miércoles, 16 de mayo de 2018

Excentricidad técnica superada por un buen guión (Loving Vincent)

Hay filmes rodados casi por obligación: porque un actor/actriz se empeña en meterse en la piel de un personaje que le fascina, porque adaptan a un autor en plena celebración de alguna efeméride cultural, porque hay una nueva técnica o recurso cinematográfico que supone un salto cualitativo en espectacularidad... o porque simplemente no está todo dicho sobre el tema que trata. Loving Vincent (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman encaja a la perfección en los tres últimos motivos. También hay filmes hechos en cinematografías geográfica y culturalmente en las antípodas de la obra que adaptan: el ejemplo canónico es la mexicana Abismos de pasión (1954) de Buñuel, que trasladaba a la pantalla el clásico literario de Emily Brontë; o Ran (1985) de Kurosawa, que desplazaba el drama shakesperiano del rey Lear al Japón de los samurais. Esta vez ha sido Polonia, un país totalmente ajeno a la vida y a la obra de Van Gogh, quien ha hecho su aportación al artista incomprendido por excelencia, probablemente aprovechando el tirón de financiación que supuso la capitalidad cultural europea 2016 de la ciudad de Wroclaw (una ciudad con fama de abierta en un país gobernado por ideologías fuertemente retronacionalistas. No podía no mencionarlo).

Lo que inicialmente iba a ser un cortometraje vanguardista se convirtió en un largo gracias al encuentro entre Kobiela (pintora en crisis creativa que se infundía ánimos leyendo las cartas de Van Gogh) y Welchman, experimentado productor que se enamoró de ella. Loving Vincent no es una búsqueda de las claves de un artista sobradamente conocido, ni una explicación médica de su personalidad o sus desórdenes mentales, tampoco una reivindicación de su obra incomprendida..., sino una interesante recreación detectivesca de los últimos días de su vida. No trata de descubrir qué quería expresar en su último cuadro, ni el verdadero significado de sus últimas palabras; más bien reconstruir sus últimos trayectos y encuentros por el pueblo, las relaciones con las personas que le rodeaban... A Kobiela y Welchman no les preocupa la causa exacta de su muerte, sino las extrañas razones que --aparentemente-- le llevaron a dejarse morir tras un raro incidente, y más cuando había escrito hacía poco que se sentía bien y optimista. Desvelar ese tránsito mental es el propósito de la película.



Pero ahora viene lo mejor: el guión, la anécdota que escogen sus directores para dotar de contenido el llamativo e impresionante formato que lo sostiene, es sorprendentemente complejo, está bien planteado y notablemente resuelto. No es la típica historia plana y previsible, la indisimulada biografía o síntesis de un legado ya mil veces visto; sino una historia construida alrededor de las zonas oscuras que rodearon la muerte de Van Gogh, reconstruidas por una persona que pensaba en absoluto implicarse tanto en algo que no le importaba nada. Este guión de inesperada calidad es lo que convierte a Loving Vincent en una película real, estimable, y no en la rareza técnica en la que estaba condenada a convertirse por una genial excentricidad de su producción.

El filme fue rodado primero en acción real, sobre la que se realizó posteriormente la animación. Esto no es nuevo, lo asombroso es que en lugar de realizar un dibujo por fotograma en este proceso se pintó ¡un cuadro por cada fotograma!, hasta alcanzar los 65.000, una tarea en la que colaboraron pintores de más de 25 países durante dos años. Una hazaña que no revela su auténtico valor hasta que no se comtempla el resultado en la pantalla.



En las películas que buscan esclarecer sucesos a través de testimonios y versiones contradictorias los espectadores ya no esperan que al final nos ofrezcan una verdad cartesiana y resplandeciente; en sintonía con estos tiempos tan dispersos, casi preferimos una interpretación que mantenga una parte del enigma sin solución. Por eso se agradece que Loving Vincent rehúse a ofrecernos su verdad. Pero aún hay más: a cambio de renunciar a conocer los detalles esperamos algún tipo de revelación vital, ya sea un sentimiento profundo extraído de lo que hemos visto o una síntesis paradójica y estética sobre la vida y el amor también. En esto también acierta el filme, aunque yo no diría que es un final redondo, a la altura de lo que hemos visto. Aun así basta para dejar un buen sabor de boca. No es sólo otra película sobre Van Gogh, no es que cada fotograma sea un cuadro pintado a mano, es que hemos disfrutado con un guión bien planteado y desarrollado.


martes, 8 de mayo de 2018

Diagnóstico: extinción (La pesadilla de Darwin)

La pesadilla de Darwin (2004) es un documental analítico, cartesiano, metódico y razonado. Pero también un filme incómodo que remueve conciencias, escandaliza, asquea y deprime por el retrato indiscutiblemente miserable que hace de la especia humana. Ganador de más de quince premios internacionales (incluyendo el César y el European Film Award), está dirigido por Hubert Sauper, un cineasta de origen austríaco, formado en Francia y residente en EE UU. Se trata de su segundo largometraje documental --el primero fue Kisangani Diary (1998), sobre refugiados ruandeses abandonados a su suerte--, mientras que el último ha tardado una década en completarlo: We Come as Friends (2014), acerca de la descomposición de Sudán tras la guerra entre el norte y el sur y cómo influyen en ese proceso las nuevas formas de colonialismo occidental sobre África.

Resulta que allá por los años sesenta del siglo XX a alguien se le ocurrió echar al lago Victoria (Tanzania) unas crías de perca. Este suceso aparentemente inocuo desencadenó una diabólica secuencia de acontecimientos con resultados devastadores para el medio ambiente y para la especie humana. Pero es ahora, cuando Sauper se molesta en remontar esa cadena de consecuencias y causas, cuando podemos comprender muchas y tristes verdades: la más importante, que la suma de nuestros pequeños y --aparentemente-- aislados egoísmos, desata una devastación impensable sobre nuestro planeta; la más escandalosa que, si no nos apetece, no hace falta que seamos conscientes ni nos preocupemos de nuestras acciones. El filme de Sauper viene a decirnos que esa cosa que llamamos «civilización» o «Cultura» (para diferenciarla de la «Naturaleza») se comporta mediante leyes igual de crueles e implacables que las que formuló Darwin. La suma de las inconsciencias individuales y el azar revelan que existe una extraña variante de los principios de la evolución natural que se aplican también a las comunidades humanas y a los sistemas económicos capitalistas.

Porque quien introdujo la perca en el lago Victoria no tuvo en cuenta que es un animal depredador que acabaría con las más de doscientas especies endémicas, incluidas las plantas y los fondos marinos. A esta debacle de la fauna hay que añadir la proliferación incontrolada de jacintos de agua (desde 1990), que está provocado el agotamiento de los niveles de oxígeno del agua, y el vertido constante e incontrolado de residuos domésticos, industriales y agrícolas al lago. A pesar de esta concurrencia de factores letales, en las orillas del lago se suceden numerosos pueblos y ciudades, haciendo de la zona una de las más densamente pobladas del planeta. Y también numerosas empresas que se lucran de la sobrexplotación de las percas que se capturan en el lago, sin importar la toxicidad de las aguas y de los propios peces.

Porque la pesca y las industrias afines son la principal y prácticamente única actividad económica de la zona: atrae a gente de los pueblos del interior para trabajar en los barcos o en la industrias, pero también a mafias, proxenetas, traficantes de droga, curas, desheredados, prostitutas, maleantes, buscavidas, huérfanos y gente humilde que sólo busca sobrevivir. Todo bien mezclado. Y en la cima de este montaje están los aviones (pilotados por mercenarios rusos) que diariamente aterrizan para llevarse la perca limpia y debidamente envasada con destino a la Unión Europea (que exige, eso sí, que las industrias cumplan con las normativas higiénico-sanitarias, no sea que los consumidores europeos enfermen por su culpa). Aviones que llegan cada día cargados de... nada y se marchan repletos de pescado. Los ingresos por la exportación del pescado no sirven para comprar mercancía ni para atraer capitales, tan sólo para enriquecer a quien se lo lleva. Un ejemplo concreto, manifiesto y repugnante del expolio de recursos que soporta África, pero también de los podridos cimientos que sostienen las pomposas ceremonias de la Organización Mundial del Comercio y la basura que escupe constantemente en sus declaraciones sobre los beneficios de la liberalización del comercio mundial.



La película se toma su tiempo para retratar este panorama desolador, sin escatimar detalles: testimonios de empresarios que revelan más de lo que creen, de personas desesperadas que viven de y con los desechos del pescado (recogidos de los vertederos, fritos y vendidos a la población), de curas que cuentan los estragos del SIDA en las poblaciones costeras, de los malos tratos que sufren las mujeres (especialmente las que se relacionan con occidentales) y del contrabando de armas que, finalmente, gracias al tesón y la audacia de Sauper, los rusos confiesan que llevan a cabo con la boca pequeña.

El lago morirá por atrofia, las percas se extinguirán, las fábricas cerrarán porque ya no habrá nada que limpiar ni envasar, la gente se marchará, morirá de SIDA, será asesinada en guerras que fructificarán gracias a las armas o, simplemente, desaparecerá sin dejar rastro sobre el planeta ni secuelas en nuestros informativos y conciencias. Los aviones aterrizarán en otros lugares, y los lineales de nuestros supermercados se llenarán de otros productos que no nos importa de donde vengan, sólo que sean baratos. La naturaleza y la civilización logran aquí una simbiosis destructiva que es como una sinécdoque casi perfecta de nuestras contradicciones como especie y como civilización. Daría lástima si no estuviéramos vomitando.

La pesadilla de Darwin compartimenta, conecta, desarrolla y expone con la simple crudeza que implica poner la cámara y rodar (en ocasiones capturando una realidad que resulta difícil mirar sin sentir náuseas, lo advierto); arrastrando hacia la luz y con gran esfuerzo un pedazo del capitalismo que no vemos porque no queremos. Los motivos, las causas, las consecuencias y las circunstancias de los acontecimientos que presenta remiten directamente a los desastres ecológicos y económicos que provocamos gracias a nuestro incesante afán de explotación. Se trata de un filme necesario a pesar de lo desagradable, doloroso y/o repulsivo que puede resultar y que debería incitar al debate en las escuelas o en tantos y tantos foros adultos sobre economía, sociedad y ecología. Un documental de revisión casi obligatoria, por respeto a un elemental principio moral. No es fácil: digerir las consecuencias de lo que describe en cuanto el espectador se deja envolver por el relato requiere una predisposición generosa e introspectiva; es la única manera de tentar a la reacción ética de las personas. Si esto no nos convence ni nos moviliza podemos darnos por muertos y extinguidos como especie. No exagero.


jueves, 3 de mayo de 2018

La verdad no nos calmará (Tres anuncios a las afueras)

Cuando te enfrentas a una película que mezcla demasiados registros y no deja que ninguno se imponga; cuando la historia se resiste a ser etiquetada a base de giros inesperados y personajes complejos; cuando, en definitiva, como espectador, te resignas a aceptar las cosas tal como te las cuentan porque se asimilan peligrosamente a un fragmento de vida, entonces, muy probablemente, estés ante una nueva obra maestra. Y eso es exactamente Tres anuncios a las afueras (2017). Apenas en su segundo largometraje de ficción su director --Martin McDonagh-- ya exhibe una pasmosa madurez y aplomo narrativos; y aunque su primer filme de ficción --Siete sicópatas (2012)-- apuntaba detalles prometedores, nada hacía presagiar tan formidable evolución.

La película posee las mejores virtudes del cine estadounidense: para empezar, una escena inicial con una anécdota plausible, original y llamativa que permite presentar a la protagonista y ubicar al espectador en el espacio en el que se desarrollarán los hechos; a continuación, se amplía el foco con un desarrollo argumental marcado por el humor y la ironía y una galería de personajes secundarios igual de bien perfilados que los principales (el exmarido, el hijo de la protagonista, la mujer del sheriff). Para completar el cuadro, una brillante manipulación dramática de la historia: cuando parece que la comedia ácida y ciertos detalles descarnados van a determinar el tono de la historia, McDonagh se las arregla para colar instantes conmovedores; y de paso retorciendo la historia con hasta dos brillantes golpes de efecto, cuyas consecuencias se despliegan en más momentos de humor y en nuevos estallidos de violencia y de dolor. Tres anuncios a las afueras destila verismo y realidad, haciendo que el espectador olvide que todo es artificio, una maquinaria de relojería cuidadosamente diseñada, una convincente ficción. Y es que cuando un relato tan rotundo y compacto consigue desvanecerse en favor de una buscada impresión de autenticidad significa que la cosa va bien.



Y además, una buena noticia para sus fans: el tono y la factura del filme remiten inevitablemente a los Coen: guión de hierro forjado, personajes bien definidos a través de sus actos y sus palabras, tensión interna de las escenas bien desarrollada, diálogos brillantes (de una calidad literaria más que destacable, un sobresaliente en este apartado para McDonagh) y estallidos contundentes aunque cuidadosamente contenidos de violencia (los Coen suelen desparramarse bastante más hacia el tercio final, pero aquí no es el caso y no se echa de menos). Y por supuesto contribuye sin duda un conjunto de actores en su mejor momento interpretativo: Woody Harrelson, Frances McDormand y Sam Rockwell (los dos últimos galardonados con sendos Oscar por sus interpretaciones).

En definitiva, un filme en el que se entra sin dificultad, se saborea durante cada escena, se disfruta de su desarrollo y entristece porque termina. Pocas veces el espectador será tan consciente de estas sensaciones mientras está viendo una película. Tres anuncios a las afueras es una prueba inobjetable de que el cine aún tiene margen para profundizar en una narración, no vanguardista, pero sí tremendamente moderna y eficaz del relato en imágenes.