lunes, 8 de enero de 2018

Raro equilibrio entre lo distópico y lo ridículo (Langosta)

Existe un tipo de rareza cinéfila internacionalmente reconocida que, además, está creativamente valorada. No de forma explícita ni normalizada, pero a poco que uno se fije se puede deducir --contrastando títulos y críticas-- en qué consiste: prioriza ciertos méritos no siempre debidamente explícitos del guión, los actores exhiben un claro hieratismo interpretativo, el sentido último de la película desprende un (no siempre) contenido tufo admonitorio respecto a la sociedad actual que estamos pariendo y/o puntúa la narración con una serie de recursos técnicos característicos --propios o prestados-- fácilmente detectables que más adelante se convierten en seña de identidad de un estilo personal. Aun así, es importante advertir que a esta rareza es tan complicado no llegar como pasarse, y por eso no se puede afirmar que exista una rareza homologada intersubjetivamente; lo que sí está claro es que una buena parte de la crítica y del público adoran y responden positivamente a este tipo de películas. A mí personalmente me dejan frío: no soy capaz de apreciar debidamente los méritos de una sutileza sugerente y siempre sugerida; necesito lo obvio, lo explícito, una declaración formal de intenciones. Una idea del mundo y otra del cine. Puede que sea algo genético y provoque que me pierda auténticas obras maestras, una limitación, una manía; la cosa es que no entro bien en este tipo de relatos, igual que no fui capaz de entrar en Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki.

Yorgos Lanthimos se labró gracias a su primer largometraje --Canino (2009)-- una fama de cineasta raro y aun así interesante. El éxito internacional del filme lo avala (aunque a mí me parece que se pasó de frenada y había más posibilidades apuntadas que hallazgos concretos); pero en su siguiente filme --Alps (2011)-- seguía pasándose de frenada, lo cual no impidió muchas y elogiosas críticas que tampoco comparto. Sin embargo, parece que, al tercer intento (con salto a producción anglosajona incluida), la cosa tiene mejor pinta, gracias a una historia --esta vez creo que sí-- tan sugerente como perturbadora: Langosta (2015). No he visto aún El sacrificio de un ciervo sagrado (2017), así que no puedo confirmar o desmentir si Lanthimos está en proceso de convertirse en cineasta de culto o es flor de críticos sesudos...

El primer síntoma de que la rareza cinéfila de Langosta ha sido bien recibida es que las sinopsis argumentales de las diferentes reseñas no acaban de coincidir: unos mencionan detalles cruciales que otros no apuntan ni tangencialmente; las motivaciones y los significados de unos y otros no concuerdan... El sentido final parece escaparse, quedar deliberadamente oculto, y yo creo que hay una razón de peso: Lanthimos renuncia o no sabe concretar los detalles que habrían proporcionado más aplomo a su historia; los motivos de los protagonistas y las causas de los acontecimientos quedan muchas veces sin explicación, sin un cierre dramático, es el espectador quien debe hacer ese trabajo. Por eso las sinopsis no encajan, porque cada crítico y cada espectador improvisa a su manera la última milla de la significación hasta el cerebro a base de inferencias. En el caso de Langosta todo esto se disculpa porque la premisa argumental es audaz y rompedora, y en cuanto se completan los pocos detalles que sí ofrece el director se comprende que estamos ante una película distópica plausible, con importantes conexiones con nuestro presente (y esas son las buenas). Y aunque no acaba de desplegarse enteramente como tal --en eso consiste su rareza-- se mantiene en los límites del cine experimental, indie, comprometido... raro.



Por descontado, no renuncio a ofrecer mi propia sinopsis del filme, basada estrictamente en lo que se ve y se dice. En un futuro próximo la soltería --la vida en solitario-- podría haberse convertido en ilegal. Las personas sin pareja deben recluirse en curiosos hoteles de lujo donde disponen de 45 días para emparejarse de nuevo o de lo contrario serán transformados en el animal que hayan elegido previamente al registrarse (obligatoriamente, por supuesto). No obstante, si abaten a los solitarios fugitivos que merodean por los alrededores pueden ampliar su estancia y postergar su condena (a veces indefinidamente, si se es buen tirador). Resumido de esta manera el detalle que marca la diferencia y/o llama la atención es lo de la transformación en animal, dando la sensación de que la película tira más de lo surreal y de lo ridículo que de lo distópico. Y sin embargo el desarrollo de la historia es todo lo contrario: el retrato de una sociedad aburrida, repleta de ceremonias que exudan un conservadurismo formal pacato y casposo, comportamientos falsos, deseos reprimidos... Todo desprende un inequívoco aire a delirio mental. En parte por eso creo que la rareza de Langosta ha sido bien recibida (aparte del indiscutible reparto internacional: Colin Farrell, Rachel Weisz, Jessica Barden): porque no parece dar importancia a lo que coloca en primer plano.

Puede que no sea el guión más trabajado del mundo, pero la producción y la interpretación sí que resultan descorazonadoras, y de ahí las nominaciones y premios en festivales de todo el mundo. Langosta es una advertencia más ante nuestras contradicciones y obsesiones al estilo de vida que retrataba con mucho acierto Her (2013). Potenciar lo extraño y atenuar lo obvio es sin duda el mayor mérito de Lanthimos en su tercer largometraje, pero Langosta sigue sin ser un filme redondo. Para mí, ni idea del mundo ni del cine.


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