domingo, 11 de febrero de 2018

Un fraude íntimo y personal construido para encajar en otro aún mayor (La gran belleza)

Es una constante de nuestra generación: estoy persuadido de que, tarde o temprano, a una determinada edad, quizá porque nuestro entorno inmediato se ha vuelto ajeno y extraño de forma irremediable, experimentamos una fuerte necesidad de que las artes narrativas nos proporcionen un retrato crítico y explicativo de los males, obsesiones, errores y estupideces del momento actual, de la modernidad de la que una vez fuimos parte y ahora hemos sido expulsados porque no la comprendemos. Puede que no sea una obsesión exclusiva de mi generación, puede que le haya pasado a todas las que me han precedido y yo no lo supiera (no lo podía saber porque no tener determinada edad y alcanzar un estado de sentimientos muy concreto). Puede que, de ahora en adelante, todas las generaciones deban experimentar esa misma necesidad, porque hay una modernidad eternamente cambiante gracias, precisamente, a la sucesión de generaciones que creen descubrir la esencia de la existencia cada vez; también porque lo que acabamos tomando como la única cosa segura es que el mundo nunca se va a parar en el punto exacto que a nosotros nos conviene.

Por si ese diagnóstico tan difícil no fuera suficiente, queremos que nos lo sirvan en bandeja en forma de balance inapelable y bien argumentado. Queremos que la película (o la novela) resitúe las prioridades y (re)establezca los motivos auténticos para la vida en este planeta, haciéndolos coincidir además con los nuestros, los mismos que callamos por pudor en sobremesas de cenas con amigos. Queremos que nos expliquen por qué la gente se ha vuelto gilipollas y el porqué de nuestro desapego cada vez más distante e irónicamente protector hacia personas y situaciones sociales. Queremos una ética blindada y compatible con las verdades universales que creímos rozar en nuestras lecturas de juventud, la coherencia insobornable que nos debe distinguir para bien entre amigos, cónyuges y conocidos. Queremos que nos demuestren que no somos raros, que con la racionalidad y una deontología a contracorriente y minoritaria todavía se puede sobrevivir (y triunfar en los entierros). Es un deseo no confesado que llevamos esperando desde los ochenta, desde que se extinguieron las utopías y apenas nos apañamos con esperanzas autoinducidas. Ansiamos que se publique esa novela o se estrene esa película que demuestre a toda esa masa de ignorantes que nos rodea que están equivocados. Y de paso que nos revele nuestro lugar en un mundo que ya no consideramos nuestro. Mejor aún: que nos confirme que el lugar que creemos haber elegido es el adecuado. Más narcisista no se puede ser...



La gran belleza (2013) del napolitano Paolo Sorrentino es el enésimo y fraudulento intento cinematográfico para lograr todo esto. Y que conste que no afirmo algo tan rotundo sin aceptar que haya otros filmes --y novelas-- que sí lo han logrado. La cosa es que yo no los conozco. Lo importante es que, a pesar de tratarse de una batalla perdida de antemano, no es en absoluto incompatible con ese deseo interior --casi universal-- de una obra que consiga finalmente colmar nuestro anhelo de conocer la verdad sobre la existencia antes de morir. Vivimos esperándolo, deseándolo, anticipándolo... y así vamos pasando la vida señor juez.

Jep Gambardella es un escritor mayor que vive en la Roma actual, es autor de una única novela de juventud que le proporcionó fama y dinero, y de paso le abrió las puertas de lo que él denomina «la mundanidad». Tan fascinado quedó por esa superficialidad banal y sensual que decidió convertirse en su rey, adquirir la capacidad de frustrarla y manipularla a su antojo. Pero ese objetivo impidió que publicara nada más. Ahora vive de hacer críticas de arte moderno, escribiendo sobre supuestos artistas a los que desprecia en lo más íntimo y a los que cada vez le cuesta más no demostrárselo en su puta cara. En ese estado de insatisfacción permanente, con la perspectiva y la ironía que le proporcionan su edad, su mundanidad y la perspectiva de la muerte, surfea sobre un montón de relaciones y encuentros en la Roma nocturna y pedante, repleta de gente pastosa y deseosa de sensaciones extremas que algún día creyó ser alguien.

El resultado: una insoportable exhibición de impostura, elitismo, juventud y belleza física, egoísmo vital, esteticismo viejuno, falsa sensibilidad y aparente ausencia de motivaciones que nunca, ni por lo más remoto, cuestionan los privilegios económicos y sociales que les permiten exhibir toda esa mundanidad. Jep tiene toda su intendencia doméstica resuelta, un buen nivel de vida, contactos con el poder y la aristocracia, amigos/as que le invitan a fiestas exclusivas... pero ni eso ni nadie consiguen conmoverlo y/o explicar la náusea existencial que le impiden escribir o amar sin interponer barreras. Todos los personajes que circulan por La gran belleza son cargantes e insoportables, y eso provoca una reacción de atracción/repulsión en ese mismo público que espera tanto de una película así. Y sin embargo creo que su objetivo es legítimo, que el público que anhela estas sesudas reflexiones sobre la modernidad tiene derecho a esperar un juicio moral sobre la complejidad del mundo. El problema es que Sorrentino no consigue aproximarse a la belleza, al fondo del problema o a cualquier clase de verdad fundamental ni por el forro de los cojones; todo lo fía a la eficacia en el retrato de la sensibilidad, como si el desencanto y la erudición del protagonista justificaran una actitud que finge no dar importancia a la propia superioridad, aunque eso no impide que se considere superior precisamente a causa de todos los juicios que emite. La impostura en versión canónica. A todos esos ingenuos que aún esperan que les proporcionen certezas que reordenen su desconcierto vital y les faciliten --como decía la canción-- un centro de gravedad permanente que no varíe lo que ahora piensan de las cosas, de la gente, a todos esos que aún no hayan visto La gran belleza les recomiendo que no la vean porque no encontrarán en ella nada útil ni conmovedor, sino un enorme fraude que apenas aporta unos pocos planos de indudable belleza (especialmente el plano-secuencia de los créditos finales, del que es dificilísimo arrancarse a pesar de la decepcionante experiencia global).

La idea que predomina en La gran belleza es esa supuesta idea de una delicadeza antigua, oculta, perdida, incomprendida e infravalorada, del contraste entre el desenfreno sexual de las fiestas donde nos restregamos y reímos con personas que en lo más profundo despreciamos porque no son capaces de reaccionar con sensibilidad a esa belleza antigua, oculta, perdida, incomprendida e infravalorada que nosotros sí apreciamos. Ese estúpido deseo de perderse entre esculturas y pinturas en lugar de dedicarse al picoteo social es la mayor impostura de Jep y de ese público que devora inútilmente la película, buscando certezas estables en un mundo repleto de mundanidad efímera. Creo que con el avance que inserto en esta crónica es suficiente para penetrar y quedar fascinado por el tema que propone Sorrentino, dos minutos bastan para despertar nuestra racionalidad dormida y continuar creyendo que hay una verdad oculta por ahí. En cambio, advierto --como hacen los paquetes de tabaco-- que la película completa puede atrofiar nuestras esperanzas decrecientes de encontrar un vínculo, una persona, un objetivo, que justifiquen modificar nuestro dormido deseo de una fugaz (e insoportablemente pedante) experiencia sensorial sin futuro... En otras palabras: juventud desperdiciada por incompetencia propia y temor a la muerte cercana.




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