejos que los de la época clásica y, además, aprecie las numerosas innovaciones técnicas al servicio de la narración que propone. Las mejores virtudes del EP se expresan en películas muy bien equilibradas, tanto en lo argumental como en lo narrativo, películas que Bordwell denomina hiperclásicas, ejemplos canónicos del uso revitalizador que hace el EP de los principios del EC en títulos como Jerry Maguire (1996), un filme que no es en absoluto rompedor, que posee un argumento conservador y predecible, y sin embargo sabe manejar los elementos clásicos del género al que pertenece con originalidad y frescura (en este caso una mezcla de drama y comedia románticos). Los hiperclásicos del EP saben vender historias de siempre como si fueran nuevas, más modernas o mejores.


(continuará)



domingo, 8 de octubre de 2017

El mito, la nostalgia, la filosofía, el cine... (Blade Runner. 2049)

¿Por qué nos gusta Blade Runner (1982)? Mejor dicho, ¿por qué nos gustó desde el principio Blade Runner? No pudo ser por el ciberpunk y eso, porque, aparte de unos pocos, la mayoría ni sabíamos qué era ni qué significaba, si era una estética, una pedantería o una filosofía. Ya puse por escrito el impacto interior que me produjo la primera vez que la vi, así que por ese lado no insistiré. Y es que una de las cosas que más nos enorgullece a los fans que la vimos de estreno es precisamente eso, la inmediata admiración que sentimos por el filme, de alinearnos con su forma y su contenido, la rotundidad sin fisuras que exhibimos para argumentar sus bondades ante escépticos y reacios. Sin embargo, con la debida perspectiva del tiempo, pienso que quizá aquella epifanía en sala oscura tuvo unos motivos más prosaicos y generacionales: para empezar, la película nos situaba en un marco de género que conocíamos bien, el del cine negro, el mismo que habíamos mamado en la televisión desde el comedor de casa en sesiones de tarde y noche, pero esta vez renovado con una historia ambientada en el futuro. En aquellos años la tecnología informática iniciaba su despegue (IBM presentaba ese mismo año su PC). El futuro estaba todavía en la casilla uno y Blade Runner ya nos anticipaba un retrato de la atrofia que nos aguardaba; pero nos importaba poco, la distopía molaba y el personaje del detective ambiguo era nuestro antihéroe favorito. A partir de ese híbrido narrativo, de la indiscutible maestría de Ridley Scott y Syd Mead (responsable del worldbuilding de la película) y de la brillante aplicación cinematográfica de lo que entonces llamábamos estética de videoclip en escenas de violencia y acción, convenientemente ritualizadas por los efectos especiales y una banda sonora que nos ha marcado, ha acabado por cristalizar en el mito cinematográfico y cultural que es hoy. Muy poco después Corrupción en Miami (1984-1990) hizo el mismo experimento --con casi los mismos recursos narrativos y técnicos-- para la televisión con éxito muy parecido.

Después llegaron los montajes del director, las remasterizaciones, el final cut y los estuches de coleccionista, y el relato original del director parecía imponerse como el más convincente y coherente. Sin embargo, después de tantos añadidos y mejoras, resulta que unos cuantos preferimos la denostada versión estrenada en salas, la de la voz en off inequívocamente marlowiana, la del final impuesto y ñoño aunque oxigenante. Prefiero esa a la versión del director, que es la que, según Denis Villeneuve, director de la secuela, encaja mejor con su continuación. En estos 35 años ha habido tiempo para muchas revisiones del original --acompañados a veces de novietas a las que queríamos encandilar y convencer (con escasos resultados en mi caso) con nuestro cinéfilo secreto--, y gracias a ellas comenzamos a enumerar las cosas que había anticipado la película consciente o involuntariamente: implicaciones filosóficas (¿es ético esclavizar y «retirar» a los replicantes?), religiosas (el poder omnímodo que aparenta la capacidad de crear vida de la nada) y epistemológicas (¿cómo distinguir los recuerdos reales de los implantados? ¿es real lo que muestra la película?)... Y aunque la ciencia ficción fue incapaz de anticipar --ni siquiera tangencialmente-- internet, sí acertó a intuir la tecnología dirigida por voz, la ingeniería genética y la degradación urbana como consecuencia del colapso medioambiental. El secreto de su vigencia reside, sin duda, en lo que señala el propio Ridley Scott: «a medida que la tecnología evolucionó y la gente empezó a ver aspectos de la película reflejados en la vida real, hubo cada vez más razones para aceptar los temas de los que habla Blade Runner». A partir de ese instante es cuando empieza el análisis y el desmenuce sin freno, pero también el mito incombustible.

Blade Runner. 2049 (2017) se ha estrenado con una buena planificación de mercadotecnia que ha sabido caldear a esa parte de la audiencia entregada de antemano, explotando sobre todo el tema generacional, dando la sensación de que podría convertirse en una saga distópica --¡por fin!-- no específicamente orientada a la adolescencia. Tres cortos para abrir boca, liberados a medida que se acercaba la fecha de estreno y afilar las ganas de comprar una entrada. Tres cortos que explican tres momentos concretos del período que media entre la película original y su secuela (2019-2049) y que sirven de introducción al largometraje de Villeneuve: un anime para ilustrar la caída en desgracia de la generación Nexus 6, la conflictiva creación de los Nexus 8 y una anécdota que prácticamente enlaza con la primera escena de Blade Runner. 2049 (casualmente la que debió servir de arranque a la de 1982 pero se descartó). Por lo que a mí respecta, objetivo conseguido: tuve la sensación de que no me iba a perder ningún detalle colateral. Eso sí, que quede claro: aunque los fans no puedan dejar de verlos no son imprescindibles para disfrutar de la película sin haber visto --¿cómo es posible?-- la original.

1.Black out 2022 de Shinichirô Watanabe:



2. 2036: Nexus dawn de Luke Scott desarrolla una parte del guión original de Hampton Fancher y Michael Green que no cabe en el largometraje:



3. 2048: Nowhere to run, también dirigido por Luke Scott a partir de otro fragmento del guión original:



Y de propina, para contextualizar al máximo, Tears in the rain (2017) del australiano Christopher Grant Harvey, un corto al más puro estilo fan fiction cuya anécdota se sitúa en un momento indeterminado entre 2000 y 2019 y relata los motivos que llevaron a la creación de la polémica y ultraespecializada unidad de blade runners.



Ya acabo el bloque de recomendaciones previas: a los que no tengan miedo de descubrir que detrás de toda obra maestra hay grandes dosis de miseria personal y de casualidad, les recomiendo revisar Días peligrosos: Cómo se hizo Blade Runner (2007), el documental que venía en la última caja de coleccionista puesta a la venta (esta vez en Blu-Ray).

Y así, con toda esta carga de información adicional, nos plantamos ante Blade Runner. 2049, la secuela de un filme al que parecía un pecado añadirle una secuela, temiendo que hayan hecho una herejía y aun así ávidos de saber qué han hecho con ella, confiando al menos en unos apabullantes efectos digitales que compensen la obligada experiencia filosófica que esperamos encontrar debajo. La primera impresión es que se trata de un filme digno como secuela, pero desequilibrado como guión independiente. El relato novelado que había escrito Hampton Fancher justo antes de saber que había alguien interesado en rodar una continuación apunta dos o tres ideas buenas (que no pienso revelar), incluso contiene alguna que otra sorpresa a costa de hacer creer al espectador lo que no es. También son meritorios los homenajes --detectables sólo para iniciados a veces-- al filme de Scott, no sólo mediante diálogos, sino con planos, movimientos de cámara o situaciones manifiestamente similares. Sin embargo, el que todos esperamos... hasta aquí debo escribir.



Blade Runner. 2049 supone un doble reto muy complicado: por un lado atraer a un público joven (los hijos de los Hijos de Blade Runner (1991) que decía el libro de Josep Maria Montaner) que están hartos de escuchar a sus padres y madres hablar de la película que vieron en su juventud, pero también convencer a esos adultos que tienen fuertemente mitificada la primera parte y que, ante todo, desean revivir una experiencia imposible de repetir casi con la misma combinación de elementos: ambientación ultratecnológica y distópica, megalópolis y sociedad decadentes, la banda sonora (no puede ser la de Vangelis pero tiene que remitir claramente a ella), sonidos, escenas, momentos cenitales, diálogos... La hemos visto tantas veces que estamos más atentos a los guiños del pasado que al guión del presente. Sobre la presencia de Harrison Ford: actúa más de gancho de cara al espectador que de elemento decisivo en la trama; bastante desdibujado, incluso prescindible diría yo (un cameo introductorio y contundente que sirviera de transición entre la vieja y la nueva historia habría sido suficiente).

En definitiva, vemos películas como Blade Runner. 2049 atrapados en una irresoluble mezcla de deseo y temor; ansiosos por confirmar lo que hoy no es más que un sólido esquema de opiniones en el que difícilmente vamos a introducir modificaciones, pero también empeñados en que nos sorprendan. Son los últimos rescoldos de la fascinación que nos dejó clavados en la butaca en el 82: la recreación visual del futuro precario e incomprensible que la tecnología nos reservaba, la intuición de una sociedad deshecha que aun así encajaba a la perfección con nuestra idea crítica y estética del mundo (en mi generación nunca tuvimos una gran vocación revolucionaria, somos más bien de adaptarnos y sobrevivir con lo puesto). Ay, en fin, Blade Runner...