lunes, 26 de febrero de 2018

Un filme inclasificable, fruto de una década irrepetible (Hay que matar a B.)

En la historia del cine español hay una década irrepetible en la que se produjeron casi todas las películas malditas, arriesgadas, irrepetibles e infumables. Era un cine entre experimental --más bien repleto de deseo de experimentalismo-- confusión argumental y con dificultades de producción y de censura. Todo eso en los diez años que van de 1970 a 1980, y con la particularidad añadida de la inflexión política, social y mental que supuso 1975, año de la muerte del dictador Franco. Esta conjunción de factores sociológicos y creativos ha dejado una serie de títulos para la historia por únicos, raros, inacabados o exagerados. Los historiadores y críticos, por su parte, han contribuido a engrandecer su aureola mítica por diferentes motivos y ahora es casi imposible ver, analizar y clasificar esas películas sin valorarlas por su acercamiento o alejamiento respecto al ciclo ideológico y artístico que se cerró en 1975, dando paso a otro nuevo, marcado por un irrefrenable anhelo de normalización.

Las películas que se estrenaron entre 1970 y 1975 han quedado sociológicamente asimiladas a los estertores de un régimen deshecho social y políticamente, filmes que anuncian en toda clase de detalles menores o secundarios un cambio que se iba a producir por su propio peso, ya fuera porque sortearon con habilidad o valentía la censura o trataron temas vetados oficialmente pero que los funcionarios de un régimen acabado no pudieron evitar que llegaran a las pantallas. En cambio las estrenadas entre 1976 y 1980 (incluso durante toda la década siguiente) fueron rodadas, alabadas, denostadas y/o analizadas como hitos cinematográficos que transitaban, por fin, territorios vedados. Nuevos estilos, puntos de vista --acontecimientos históricos, argumentos, temas, personajes, recursos-- y una incipiente y beneficiosa estandarización de géneros. Estoy persuadido de que los títulos malditos de esta década son un hito involuntario e irrepetible que, de alguna manera, los revaloriza como documentos histórico-cinematográficos de primer orden; pero también una prueba de la enorme capacidad del arte cinematográfico para inventar sus propias narrativas en contextos absolutamente adversos y anómalos.

Además de los factores políticos, hubo otros de tipo estético y algunos más relacionados con la evolución de la propia industria cinematográfica que influyeron de manera determinante en el cine español de aquel decenio: en primer lugar el declive imparable del sistema de estudios hollywoodiense y de la jerarquía clásica de géneros; la presión renovadora e influyente de los Nuevos Cines (especialmente los europeos: Nouvelle Vague, Free Cinema, Nuevo Cine Alemán) en cuanto a estilo y recursos. Esta convergencia de circunstancias produjo --quizá inesperada e involuntariamente-- una definición canónica del malditismo cinematográfico: estilísticamente vanguardista, atrevido, autorreflexivo y con pretensiones de trascendencia y de internacionalismo que se estrella en ocasiones contra el techo de cristal de la censura, la incomprensión de los productores y toda clase de problemas de financiación y/o distribución.



En los setenta arrasaban en España cineastas con prestigio nacional e internacional como Carlos Saura, un director que parecía más cómodo jugando al gato y al ratón con la censura franquista --sus títulos más logrados coinciden con los últimos años de la dictadura: Ana y los lobos (1972), Cría cuervos (1975)-- o Víctor Erice, que aunque estrenó una de sus mejores películas durante el tardofranquismo --El espíritu de la colmena (1973)-- su madurez creativa llegó en los ochenta, con la inacabada El sur (1983). En aquellos años seguían vigentes algunos subgéneros locales de calidad y reconocimiento posterior muy dispares: el landismo, el spaguetti western y los estertores de la denominada Tercera Vía del cine español, nacida en los cincuenta con títulos tan interesantes como Surcos (1951), La tía Tula (1964) o La caza (1965), y que veinte años después mostraba claros signos de agotamiento, habiendo alcanzado sus límites creativos, circunscritos básicamente a un realismo social no cuestionador del statu quo franquista y una moral humanista de base cristiana: El love feroz (1972), Tocata y fuga de Lolita (1974).

En 1977 --dos años después de la desaparición del dictador-- llegó la ley que ponía fin a la censura oficial, produciéndose un inevitable y largamente esperado viraje radical en el cine español, que accedía por fin a géneros y argumentos hasta entonces vedados: un cine de terror explícito como el que ya se rodaba en EE UU y en el resto de Europa --Pánico en el Transiberiano (1972), Una vela para el diablo (1973), ambas de Gene Martin, seudónimo de Eugenio Martín--; el destape, un pseudoestilo (de éxito inmediato entre el público masculino, anestesiado durante décadas por la mojigatería del nacionalcatolicismo) que pretendía naturalizar, justificar o simplemente insertar a toda costa desnudos femeninos, tanto en dramas polémicos y de actualidad como en toda clase de comedias casposas --Las adolescentes (1975), Cambio de sexo (1977), Asignatura pendiente (1977), Los bingueros (1979)--; y por supuesto la revisión de la Guerra Civil, vista (¡por fin!) desde la óptica republicana --Canciones para después de una guerra (1976)--, así como un incipiente cine político no exento de crítica contra la represión y la tortura ejercida por los militares y las fuerzas del orden contra la población (El crimen de Cuenca (1977) de Pilar Miró). También esta década alumbró el filme que, probablemente, sintetiza mejor el espíritu de esos años de transición, una combinación de culto minoritario y malditismo prácticamente únicos en toda la historia del cine español: Arrebato (1979) de Iván Zulueta.

En lo legislativo, la década culmina en 1979 de la mejor manera posible: con los primeros decretos que establecían el definitivo apoyo gubernamental (y, más adelante, el de Televisión Española) a la financiación del cine español. Gracias a él, el cine de los ochenta se beneficiará de una mejora en la producción y una mayor calidad artística, las cuales se verán recompensadas con numerosos premios internacionales: Los santos inocentes (1982), La colmena (1982), Volver a empezar (1982), La vaquilla (1985), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988)... Este reconocimiento internacional fue sin duda la prueba definitiva de la normalización del cine en España.



Ahora quiero escribir sobre mi película favorita de esta época, aunque sólo fuera por la casualidad de haberla pillado empezada en televisión durante una de mis trasnochadas de juventud cinéfila. No quedé fascinado por su argumento ni por sus interpretaciones ni me conmovió nada especial en su estilo, pero en mi memoria quedó grabado el extrañamiento que me produjo su abrupto final. Por primera vez, gracias a esta película, fui realmente consciente de la importancia de la motivación en el cine, básicamente porque la eliminaba en el momento crucial de la historia, cuando el espectador casi la espera por instinto. Desde entonces no puedo sustraerme al poder de este recurso, porque incrementa la intriga e incorpora un nivel más de fascinación a la imagen (sobre todo si se combina con una cuidada fotografía). En pocas palabras, y salvando mucho las distancias, es un recurso que reduce la distancia que suele separar al lenguaje cinematográfico de esa literatura contemporánea que prescinde de causas y claves explicativas. Seguramente por todas esas cosas juntas, Hay que matar a B. (1974) mantiene ese aire de fin de ciclo a la vez que un cierto aspecto moderno que ejemplifica a la perfección el espíritu de esos diez años de transición forzosa y esperada para el cine español.

Dirigida por José Luis Borau --Furtivos (1975)-- y coescrita con Antonio Drove --La verdad sobre el caso Savolta (1980)-- y la colaboración (no acreditada finalmente) de Ángel Fernández Santos, se trata de un proyecto muy ambicioso que buscaba destacar en muchos aspectos, quizá demasiados: rodaje en inglés con actores extranjeros (Darren McGavin, Stéphane Audran, Patricia Neal, Burgess Meredith) para marcar distancia con el cine local, costumbrista y escapista del franquismo y un guión que jugueteaba abiertamente con la censura al tocar temas polémicos de antemano. Borau quería debutar a toda costa con un filme homologable internacionalmente, como si en España no hubiera franquismo, como si una buena producción y un estilo profesional pudieran enmascarar toda clase de trabas ideológicas y financieras.

Para empezar, la ambientación de lugares y personajes: la acción se sitúa en un imaginario país sudamericano (que evitaba, aunque fuera formalmente, la asimilación con España de todo lo que tenía que ver con la revolución obrera y la represión militar), y por otro el protagonista: Pal Kovak es un exiliado húngaro que malvive y trampea con lo puesto con el único objetivo de regresar a su patria (aunque en el guión original este personaje debía ser de origen vasco, pero era demasiado arriesgado). A pesar de esta nada sutil finta argumental, en la película se cuela una imagen fugaz de una bandera republicana en un bar, el único fragmento que asoma a la superficie de todo ese iceberg oculto que era la historia connotada a la que se hacía referencia por omisión desde el guión real: la lucha contra la represión franquista. Sin embargo, el paso del tiempo ha eliminado de esa imagen todo significado y valor, convirtiéndola en una extravagancia o en un error de documentación. El cine español de los setenta está lleno de claves y simbologías secretas como ésta, más o menos afortunadas, más o menos obvias, más o menos cinematográficas...

Aun así, a pesar del contenido político del guión, en Hay que matar a B. late con fuerza el deseo emular el cine negro clásico de base romántica al estilo Casablanca (1942), y que desde luego conmigo funciona: el caos urbano propio de los últimos días de un régimen político que colapsa --como París antes de la llegada de los nazis--, el anhelo revolucionario... Pero también el encuentro romántico entre dos seres al margen de todo ese follón, encantados de haberse encontrado pero a la vez tristes porque saben que lo suyo no tiene futuro. Un amor intenso condenado al fracaso por circunstancias incontrolables; en esto el filme de Borau se apunta a una larga tradición cinematográfica de probada eficacia. Es en los quince últimos minutos de película cuando se hace más evidente esta influencia clásica, por encima incluso de toda intención de crítica política: la despedida de la chica justo antes de que Pal vaya a cumplir el encargo que a ella le salvará la vida y a él se la arrebatará, pero sobre todo en la narración simple y descuidada de la escena final en el aeropuerto, solitaria y afásica hasta el final.

Esos breves momentos finales son los que mantienen el último resto de modernidad a una historia bastante desigual. Desde luego no es el mejor filme de la década, pero en mi imaginario sentimental sí que lo es...




domingo, 11 de febrero de 2018

Un fraude íntimo y personal construido para encajar en otro aún mayor (La gran belleza)

Es una constante de nuestra generación: estoy persuadido de que, tarde o temprano, a una determinada edad, quizá porque nuestro entorno inmediato se ha vuelto ajeno y extraño de forma irremediable, experimentamos una fuerte necesidad de que las artes narrativas nos proporcionen un retrato crítico y explicativo de los males, obsesiones, errores y estupideces del momento actual, de la modernidad de la que una vez fuimos parte y ahora hemos sido expulsados porque no la comprendemos. Puede que no sea una obsesión exclusiva de mi generación, puede que le haya pasado a todas las que me han precedido y yo no lo supiera (no lo podía saber porque no tener determinada edad y alcanzar un estado de sentimientos muy concreto). Puede que, de ahora en adelante, todas las generaciones deban experimentar esa misma necesidad, porque hay una modernidad eternamente cambiante gracias, precisamente, a la sucesión de generaciones que creen descubrir la esencia de la existencia cada vez; también porque lo que acabamos tomando como la única cosa segura es que el mundo nunca se va a parar en el punto exacto que a nosotros nos conviene.

Por si ese diagnóstico tan difícil no fuera suficiente, queremos que nos lo sirvan en bandeja en forma de balance inapelable y bien argumentado. Queremos que la película (o la novela) resitúe las prioridades y (re)establezca los motivos auténticos para la vida en este planeta, haciéndolos coincidir además con los nuestros, los mismos que callamos por pudor en sobremesas de cenas con amigos. Queremos que nos expliquen por qué la gente se ha vuelto gilipollas y el porqué de nuestro desapego cada vez más distante e irónicamente protector hacia personas y situaciones sociales. Queremos una ética blindada y compatible con las verdades universales que creímos rozar en nuestras lecturas de juventud, la coherencia insobornable que nos debe distinguir para bien entre amigos, cónyuges y conocidos. Queremos que nos demuestren que no somos raros, que con la racionalidad y una deontología a contracorriente y minoritaria todavía se puede sobrevivir (y triunfar en los entierros). Es un deseo no confesado que llevamos esperando desde los ochenta, desde que se extinguieron las utopías y apenas nos apañamos con esperanzas autoinducidas. Ansiamos que se publique esa novela o se estrene esa película que demuestre a toda esa masa de ignorantes que nos rodea que están equivocados. Y de paso que nos revele nuestro lugar en un mundo que ya no consideramos nuestro. Mejor aún: que nos confirme que el lugar que creemos haber elegido es el adecuado. Más narcisista no se puede ser...



La gran belleza (2013) del napolitano Paolo Sorrentino es el enésimo y fraudulento intento cinematográfico para lograr todo esto. Y que conste que no afirmo algo tan rotundo sin aceptar que haya otros filmes --y novelas-- que sí lo han logrado. La cosa es que yo no los conozco. Lo importante es que, a pesar de tratarse de una batalla perdida de antemano, no es en absoluto incompatible con ese deseo interior --casi universal-- de una obra que consiga finalmente colmar nuestro anhelo de conocer la verdad sobre la existencia antes de morir. Vivimos esperándolo, deseándolo, anticipándolo... y así vamos pasando la vida señor juez.

Jep Gambardella es un escritor mayor que vive en la Roma actual, es autor de una única novela de juventud que le proporcionó fama y dinero, y de paso le abrió las puertas de lo que él denomina «la mundanidad». Tan fascinado quedó por esa superficialidad banal y sensual que decidió convertirse en su rey, adquirir la capacidad de frustrarla y manipularla a su antojo. Pero ese objetivo impidió que publicara nada más. Ahora vive de hacer críticas de arte moderno, escribiendo sobre supuestos artistas a los que desprecia en lo más íntimo y a los que cada vez le cuesta más no demostrárselo en su puta cara. En ese estado de insatisfacción permanente, con la perspectiva y la ironía que le proporcionan su edad, su mundanidad y la perspectiva de la muerte, surfea sobre un montón de relaciones y encuentros en la Roma nocturna y pedante, repleta de gente pastosa y deseosa de sensaciones extremas que algún día creyó ser alguien.

El resultado: una insoportable exhibición de impostura, elitismo, juventud y belleza física, egoísmo vital, esteticismo viejuno, falsa sensibilidad y aparente ausencia de motivaciones que nunca, ni por lo más remoto, cuestionan los privilegios económicos y sociales que les permiten exhibir toda esa mundanidad. Jep tiene toda su intendencia doméstica resuelta, un buen nivel de vida, contactos con el poder y la aristocracia, amigos/as que le invitan a fiestas exclusivas... pero ni eso ni nadie consiguen conmoverlo y/o explicar la náusea existencial que le impiden escribir o amar sin interponer barreras. Todos los personajes que circulan por La gran belleza son cargantes e insoportables, y eso provoca una reacción de atracción/repulsión en ese mismo público que espera tanto de una película así. Y sin embargo creo que su objetivo es legítimo, que el público que anhela estas sesudas reflexiones sobre la modernidad tiene derecho a esperar un juicio moral sobre la complejidad del mundo. El problema es que Sorrentino no consigue aproximarse a la belleza, al fondo del problema o a cualquier clase de verdad fundamental ni por el forro de los cojones; todo lo fía a la eficacia en el retrato de la sensibilidad, como si el desencanto y la erudición del protagonista justificaran una actitud que finge no dar importancia a la propia superioridad, aunque eso no impide que se considere superior precisamente a causa de todos los juicios que emite. La impostura en versión canónica. A todos esos ingenuos que aún esperan que les proporcionen certezas que reordenen su desconcierto vital y les faciliten --como decía la canción-- un centro de gravedad permanente que no varíe lo que ahora piensan de las cosas, de la gente, a todos esos que aún no hayan visto La gran belleza les recomiendo que no la vean porque no encontrarán en ella nada útil ni conmovedor, sino un enorme fraude que apenas aporta unos pocos planos de indudable belleza (especialmente el plano-secuencia de los créditos finales, del que es dificilísimo arrancarse a pesar de la decepcionante experiencia global).

La idea que predomina en La gran belleza es esa supuesta idea de una delicadeza antigua, oculta, perdida, incomprendida e infravalorada, del contraste entre el desenfreno sexual de las fiestas donde nos restregamos y reímos con personas que en lo más profundo despreciamos porque no son capaces de reaccionar con sensibilidad a esa belleza antigua, oculta, perdida, incomprendida e infravalorada que nosotros sí apreciamos. Ese estúpido deseo de perderse entre esculturas y pinturas en lugar de dedicarse al picoteo social es la mayor impostura de Jep y de ese público que devora inútilmente la película, buscando certezas estables en un mundo repleto de mundanidad efímera. Creo que con el avance que inserto en esta crónica es suficiente para penetrar y quedar fascinado por el tema que propone Sorrentino, dos minutos bastan para despertar nuestra racionalidad dormida y continuar creyendo que hay una verdad oculta por ahí. En cambio, advierto --como hacen los paquetes de tabaco-- que la película completa puede atrofiar nuestras esperanzas decrecientes de encontrar un vínculo, una persona, un objetivo, que justifiquen modificar nuestro dormido deseo de una fugaz (e insoportablemente pedante) experiencia sensorial sin futuro... En otras palabras: juventud desperdiciada por incompetencia propia y temor a la muerte cercana.




viernes, 9 de febrero de 2018

Relato. Memoria. Narración. Documental. Ficción (no necesariamente) involuntaria (Stories we tell)

Sarah Polley es una cineasta todoterreno: en lo humano, en lo político y en lo artístico. Me limitaré a esta última categoría, a pesar de que en las otras dos encuentro grandes coincidencias de pensamiento y obra, pero ahora no vienen al caso. Como buena hija de actores, comenzó su carrera como actriz infantil (no podía ser de otra manera), pero en 2010 interrumpió su faceta interpretativa y decidió ampliar sus horizontes lanzándose a escribir guiones y dirigir películas. En su filmografía destacan Lejos de ella (2006), por cuyo guión optó al Oscar y su protagonista --Julie Christie-- al premio a mejor actriz. Su último filme de ficción es Take this waltz (2011) donde dirige a un impensable Seth Rogen. Al margen de estos méritos, en mi imaginario sentimental, Polley siempre será el rostro afásico y ultraexpresivo que catapultó con sus interpretaciones el impacto dramático de dos de las mejores películas de Isabel Coixet: Mi vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005). Aun así, Sarah Polley es mucho más que la suma de estos detalles biofilmográficos.

Stories we tell (2012) es, además de un documental, una catarsis personal, familiar y cinematográfica en toda regla. En primer lugar, narra el proceso de descubrimiento y asimilación de una verdad que la afectaba directamente como persona (aunque no cometería spoiler en primer grado prefiero no decirla), una revelación que reescribió su historia, modificó su presente y tuvo un inevitable efecto en su familia. Puede que la ficción dramática barata nos tenga mal acostumbrados, porque lo cierto es que choca la naturalidad y la serenidad con las que Polley encajó semejante noticia, y también el valor que tuvo para situarla en el centro de su película y compartirla sin pudor. En segundo lugar ilustra un enfoque que se acopla bien a la anécdota principal: la memoria funciona mejor cuando construimos relatos con nuestros recuerdos y experiencias; y no sólo porque es una forma de mantenerlos vivos, sino porque facilita la construcción de nuestra identidad, la que nos explica y justifica a toro pasado ante nosotros mismos y ante los demás. Por último, el documental posee una original forma cinematográfica de materializar el pasado: utiliza una técnica muy habitual del reportaje televisivo de reconstrucción histórica, que consiste en reunir una serie de testimonios --en este caso sus familiares-- para componer un relato con múltiples puntos de vista que se autoconstruye y avanza a base de montaje paralelo y confrontación de puntos oscuros. Como contrapunto a tanto monólogo y redundancia, Polley oxigena la historia con un supuesto metraje familiar --fotográficamente manipulado, rodado con descuido, para que parezca extraído de películas domésticas y audiovisuales de otras fuentes-- que sirve, a veces, de confirmación a la banda hablada, en otras introduce matices que pasa por alto el narrador y en algunas --directamente-- se contradice. Esa combinación de testimonios cuidadosamente yuxtapuestos e imágenes del pasado producen el efecto buscado: transportarnos a un tiempo inexistente que revive porque componemos un relato con palabras, fragmentos y recuerdos.



Polley ofrece en Stories we tell una inteligente combinación de recursos cinematográficos que equivalen a una teoría del relato y de la memoria: las historias que nos montamos en la cabeza, las que nos contamos a nosotros mismos para explicar nuestra vida, nuestros cambios de opinión, nuestras relaciones, nuestros errores, nuestro lugar en el mundo... son, probablemente, la mejor forma de organizar y optimizar nuestra imagen mental del pasado.

Componiendo y guardando relatos conservamos más detalles y resulta más fácil transmitirlos a los demás. Y cuando narrar se convierte en arte nos adentramos en el territorio de la ficción, que es lo que hace Polley cuando se incluye a sí misma en el filme y recrea ese falso metraje familiar. Pero llega un momento en que el valor del relato excede su mera función de soporte para nuestra identidad: eso sucede cuando incorporamos nuestro punto de vista (o intuiciones sobrevenidas, o hallazgos improvisados) durante el acto mismo de narrar. A partir de ese instante estamos convirtiendo en arte la acción misma de contar una historia, introduciendo conscientemente recursos para incrementar el interés, ocultando detalles por conveniencia dramática o por sorpresa, añadiendo matices en cada repetición de un mismo pasaje, haciendo pausas, acelerando el ritmo... Y cuando hacemos todo eso es casi imposible no ceder a la tentación de hacer ficción, como hace Polley: nos (re)inventamos, nos mejoramos, nos modificamos; pero también servimos de inspiración para otros relatos. Este inacabable proceso de acumulación es la base material de nuestra memoria, y también de cierta clase de documentales.

Normalmente el documental propone una voz y una mirada únicas sobre los hechos, pero Polley ha preferido ceder la palabra a sus familiares, limitándose a equiparar o contrapesar con imágenes sus recuerdos. Y todo para que de ese relato múltiple surja algo que acaba colocándola en primer plano, y no solo como mera supervisora técnica (a menudo se la oye detrás de la cámara, pero la anécdota central la obliga finalmente a ponerse ante la cámara, frente al espectador). Por otro lado, Stories we tell se beneficia de haber explotado/respetado escrupulosamente la técnica documental de los círculos concéntricos que presenta y maneja el diferente impacto en las personas de los sucesos del pasado: 1) las que protagonizaron los sucesos y experimentaron en carne propia sus consecuencias, 2) las que estaban a su lado entonces y se vieron alcanzadas por los sentimientos y los actos de los protagonistas, 3) todas aquellas que --con independencia del tiempo transcurrido desde los sucesos narrados-- acceden al relato en el que quedaron fijados los acontecimientos. Recurriendo a los dos primeros grupos, Polley ha conseguido fijar una imagen documental de su memoria personal; pero al compartirla públicamente asume el riesgo de que quede asimilada a una ficción que tensa conscientemente las debilidades o las lagunas de la realidad. No es que eso convierta el filme en un fraude, pero el paso del tiempo acabará por destacar principalmente la originalidad de su estructura formal, mientras que el impacto del argumento menguará hasta quedar confinado de nuevo en el círculo de descendientes de Sarah Polley, que es de donde surgió. Es la ley de la vida, y también la ley del cine.

A pesar de esa inevitable limitación, es una suerte que el cine nos ayude a fijar nuestras vivencias con tanta intensidad y poniendo a nuestro alcance tantas posibilidades formales, sin importar que acaben confundidas con ficciones (involuntarias o no). Un relato sigue siendo infinitamente mejor que una serie inconexa de detalles y momentos sin selección, orden ni frecuencia... Relatos que explican una vida, mientras la vejez y nuestra decadencia física no los conviertan exactamente en eso: una serie inconexa e inexplicable.




domingo, 4 de febrero de 2018

La quiniela de los Oscar 2018 en Sesión discontinua

Probablemente sea una impresión totalmente subjetiva, pero la edición de este año de los Oscar me parece que tiene un cierto aire clásico: los principales títulos en competición se adscriben sin titubeos a géneros bien conocidos por el público, los nombres de los actores y actrices acumulan un prestigio bien ganado en toda clase de películas, y las críticas son favorables para la mayoría de títulos favoritos. Para empezar, este año puede ser el de la consagración mediática de Greta Gerwig, una guionista-actriz que veló sus armas con mi admirado Baumbach y que ahora ha explotado con Lady Bird, un filme que estoy deseando ver y con el que compite por la dirección y el guión. Si, como todo apunta, este es el año de las mujeres, Gerwig tiene todos los pronunciamientos a favor. Espero que lo consiga, porque hace tiempo que adoro su cine. También destaca el clásico Nolan con Dunkerque, que no apasiona pero levantó su pequeña polvareda en la cartelera, o la esperada secuela del siglo --Blade Runner 2049-- que acapara sobre todo categorías técnicas, en lucha con la octava entrega de Star Wars (un hito cinematográfico que Disney amenaza con convertir en anodino si persiste su actual ritmo de explotación, un negocio cuyo éxito colapsará por reiteración y aburrimiento). Y por supuesto la favorita del año por número de nominaciones: La forma del agua de Guillermo del Toro, la sensible historia de una chica que se lo hace con un pescado y que sin duda le consagrará como un grande por méritos populares, como le sucedió a Peter Jackson con la saga del Sr. Anillos.

En cuanto a actrices: Meryl Streep sigue pulverizando récords de nominaciones y Frances McDormand resuena fuerte en las apuestas por su trabajo en Tres anuncios a las afueras, a no ser que la reaparecida Saoirse Ronan repita triunfo tras su victoria en los Globos de Oro. En cuanto a ellos, hay varios nombres que aspiran a triunfo como culminación de una carrera: Gary Oldman o Daniel Day-Lewis (que ha anunciado su retirada), mientras que el premio a los de reparto está monopolizado por auténticos pesos pesados del oficio: Willem Dafoe, Woody Harrelson, Denzel Washington y --mi apuesta personal-- un veteranísimo e inclasificable Christopher Plummer.

Para la película extranjera no tengo dudas: la sueca The Square, y para la banda sonora tampoco: Hans Zimmer, aunque hubiera preferido que fuera por el filme de Villeneuve, y no por el de Nolan... Y para la película animada, espero que el original y arriesgado experimento de Loving Vincent acabe con la dictadura de los triunfos infantiles.

De manera que si esto es el comienzo de febrero estás en la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua, el clásico de cada comienzo de año. Demuestra tu talento para calar a la Academia estadounidense, retratar tus gustos a contracorriente, competir con tus amigos y amigas y/o contra tus preferencias inconfesables. ¡Prueba suerte y vota!